No es lo que parece
La presentación en el Parlament de Catalunya por los grupos parlamentarios independentistas de la Propuesta de resolución en respuesta a la sentencia del 1-O ha abierto un nuevo conflicto entre el Estado y las instituciones catalanas. Seguramente debido a su título y al momento en que se presenta, mucha gente percibe esta propuesta como algo más grave de lo que realmente resulta cuando se lee atentamente. De hecho, su presentación se ha demorado más de la cuenta y probablemente sea un pacto de circunstancias entre los partidos independentistas ante la dificultad de consensuar un texto conjunto más contundente.
En los últimos años la política catalana ha hecho un cierto abuso de las resoluciones parlamentarias mediante la reiteración de declaraciones sobre la plena soberanía del pueblo catalán y el derecho a la autodeterminación. Esta práctica ha tenido algunos efectos contraproducentes. Ha contribuido a crear en la ciudadanía una imagen distorsionada sobre el valor real y efectivo de tales declaraciones, ha originado y mantenido un conflicto permanente con el Estado y ha dado lugar a una doctrina del Tribunal Constitucional especialmente restrictiva y también peligrosa para el normal desarrollo de la actividad parlamentaria. No está de más recordar que es en los parlamentos donde se expresa el pluralismo político y donde el debate y la manifestación de las ideas deben ser especialmente preservados.
Las resoluciones parlamentarias son declaraciones de voluntad que responden al ejercicio de lo que se conoce como función de impulso y acción de gobierno. Tradicionalmente se ha considerado que estas resoluciones no tienen más efecto que los propios de una declaración política, es decir, sin contenido jurídico. No es esta una cuestión menor, puesto que, si no producen efectos jurídicos, el Tribunal Constitucional no debería poder controlarlas.
Esta tesis se mantuvo hasta 2014, año en que dicho Tribunal dictó la Sentencia 42/2014, que declaró inconstitucional y nula la declaración de soberanía del pueblo catalán aprobada por el Parlamento en 2013. Esta resolución, también conocida como la del derecho a decidir fue impugnada por el gobierno de Mariano Rajoy y llevó al Tribunal Constitucional a establecer una importante excepción al valor meramente político de las resoluciones parlamentarias. El Tribunal entendió en aquel momento que, a pesar de su contenido esencialmente político, estas resoluciones también producen efectos jurídicos, aunque estos no sean vinculantes, a diferencia de las leyes y algunos otros actos parlamentarios. Es una doctrina discutible que solo puede explicarse por la preocupación del Tribunal Constitucional de que determinadas resoluciones o declaraciones puedan entrar en contradicción con el marco constitucional vigente, por generar una apariencia de realidad que cree en el imaginario social la convicción de que la institución dispone de un poder o capacidad superior a la que el ordenamiento jurídico le atribuye.
Esta sentencia comportaba dos riesgos importantes. En primer lugar, introducía un elemento contradictorio en la propia doctrina del Tribunal Constitucional sobre el carácter no militante de la Constitución, esto es, sobre el hecho de que la Constitución permite promover y defender cualquier proyecto político, aunque no se ajuste al marco constitucional vigente. En segundo lugar, al atribuir efectos jurídicos a las resoluciones parlamentarias de impulso de la acción política y de gobierno, abría la caja de Pandora de la posible desobediencia a las sentencias dictadas por el Tribunal Constitucional con relación a aquellas y las responsabilidades asociadas a su incumplimiento.
Los resultados de esa reformulación doctrinal ya los conocemos. La aprobación por el Parlament de la importante Resolución 1/XI (la del inicio de la fase final del procés) hizo aflorar con fuerza este problema y las subsiguientes decisiones adoptadas a partir de ella lo ahondaron. Un contexto de acción-reacción en el que las continuas declaraciones de inconstitucionalidad del Tribunal Constitucional ante los reiterados posicionamientos del Parlamento sobre la autodeterminación y la soberanía restringían cada vez más el espacio de debate parlamentario. Un círculo vicioso.
Este conflicto se reaviva ahora con la Propuesta de resolución en respuesta a la sentencia del 1-O, sobre la que planean las advertencias hechas por el Tribunal Constitucional a la Mesa del Parlament de no tramitar y aprobar nuevas resoluciones reiterativas de otras anteriores declaradas inconstitucionales y nulas. La defensa del derecho a la autodeterminación y la reivindicación de la soberanía del pueblo catalán están en el centro de la diana por ser mencionados otra vez en la nueva propuesta. Dos elementos que conectan con el núcleo duro del procés.
Pero la pregunta que debemos hacernos ahora es si defender o reivindicar el derecho a la autodeterminación y la soberanía del pueblo catalán supone la infracción del deber de cumplimiento de las sentencias dictadas por el Tribunal en relación con estos conceptos. En mi opinión no debería ser siempre así para no restringir injustificadamente la capacidad que tiene el Parlament de defender o promover proyectos políticos, aunque no sean compatibles con la Constitución.
En este punto es importante hacer una precisión que me parece que se escapa a muchos. Tan importante como la diferencia que hay entre promover y defender un proyecto o querer llevarlo materialmente a efecto desbordando el marco constitucional. Esto último es lo que hizo el Parlament en la anterior legislatura y desembocó en la fallida declaración de independencia y la aplicación del artículo 155 de la Constitución. Pero esto no debería llevar al error de suponer que el Parlamento no pueda volver a pronunciarse sobre la autodeterminación o la soberanía, siempre que no entre en el terreno de los hechos consumados, es decir, que no pretenda convertirlas en una realidad jurídica al margen de los procedimientos de reforma de la Constitución.
El Tribunal Constitucional ha quedado atrapado en su propia doctrina sobre los efectos jurídicos de las resoluciones parlamentarias y el deber de cumplimiento de sus sentencias cuando se trata de actos que, en su fondo y substancia, son de naturaleza política. En este contexto debería gestionar muy bien lo que entiende por desobediencia, a fin de que su actuación no sea vista como una “censura” del debate parlamentario y como algo que puede llevar a la exigencia de responsabilidad. Pero el Parlament también debería tomar conciencia de los riesgos que supone actuar como lo hace para trasladar a la ciudadanía un mensaje poco claro y distorsionador. Es una estrategia de la que ya se ha abusado demasiado, con resultados y consecuencias muy negativos para el propio Parlament y también para la transparencia y credibilidad de los mensajes que transmite. Las políticas de escaparate, además de frívolas, suelen ser inconsistentes.