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Viejas y nuevas certezas

Presidente del Consejo Asesor de la Fundación Alternativas
Mateo Salvini, Silvio Berlusconi y Giorgia Meloni se dan la mano durante el acto de cierre de campaña de la coalición en Roma.

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Después de los resultados de las elecciones generales en Suecia e Italia, han saltado todas las alarmas. Que en dos países con esa tradición democrática y fuerza de la izquierda lleguen a gobernar partidos de ultraderecha es un síntoma inquietante que exige una reflexión y, sobre todo, adoptar medidas. Lo primero que deberíamos evitar es equivocarnos en el diagnóstico, es decir, sobre la naturaleza de los partidos que están llegando al gobierno en una serie de países europeos. No creo que sea adecuado afirmar, sin más, que son formaciones “fascistas”, como las de los años 20/30 del siglo pasado. Me parece que es olvidar el contexto y las características de aquellas agrupaciones políticas. Un periodo de “peligro bolchevique”, de lucha por las colonias, inexistencia de la Unión Europea, aguda crisis económica, desintegración de varios imperios, carencia de estados de bienestar, por señalar lo más significativo. De otra parte, se trataba de partidos “militarizados”, violentos, totalitarios, liberticidas, cuyo objetivo era “organizar y encuadrar la no libertad”. El contexto actual es completamente diferente, aunque solo sea por la existencia de la Unión Europea, la inexistencia de un “peligro bolchevique” y el funcionamiento de unos estados “euronacionales”, con una notable protección social. Sin duda, los actuales partidos de ultraderecha tienen algunos rasgos comunes con los del pasado, como son un nacionalismo radical, el profundo conservadurismo, la xenofobia, la obsesión contra la inmigración -entonces eran los judíos-, una moral reaccionaria, etc. Ello no quiere decir que estos partidos no puedan evolucionar hacia formas “iliberales” autoritarias, como en Hungría o Polonia, e incluso hacia actitudes “neofascistas”. 

En mi opinión, las expresiones de ultraderecha son una manifestación de ámbito planetario, que traen causa de las características que han aparecido en una fase determinada del desarrollo del capitalismo. Una de estas singularidades, que ya señalaron hace años los clásicos del socialismo, es la naturaleza estructuralmente desigual de dicho desarrollo, tanto a nivel interno de las naciones como a nivel internacional entre países y continentes. Una desigualdad que fue corregida, en parte, sobre todo en Europa Occidental, con la construcción de los estados de bienestar a partir de la segunda Guerra Mundial. Y entre las naciones, por el formidable crecimiento de China y otros países asiáticos en los últimos 20/30 años. Si embargo, a partir de la ofensiva anglosajona -Reagan/ Thatcher- de los años 80 y la debilidad de la izquierda, se ha ido imponiendo una globalización no inclusiva, dirigida por las grandes corporaciones mundiales financieras, tecnológicas y/o mediáticas. Una mundialización, acelerada por la revolución digital, que ha ido erosionando la capacidad de acción de los estados nacionales y concentrando el desarrollo en determinadas áreas y abandonando otras.

De esta manera, se ha producido un doble fenómeno que una buena parte de nuestras poblaciones vive como sendas amenazas: de un lado, la deslocalización de industrias, que otorgaban trabajo, seguridad y estabilidad hacia zonas de mano de obra barata -especialmente Asia-, y de otra una creciente emigración de los países pobres -África, América Latina, etc.- hacia la UE y América del Norte. Paralelamente a este fenómeno de desindustrialización y desintegración de los mercados laborales en amplias áreas de la UE, se ha producido la crisis de los partidos y/o sindicatos que habían representado a las capas trabajadoras y medias y habían construido el Estado social, sobre una fuente de ideas, valores y certezas sólidamente definidas. Esta crisis ha tenido, por supuesto, una plasmación diferente en los distintos países, pero las consecuencias han sido prácticamente similares. Veamos algunos casos.

Por ejemplo, en Francia los partidos que crearon la IV y V República -y la Resistencia-, como el PCF, la SFIO, la Democracia cristiana o, incluso, el “gaullismo”, han casi desaparecido del mapa, y en Italia el barrido ha sido incluso mayor. Los partidos que levantaron la República, a partir de la Resistencia, no existen. El PCI, el PSI, la DC, los liberales, los republicanos han hecho mutis por el foro, y como en política, al igual que con los gases, no se producen vacíos, han sido sustituidos por agrupaciones “posmodernas”, en varios casos de extrema derecha.

En Francia, el Frente Nacional de la señora Le Pen, con más del 40% de los votos en la últimas presidenciales; en la izquierda, los Insumisos de Melenchon y, en el centro, una República en Marcha de Macron de incierto futuro el día que este desaparezca. En Italia, la situación es más surrealista. La escena política ha sido dominada primero por Forza Italia -grito de los entusiastas del fútbol cuando juega la selección nacional-, de un sujeto llamado Berlusconi con multitud de procesos penales; luego, la Liga de Salvini, obseso en acabar con los inmigrantes; más tarde, el movimiento 5 Estrellas, creado por un cómico al grito de “todos fuera” y, por último, los Fratelli d´Italia (Hermanos de Italia), que es una estrofa del himno nacional de ese país y liderado por la señora Meloni, procedente del partido MSI, heredero de los partidarios de Mussolini. Todo ello, demostración de lo peligroso que es contribuir a la voladura de los partidos “tradicionales”.

Creo que el caso de Suecia es diferente, aunque no menos preocupante. Aquí, el tradicional partido socialdemócrata sigue siendo el más votado, pero el ultraderechista DS -“Demócratas de Suecia”- es el segundo más apoyado, con más del 20% de sufragios, y necesario, desde fuera del gobierno, para conformar una mayoría de derechas. La utilización demagógica de la emigración y de la creciente inseguridad en los barrios populares, etc. ha hecho su trabajo. Por el contrario, en Alemania y España -también en Portugal-, los partidos consagrados aguantan, de momento, mejor, es decir el SPD, la CDU, liberales o verdes en el primer caso, y el PSOE o el PP en el segundo. Sin embargo, no conviene olvidar que en Alemania ha crecido mucho AfD (Alternativa por Alemania) y en España Vox, ambos claramente de ultraderecha y revisionistas de un terrible pasado.

Este debilitamiento de la capacidad de los estados nacionales de incidir con eficacia en la situación y la subsiguiente disgregación, en algunos casos, de los partidos tradicionales que los dirigían, ha traído consigo, también, una cierta desintegración de las viejas certezas y un clima de inseguridad general o incluso de franco temor al futuro. Es conocido que, en las últimas décadas, en paralelo a esta evolución, las naciones europeas han ido poniendo en común elementos de su soberanía: la política monetaria (el euro); la del comercio exterior; la agraria común; el mercado Interior; aspectos de la política fiscal y presupuestaria, incluso una legislación y tribunales por encima de los nacionales. Es decir, aspectos esenciales de la política económica y monetaria, pero dejando fuera de su ámbito de aplicación la política social.

En realidad, empezamos a ser Estados “euro-nacionales”, todavía incompletos, pues la UE no acaba de alcanzar la unión política en alguna forma de federalización. Sin comprender, cabalmente, que los problemas actuales -sociales, medioambientales o de seguridad- es inviable abordarlos únicamente desde la perspectiva nacional, y se hace urgente europeizarlos de verdad. Sostengo, desde hace tiempo, que el Estado de bienestar, por ejemplo, debe de alcanzar una dimensión europea para poderse sostener cara al futuro. El desastre que supuso el tratamiento de la crisis de 2008/9 y el actual hundimiento de las recetas neoliberales -véase Gran Bretaña- nos lo están demandando.

Fue en ese contexto cuando cogieron impulso formaciones políticas de ultraderecha y populistas, que se agarran a las viejas certezas, a soluciones simples, a recetas e ideas del pasado vacías de contenido real, pero que pueden ser atractivas entre amplios sectores sociales, perdedores de la globalización, temerosos de las consecuencias de los procesos migratorios, cuando la lucha de clases tiende a transformarse en “lucha entre pobres”. Igual que sucede con la deslocalización del trabajo, cuando el capital busca mano de obra barata, que Trump y otros utilizan con el simplista y tóxico “America first” (América primero). De ahí, el discurso siempre nacionalista y/o “soberanista” radical -en el fondo antieuropeo- de Hermanos de Italia, Frente Nacional, Alternativa por Alemania o Vox envuelto en la bandera. Siempre aferrados a una moral “pseudo cristiana” del pasado, al supremacismo blanco, claramente xenófobo, anti feminista y, eso sí, a una visión económica ultraliberal, producto de un concepto de la libertad carente de cualquier contenido igualitario o solidario. En el fondo, una idea de la libertad antidemocrática, pues la libertad solo es verdadera en el Estado social y democrático de derecho. Lo otro no es más que anarquía de derechas, que solo beneficia a los pudientes. En los años 20/30 del siglo pasado la ultraderecha se envolvía, para engañar a las “masas”, en el “nacionalsocialismo” y, ahora, se arropa en el “nacional liberalismo” para encandilar a las clases medias y sectores populares. No hay más que comprobar cómo las dictaduras -Franco, Pinochet, etc.- siempre reducen al máximo los impuestos, y no conozco a ningún partido ultra, de entonces o de ahora, que proponga construir un fuerte modelo fiscal que sostenga un sólido sistema de bienestar. Y conviene recordar que debilitar el Estado social no solo es injusto, sino un atentado contra la democracia, en la concepción de nuestra Constitución. 

De ahí que frente a esas viejas certezas de “Dios, patria, familia” u otras parecidas, vacías de un contenido que no sea el enfrentamiento, el rechazo inhumano al diferente o el aislamiento, tenemos que defender un proyecto sólido que se fundamente en certezas reales, actuales, que respondan a las preocupaciones de las amplias mayorías, pues no vale para nada clamar que hay que “frenar el fascismo” o eslóganes similares. Si tuviera que escoger tres ideas fuerza que resumieran esas certezas, serían estas: más democracia, también en la economía; más y mejor Estado de bienestar; más unión política de Europa. En una palabra, o avanzamos con decisión en una integración europea más democrática, social y medioambiental, o el avance ultra crecerá y podrá ir erosionando la propia UE.

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