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El verdadero peligro de la ley de cambio climático

Campo de Golf 'La Caminera'

Hace apenas tres semanas, con menos seguimiento mediático del que hubiera sido de desear, se aprobó en el Congreso el proyecto de Ley de cambio climático y transición energética. Independientemente de que uno esté más o menos de acuerdo con las medidas concretas que contiene ese documento, no es exagerado decir que se trata de una de las leyes más importantes no sólo de esta legislatura, sino de las últimas décadas, ya que afecta de manera directa a la supervivencia del marco físico elemental en el que desarrollamos cualquier actividad social o económica. Legislar sobre los usos futuros de la energía para tratar de evitar los nefastos efectos ambientales del consumo actual de combustibles fósiles no es hacer una ley más para un sector concreto de la economía, sino que supone establecer reglas transversales que afectan de manera directa a las posibilidades de desarrollo futuro de la vida misma en la parte del planeta que ocupamos. Quizás la crispación política permanente que se ha instalado en este país ha llevado a que, incluso los defensores de la ley, hayan preferido no darle demasiada propaganda para evitar un nuevo frente de disputas, pero sus contenidos merecen mucha más atención de la que han recibido y deberían transmitirse a la ciudadanía con grandes dosis de pedagogía que los haga comprensibles y asimilables.  

Que esta ley llega con retraso es un hecho objetivo. Los acuerdos internacionales básicos sobre la materia, firmados por la Unión Europea, datan como mínimo del acuerdo de París de 2015, así que han hecho falta más de cinco años para que los legisladores españoles hayan alcanzado los acuerdo mínimos necesarios para tener una ley específica sobre un tema que hubiera requerido mucha más urgencia. Pero eso no es una sorpresa. De hecho, España no se ha caracterizado nunca por estar a la vanguardia en la puesta en marcha de regulaciones ambientales. Más bien al contrario, el país ha ido siempre a rebufo, aplicando con cierto retraso, de forma no demasiado planificada y en ocasiones de manera más aparente que real los cambios que se han ido estableciendo en el ámbito internacional, principalmente en los países más avanzados de la Unión Europea. 

Curiosamente, la primera ley española que hablaba de proteger la atmósfera (la denominada “Ley de protección del ambiente atmosférico”) se aprobó con cierta premura en 1972, siguiendo algunas de las directrices que Naciones Unidas había establecido poco antes. Era una época en la que el tardofranquismo trataba de integrarse plenamente en la economía y la política internacionales de la que la dictadura había sido excluida durante mucho tiempo, y una forma de intentarlo era mimetizar algunas leyes que estaban poniéndose en vigor en el ámbito internacional, también en cuestiones ambientales. Sin embargo, los objetivos de crecimiento económico de la política desarrollista creaban al mismo tiempo incentivos poco compatibles con la protección de la atmósfera, de tal forma que la ley quedó más bien en papel mojado. Posteriormente, la crisis del petróleo obligó entre otras cosas a incrementar el consumo de carbón nacional altamente contaminante, lo que llevó a que, una vez más, la atmósfera se relegara a un plano totalmente secundario.  

Con la incorporación a la Unión Europea, España tuvo que ir armonizando su legislación ambiental con la comunitaria, pero ese proceso se fue cumpliendo a retazos, legislando sobre aspectos puntuales a los que Europa obligaba, pero sin que existiera un plan bien concebido, ni un organismo estatal potente que coordinara todas esas medidas y les diera un sentido medioambiental global. De hecho, en España no hubo un Ministerio de Medioambiente propiamente dicho hasta 1996, y ese cambio institucional tampoco supuso una transformación radical en las políticas. Más bien al contrario, las medidas económicas que se fueron tomando en ese periodo estuvieron en la base del boom inmobiliario y de construcción de infraestructuras que se generó y que, además de desembocar en la crisis de 2008, tuvo unos efectos ambientales devastadores. Era la época en la que se decía que España iba bien, y ni siquiera el propio Ministerio de Medio Ambiente estaba dispuesto a que los perversos efectos ambientales del crecimiento aguaran la bacanal que se estaba viviendo.

La independencia del Ministerio de Medioambiente terminó, además, en 2004, con su incrustación ese año y hasta 2018 en el de Agricultura y Alimentación. Las razones de esa operación institucional no son fáciles de adivinar. Es posible que se pensara en ligar la institución más directamente al uso del territorio, pero al mismo tiempo parece obvio que esa decisión dificultó el control ministerial de elementos clave para el medioambiente como la política energética o de infraestructuras, que difícilmente se podían coordinar desde el Ministerio de Agricultura. Sólo en 2018 hubo un cambio evidente en el interés por reorganizar las políticas con la creación de un nuevo Ministerio que, si hacemos caso a su denominación, parece decidido a afrontar de cara el reto tan necesario de la transición ecológica. 

Este breve recorrido da una idea del carácter errático que ha seguido la política medio ambiental en España en las últimas décadas, y sirve también para advertir de un peligro esencial: históricamente ha sido bastante habitual que un mismo gobierno haya destruido con la mano derecha de la regulación económica lo que estaba tratando de construir con la mano izquierda de la regulación ambiental. 

Es muy posible que los sectores que acusan a la ley de cambio climático de ser conservadora y de quedarse corta en los objetivos de reducción de emisiones estén en lo cierto. Pero incluso si eso es así, lo realmente importante es que se pongan todos los medios para que lo acordado en la ley se vaya cumpliendo realmente y sea monitorizado y medido con la mayor precisión posible. Coordinar las políticas de diferentes ámbitos para evitar el ninguneo de la nueva legislación ambiental debería ser la prioridad básica.

La ley de cambio climático está lejos de ser perfecta, pero incluye mecanismos para su propia revisión a medio plazo y, si realmente se respeta y se cumple, parece un punto de partida muy razonable para orientar un cambio del modelo energético y productivo totalmente necesario, que debería ser, a su vez, la base y la guía para una mejora no sólo ambiental, sino también social y económica.

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