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La transición y las naciones

Expertos no ven trabas legales para dar 4.500 millones a las comunidades

Jorge Urdánoz Ganuza

Profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad Pública de Navarra —

En un determinado momento de ese debate a cinco que ya parece de otro siglo, Rivera le mostró a Sánchez un mapa de España uniformemente coloreado — creo que en rojo suave — y le espetó algo así como, “¿cuántas naciones ve usted aquí, Sr. Sánchez? Porque yo solo veo una”. La pregunta se ha puesto de moda últimamente. Sánchez no contestó, pero sí lo hicieron los ciudadanos unos días después, en las urnas. Y con su respuesta refutaron, por decirlo con Popper, ese mapa uninacionalmente nítido, terso, impecable e ilusorio de Rivera. Una refutación que se repite incesante, sin una sola salvedad, cada vez que, desde el siglo XIX, a los ciudadanos españoles de carne y hueso se les ha permitido votar. Lo sorprendente es que todavía haya quien, tras tantos y tantos experimentos cruciales demoledores, siga sosteniendo la hipótesis de la nación única.

Las afirmaciones sobre el ser de una nación pertenecen al reino de la metafísica. En ese sentido, recuerdan a la religión y conviene abordarlas de modo similar. De la misma manera que el hecho empírico de la diversidad de cultos se soluciona desde la modernidad con el invento político de la libertad religiosa (esto es: el laicismo), el hecho empírico e irrefutable de la pluralidad de creencias nacionales en España ha de solucionarse con alguna suerte de invento político que lo articule de modo neutral, inteligente y acordado. Aquí hay varios nombres: Estado de las Autonomías, federalismo, plurinacionalidad, nación de naciones, etc. Denominémoslo federalismo. Existe también, ciertamente, la apuesta por la uniformidad nacional, esto es, la nación inmaculada, homogénea y sobre todo única del mapa de Rivera. Denominémoslo nacionalismo.

La Constitución de 1978 fue sin lugar a dudas una solución federalista. Se podrá estar más o menos de acuerdo en el grado, en la dosificación de las competencias y en su articulación, pero los Derechos Históricos, el Estado de las Autonomías y la configuración territorial de la Constitución no se basan en la asunción de que los ciudadanos españoles son “libres e iguales”. Se basan más bien en la evidencia de que, si a tales ciudadanos se les otorga libertad, muchos eligen la diferencia. Y, mientras eso sea empíricamente así — y a la vista está que lo es— es la propia libertad la que genera diferencia, luego hay que elegir. La lección de 1978 fue elegir gestionar las diferencias nacionales que la propia libertad generaba, no negarlas. Porque siempre que este país ha tenido libertad, se ha expresado como plural, como diferente, como nacionalmente diverso. Y siempre que se ha afirmado su igualdad nacional, tal afirmación solo ha podido hacerse contra la libertad, a sangre y fuego.

Ese logro constitucional de 1978 se basó en una concepción digamos empírica de lo político. Primero se atendió a la realidad y luego, sobre ella, se pactó un acuerdo político que la gestionara. Pero primero estaba la realidad del país, conformada por un montón de aspiraciones y anhelos cristalizados en unas elecciones constituyentes. Lo que ahora – se quiera ver o no – ocurre es que esa realidad primigenia que posibilitó el pacto constitucional se ha roto en Cataluña.

Lo realmente sorprendente en esta tesitura es que los que se dan a sí mismos el nombre de “constitucionalista” son los que con más desparpajo pisotean el significado profundo del pacto de 1978. Abascal ha sintetizado el espíritu de ese insólito constitucionalismo al afirmar que es hora de “la contundencia” en Cataluña. Pero ni Suárez, ni Tarradellas, ni la Constitución de 1978 jugaron jamás a la contundencia. Jugaron a la libertad de expresión y a la asunción de las consecuencias de la misma. Frente a ello, estos extraños “constitucionalistas” de hoy no se basan en la realidad de las urnas para gestionarla políticamente de la manera más inteligente y sensata posible. Muy al contrario, parten de una idea metafísica y apriorística de “la nación española” que jamás ponen en duda. No son constitucionalistas, son nacionalismo disfrazado.

Un nacionalismo que tiñe también, por descontado, los ideales de los nacionalistas periféricos, que visualizan para sus respectivas naciones —Cataluña, Euskal Herria, etc. — un mapa tan limpio, tan radiante y tan uniforme como el de Rivera para España. Pero ni España es una sola nación ni lo son Cataluña o Euskal Herria. Todas son naciones de naciones, naciones diversas, naciones con naciones, nacionales plurales, naciones mestizas, naciones impuras, naciones complejas… como queramos decirlo. No lo afirmo como un dogma apriorístico: lo afirmo empíricamente, de modo puramente observacional, porque los datos arrojados cada cada cuatro años son irrebatibles. No me baso en ninguna definición —necesariamente metafísica— del significado del término nación, sino en las decisiones políticas – perfectamente constatables – de la ciudadanía al respecto.

El país es así, y así hemos de afrontarlo. A uno y otro lado, el nacionalismo resurge. El reto de la mejor democracia, y por tanto del mejor constitucionalismo, es hilar de nuevo entre todos un acuerdo que no excluya a nadie y que todos podamos suscribir en libertad. Ahora toca encontrar las hebras que lo tornen posible. Quizás convenga no olvidar, durante esa búsqueda, aquel consejo de Kierkegaard: “la puerta de la felicidad se abre hacia dentro, hay que retirarse un poco para abrirla: si uno la empuja, la cierra cada vez más”.

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