Manufacturas, tecnología y empleo, una relación problemática
Buena parte del potencial de creación de puestos de trabajo en la industria manufacturera se suele asociar a la necesidad de proceder al fortalecimiento de las ramas manufactureras de mayor contenido tecnológico. Por varias razones. A diferencia de las industrias maduras, donde habría un evidente exceso de capacidad productiva instalada en relación a las posibilidades de absorción de los mercados, las ramas modernas se beneficiarían de un mercado en continua expansión, lo que tendría un impacto positivo en términos de empleo. Este, vinculado a actividades con proyección internacional, resistiría mejor que el tradicional a la competencia global; y, además, percibiría salarios más elevados como consecuencia de los aumentos que podrían obtenerse en la productividad del trabajo. Se nos asegura, con estos argumentos, que la modernización tecnológica de la producción manufacturera permitiría disponer de más y mejores empleos, por lo que avanzar en esa dirección debería convertirse en un pilar esencial de las políticas ocupacionales de los gobiernos.
Como sucede casi siempre, detrás de las declaraciones solemnes en materia de economía, en apariencia inapelables y llenas de sentido común, hay apriorismos que es preciso develar, discutir y contrastar. Algunos ejemplos a continuación.
Uno de los supuestos centrales sobre los que se levanta este relato es el convencimiento de que las nuevas tecnologías representan un sustancial yacimiento de empleo. Sin embargo, la evidencia empírica, referida a la producción manufacturera en la Unión Europea (UE), matiza esa afirmación. Los nuevos puestos de trabajo generados en las industrias de medio-alto y alto contenido tecnológico no compensan los perdidos en las ramas de corte más tradicional. Por esa razón, tendencialmente, el volumen de empleo manufacturero global se ha reducido. Pero hay más. El saldo neto ofrecido por las industrias tecnológicas (empleo creado menos empleo destruido) registra, asimismo, números rojos. En la UE (y en la mayor parte de los países capitalistas desarrollados) la creación de empleo ha descansado de manera fundamental en el sector servicios.
Algunos estudios indican que un cálculo más fino y preciso debería considerar como empleo manufacturero el de los servicios que antes ofrecían las empresas fabriles, que en buena medida han externalizado y que ahora ofrecen establecimientos especializadas. Con todo, la conclusión sigue siendo, en mi opinión, la misma: la capacidad de creación de empleo de las industrias tecnológicas -relativamente intensivas en la utilización de capital y de trabajo cualificado- es limitada.
Otro de los supuestos del relato convencional plantea que en las industrias modernas los empleos son más sólidos y de mayor calidad. Lo cierto, sin embargo, es que en las últimas décadas hemos asistido a un redespliegue de las cadenas globales de creación de valor que ha supuesto la deslocalización, relocalización o cierre de segmentos productivos de medio y alto contenido tecnológico, que ha comprometido empleos cualificados.
Estas industrias, más expuestas que las tradicionales a la competencia internacional, están obligadas, si quieren conservar sus mercados, a obtener continuos aumentos en la productividad del trabajo -otra de las razones que limitan su capacidad de creación de empleo-, pero de ello en absoluto cabe concluir que los salarios de la mayor parte de los trabajadores aumenten y mucho menos que lo hagan en línea con la productividad del trabajo.
Con el argumento (pretexto) de la competencia global y de la creciente presencia de los capitalismos periféricos en estos segmentos de mercado, utilizando una (des)regulación de las relaciones laborables claramente favorable a los intereses del capital, la represión salarial y la sobreexplotación de la fuerza de trabajo ha ganado terreno, también en las empresas que cuentan con un plus de competitividad.
Para que, por otro lado, su actividad tuviera una incidencia positiva en los niveles de empleo en los países donde operan, deberían pagar los impuestos que se derivan de la misma, cosa que, como es sobradamente conocido, no sucede. Las grandes corporaciones disponen de un amplio margen de maniobra para eludir sus obligaciones tributarias. Además de que, con el objeto de atraer sus inversiones, a menudo disfrutan de privilegios otorgados por los gobiernos -exenciones, deducciones, vacaciones fiscales-, utilizan sistemáticamente prácticas de ingeniería contable para declarar sus beneficios en aquellos países y territorios con los tipos impositivos más bajos, o directamente los colocan en paraísos fiscales.
Tampoco parece probable en los próximos años un escenario caracterizado por un fuerte crecimiento de la demanda que alimente la creación de empleo en estas industrias. La generalizada atonía de la actividad inversora, la fragilidad del sistema bancario, las rivalidades proteccionistas, las tensiones monetarias, la creciente desigualdad en la distribución de la renta y la riqueza, las políticas de ajuste presupuestario y de contención salarial, los elevados niveles de deuda pública y privada y el deterioro de las clases medias; todos estos factores apuntan más bien a un panorama inestable, incierto y sombrío, caracterizado por un leve e insuficiente crecimiento de la demanda, con el consiguiente efecto adverso sobre la dinámica ocupacional.
En los países del sur de Europa desde que comenzó la crisis se han destruido millones de empleos en la industria manufacturera, y sólo se han recuperado una pequeña parte de los mismos, a pesar del crecimiento de la producción y del aumento de las exportaciones; adicionalmente, la brecha tecnológica con los países del norte se ha hecho más pronunciada. Urge, por lo tanto, poner en el eje mismo de la política económica la creación de empleo decente y, en estrecha relación con ello, la profunda reestructuración de la producción manufacturera. Es frecuente interpretar este desafío en clave de modernización tecnológica. Sin restar un ápice de importancia y de complejidad a este asunto, nada justifica, como acabamos de ver, el optimismo con el que la economía convencional pretende zanjar el debate. La creación de empleo, suficiente y de calidad, no se resuelve apelando a las nuevas tecnologías, cuya aplicación lleva, por lo demás, la impronta del poder y que colisiona, no lo olvidemos, con los límites físicos del planeta en recursos naturales y energía.