¡Viva la Ricarda!
La Ricarda se ha hecho popular en los últimos días. Se trata de una laguna situada en mitad del humedal del delta del Río Llobregat, aunque sería más exacto decir de lo que ha sobrevivido del delta, encajonado entre las dos enormes infraestructuras que son el puerto y el aeropuerto de Barcelona. Parece casi un milagro que en medio de esos mastodontes de cemento y al lado de una de las zonas urbanas más densamente pobladas del país se haya podido mantener un humedal con esas características. Los expertos nos dicen que está bastante degradado debido a la eutrofización que generan los fertilizantes de la agricultura intensiva colindante, y que está también acosado por la presión turística de proximidad. Pero que, pese a todo, sigue cumpliendo funciones ambientales imprescindibles como espacio de biodiversidad y como barrera frente a la salinización de lo que queda del delta. Ahora algunos proponen construir encima de la Ricarda una pista aérea que, de realizarse, supondría la puntilla para el humedal y la laguna.
Sería muy ingenuo pensar que la ampliación del aeropuerto del Prat constituye tan sólo un problema ambiental. En esa cancha se están dirimiendo intereses económicos, políticos y territoriales de tal magnitud, que el campo de juego se ha convertido más bien en un campo de minas en el que ya se están produciendo algunas explosiones. Es muy de desear que esos estallidos no acaben magullando, otra vez, a la ciudadanía de Barcelona y, en general, de Catalunya. Pero, aunque el problema sea muy complejo, observarlo desde el ángulo ambiental tiene interés porque pone negro sobre blanco algunas contradicciones flagrantes que nos deberían hacer reflexionar.
Según el protocolo de París y según la propia ley de cambio climático recién aprobada, España se ha comprometido a reducir a cero las emisiones netas de CO2 para el año 2050, pero proyectos como el de la ampliación del Prat chocan de forma frontal con ese compromiso. La actuación sobre la Ricarda generaría, para empezar, emisiones derivadas de los cambios en los usos del suelo y de los grandes movimientos de tierra necesarios para la obra, que irían asociados también a pérdidas de biodiversidad y de paisaje irreparables. No hay que subestimar tampoco las emisiones generadas por la maquinaria pesada y por los miles y miles de toneladas de hormigón que habría que utilizar, ya que la producción de ese material es una de las principales fuentes de contaminación atmosférica.
Más allá de la obra en sí, la ampliación incrementaría, como es obvio, las emisiones producidas por los vuelos añadidos. Se calcula que una aeronave consume como media en cada operación de despegue o aterrizaje unos 300 litros de combustible y emite una tonelada de CO2. A eso habría que añadir las emisiones atmosféricas producidas por todas las operaciones en tierra asociadas al tráfico aéreo. En 2019, antes de la pandemia, en el aeropuerto del Prat se realizaron 344.000 operaciones. ¿Cuántas más se producirían con la ampliación? Un buen estudio de impacto ambiental tendría que cuantificar de forma realista, sin trucos ni engaños, todos estos impactos y valorar sus consecuencias.
Por otra parte, apostar por proyectos que incrementan las emisiones de forma tan evidente es contradictorio con otras medidas de reducción que se van a tener que adoptar obligatoriamente. ¿Cómo explicamos a los agricultores y pescadores que se van a eliminar las subvenciones al diésel que ellos utilizan, al mismo tiempo que se promociona una ampliación de vuelos altamente contaminantes? Considerando que el transporte aéreo no cuenta hoy por hoy con una alternativa energética diferente al combustible de origen fósil, lo más coherente sería tomar medidas para reducir todo lo posible la demanda de vuelos, evitando los evitables y potenciando el uso de transportes alternativos que utilicen energías limpias. Y eso en Barcelona, en Madrid y en el resto de aeropuertos.
Los defensores a ultranza de la ampliación prometen más turismo, más negocios, más beneficios y más trabajo, pero evitan hablar de las consecuencias ambientales y también de los otros problemas que el turismo masificado genera. Eclosión de pisos turísticos que disparan los precios de los alquileres perjudicando a los vecinos; barrios inhabitables por quedar convertidos en parques temáticos para turistas; saturación poblacional en verano que dispara el consumo de agua y la generación de residuos; turismo de borrachera con su derivada de broncas y cargas policiales. Por no hablar de la precariedad laboral asociada a una parte no despreciable de la actividad turística ¿Contribuye en algo la ampliación del Prat a solucionar esos problemas?
Pero lo más llamativo de este caso son esos 1.700 millones de euros a gastar en 10 años que de momento se utilizan como señuelo, pero que por lo que parece están ahí, disponibles para ser invertidos en Catalunya. Seguro que alguna norma burocrática obliga a gastar esos millones en obra pública a mayor gloria de las grandes constructoras privadas que la liciten, pero uno no puede dejar de pensar en la cantidad de cosas que se podrían hacer con ese dinero para mejorar realmente la vida de los ciudadanos catalanes. Inversiones en eficiencia energética, fomento de empleo verde de calidad, mejora de las redes de transporte sostenible, vivienda social, reducción de las ratios de alumnos por profesor, reforzamiento de la sanidad pública…
La Ricarda se está convirtiendo en un símbolo, pero en este momento su futuro es tan incierto que aún no sabemos qué va a simbolizar exactamente. Si desaparece, será símbolo de la incoherencia de la política ambiental, un ejemplo palmario de que el compromiso de lucha contra el cambio climático es más propaganda que realidad y de que no hay valentía ni política ni empresarial para afrontar el problema con rigor. Si sobrevive, puede ser un símbolo de esperanza, una muestra de que se pueden desplegar políticas alternativas que mejoren el bienestar de la gente respetando al mismo tiempo el medio ambiente, que es en sí mismo un elemento esencial para ese bienestar. Así pues, lo dicho, ¡que viva la Ricarda!
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