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El modelo productivo español: casi todo por hacer

Innovación / Red.es

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España no puede considerarse un país marginal, ni mucho menos irrelevante, en el contexto de la economía global. El hecho de que su PIB se sitúe en el lugar número 14, de un total de 187 países (FMI, 2020), da una idea bastante clara de su más que apreciable importancia cuantitativa. Y, sin embargo, es igualmente cierto que, en la medida en que avanzamos en el análisis, las cosas comienzan a empeorar bastante. Por ejemplo, en términos de PIB per cápita, nuestra posición desciende significativamente, hasta la casilla 37, lo que no es, desde luego, un dato muy reconfortante. Y si, ya dentro del marco de la Unión Europea, consideramos la clasificación de los distintos países, de acuerdo con la mayor o menor tasa de desempleo que estos tengan, siempre aparecemos claramente destacados en los primeros puestos; pero esta vez, no por estar entre los mejores, sino por ser los campeones absolutos del paro, disputándonos, año tras año, este dudoso honor con Grecia.

Tampoco puede considerarse una buena noticia que ocupemos un mediocre decimotercer puesto en el panel global de salarios medios percibidos por los trabajadores pertenecientes a la UE; o, en fin, que nos situemos en el decimoséptimo lugar, de un total de 27 posibles, en el ranking del esfuerzo realizado en I+D (1,25% del PIB), bastante menos de la mitad del que realizan países como Suecia, Austria o Alemania, Bélgica o Finlandia, que son los más aventajados en este asunto.

Naturalmente, ante este panorama general tan poco estimulante, sería muy aconsejable, a la vez que urgente, contestar dos preguntas esenciales: la primera es si este país dispone de un diagnóstico, lo suficientemente acertado, sobre las verdaderas causas de esta relativa mediocridad en materia económica con la que convivimos desde hace décadas (yo diría, siglos); y la segunda, si existe un plan de mejora efectivo, es decir una estrategia creíble para que pueda producirse un cambio de alcance.

En realidad, aunque pudiera opinarse, no sin cierta garantía de éxito, que la respuesta es claramente negativa en los dos casos, en rigor solo lo es en el primero; entre otras cosas porque, de un modo u otro, todos los gobiernos suelen tener un plan. Cuestión muy diferente es que dicho plan no suela llevar a parte alguna, al estar fundamentado habitualmente en un diagnóstico equivocado. No hay viento favorable para el que no sabe a qué puerto se dirige. Lo dijo Schopenhauer, y no caben muchas dudas de que, al menos en esto, tenia toda la razón.

Pues bien, si hubiera que definir de forma sintética cual es la principal causa que refleja nítidamente, a la vez que explica, la debilidad estructural de nuestra economía, sin ninguna duda debe acudirse a la siguiente cifra: 58.000 euros, que es el monto de valor añadido por trabajador ocupado (productividad media) que el sistema económico español es capaz de generar a lo largo de un año, para todo el conjunto de actividades en las cuales estamos “especializados”. Para que nos hagamos una idea aproximada de su magnitud relativa, recuerdo que Dinamarca estaba, para ese mismo periodo (2020), en 107.000 euros, y Alemania, en 75.000.

Y la razón de que esta cifra sea tan importante es muy simple: la mayoría de los indicadores que reflejan el nivel de vida de una población en un determinado territorio, quedan determinados por ella: la renta per cápita de sus habitantes, los salarios que pueden percibir sus trabajadores, los beneficios de sus empresas, la suficiencia de los recursos del Estado para hacer frente a los servicios públicos (incluyendo las pensiones), y, en fin, su propia capacidad de crecimiento y de creación de empleo, en el caso de que hablemos en términos dinámicos. Es lo que de manera un tanto burda, pero bastante gráfica, se entiende como el “tamaño del pastel económico”, que luego habremos de repartir entre todos, y del que depende, en última instancia, la capacidad que los distintos países tienen para lograr un grado razonable de igualdad y cohesión social.

Solo así puede entenderse cómo (siguiendo con el ejemplo), tanto el PIB per cápita, como los salarios medios de Dinamarca y Alemania, estén tan alejados del valor que alcanzan en España; o que el gasto público per cápita que el Estado danés y alemán dedican a sus ciudadanos (28.000 y 20.000 euros, respectivamente), no se parezcan, ni de lejos, a los menos de 13.000 euros que se gastan en España. Resumiendo, la productividad no lo es todo, pero, a largo plazo, lo es casi todo, como acertadamente afirmó hace ya 24 años Paul Krugman, y nadie, hasta ahora, le ha desmentido.

Ya sé que pudiera parecer algo pretencioso dar por sentado, de manera tan contundente, que el hecho de que se haya ignorado secularmente, por activa o por pasiva, un diagnóstico aparentemente tan simple, como éste, sea la principal causa de que estemos donde estamos en el terreno económico, pero, créanme, no lo es. Únicamente poniendo el foco en las verdaderas causas que explican el relativamente bajo valor añadido que el sistema productivo español es capaz de generar, podría empezar a vislumbrarse alguna luz al final del túnel.

Dicho lo cual, resultaría totalmente lógico, al tiempo que inaplazable, preguntarnos cuales podrían ser dichas causas. Y claro está, la respuesta es que existen muchas de ellas, y muy variadas, entre las que pudieran citarse, por ejemplo, el diseño inadecuado de la inversión pública, el déficit de ciertas infraestructuras (con mención especial para el corredor mediterráneo que afecta a más del 50% de la economía española), la relativa desorientación de nuestro sistema educativo, y muy especialmente, el tamaño excesivamente reducido de nuestras empresas o el marcado sesgo de la especialización productiva sectorial hacia actividades de medio bajo y bajo contenido tecnológico…

Pero hay una que destaca mucho sobre todas ellas, que es, además, el núcleo duro del problema, y que tiene un carácter secular; a saber: el deficiente funcionamiento del Sistema de Innovación; es decir, la ausencia de conexiones eficaces, sistémicas y permanentes entre los productores de conocimiento (de manera destacada aquellos que pertenecen al ámbito científico) y los usuarios de dicho conocimiento, principalmente las empresas (innovación). Y mientras esto no se entienda, en un mundo que lleva ya más de tres décadas instalado de lleno en eso que se ha dado en llamar la “era de la economía del conocimiento”, todos los intentos que se realicen por otras vías no pasarán de ser un mero cúmulo de esfuerzos bienintencionados.

El hecho de que España disponga de un volumen de producción científica de gran magnitud, situado entre los diez primeros puestos del ranking mundial, hace todavía más sorprendente que dicha materia gris sea tan escasamente aprovechada por nuestras propias empresas y sectores. No es culpa de nadie en particular. Nuestro personal científico/investigador siempre ha reaccionado bien a los estímulos que recibía (fundamentalmente, investigar y publicar) y por tanto han hecho bien su trabajo, y las empresas, por su parte, debido a su pequeño tamaño o al tipo de sector al que pertenecen, no han sido (no son) habitualmente muy proclives a acercarse a un conocimiento al que nunca han tenido fácil acceso, y que ahora, además, es necesariamente algo más disruptivo y complejo del que están acostumbradas.

No es un problema, por tanto, únicamente cuantitativo, relacionado con el reducido gasto en I+D que se realiza en España (sobre todo, por parte de las empresas, todo hay que decirlo). Es también, un problema cualitativo, de carácter estructural, que dificulta y lastra el buen funcionamiento del Sistema de Innovación en su conjunto.

La consecuencia lógica, pues, de todo ello es que se necesita con urgencia un nuevo sistema de gobernanza al máximo nivel de decisión política, para el conjunto del Sistema de Innovación (teniendo en cuenta, naturalmente, la especificidad propia del estado autonómico), que acabe definitivamente con ese comportamiento en forma de trayectorias paralelas en el que se han situado históricamente los mundos científico y productivo en España, garantizando así que no se pierda ya ni un solo gramo más de la materia gris que nuestras empresas y sectores necesitan, aunque muchas de ellas ni siquiera lo sepan todavía. Ahora puede entenderse como si algún patriotismo puede tener justificación en la era global, éste es, sin duda alguna, el patriotismo científico/tecnológico; el único que realmente puede hacer más libres e independientes a los países, aunque solo sea dentro de los límites razonables que impone dicha globalización.

Conclusión: es hora de que el debate económico en este país se enfoque de manera prioritaria hacia las verdaderas causas que impulsan el valor añadido y la creación de riqueza, y, consecuentemente, a la necesidad perentoria de fortalecer su Sistema de Innovación, olvidándose así, al menos por un tiempo, de toda esa otra multitud de temas colaterales que, siendo importantes, son de mucho menor calado y relevancia. Ya lo advirtió Tito Livio: Dum Romae consulitur, Saguntum expugnatur.

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