La bomba atómica y el tiempo de la posmemoria
Hace apenas unos días se cumplieron 78 años del lanzamiento de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki. El estreno de la película Oppenheimer de Christopher Nolan podría haber sido una buena oportunidad para reflexionar sobre la energía nuclear, su uso como arma y los peligros actuales, y también para hacer un ejercicio de memoria colectiva. Me preocupa mucho vivir en una sociedad que tiene como premisa el olvido y no ya por la propia supervivencia, el olvido es una estrategia más del capitalismo. Me pregunto cuántas personas de las que han asistido en masa a ver “Oppenheimer” o el otro gran estreno del verano, la Barbie de Greta Gerwig, saben algo de lo que sucedió en Japón en agosto de 1945. Hay hasta quien hace memes donde el hongo provocado por la bomba se tiñe de rosa en un escenario apocalíptico y naíf. Nos reímos de la ocurrencia, asistimos fascinados al cine y nos dejamos asombrar por la grandilocuencia de Nolan. Y después, como si nada, como si no hubiera transformación posible, hacemos scroll en las redes sociales, publicamos un tuit y nos comemos una hamburguesa.
Al salir del cine con cierto aturdimiento, me acordé de Reyes Mate y de la posmemoria. El filósofo, uno de los grandes investigadores españoles sobre la memoria del Holocausto, escribió que, con el gesto de traer un acontecimiento pasado al presente, damos a entender que aquello tuvo lugar, que aconteció. Él habla de la posmemoria para referirse a lo que ocurrió en Auschwitz, a cómo el genocidio fue un “proyecto de olvido”: no podía quedar nada que hiciera posible recordarlo para que la posmemoria no pudiera darse. La posmemoria tiene como tarea principal «una construcción social de la memoria que fecunde el presente con la significación de ese pasado». Pero más allá de los políticos y sus estrategias de olvido e invisibilización están los testigos, los supervivientes y todos aquellos que preguntan, que se interesan por saber qué paso.
La primera bomba cayó en Hiroshima el 6 de agosto a las 8.15 de la mañana. Tres días después, el 9 de agosto a las 11.01, en Nagasaki. Las bombas hicieron que se volatilizaran más de 200.000 personas. Y las que sobrevivieron, los llamados hibakushas, lo hicieron con terribles secuelas. Años después, cuando los hibakushas comenzaron a escribir, surgió en Japón un subgénero literario conocido como genbaku bungaku, la «literatura de la bomba». Los testigos tienen muchas veces una doble vocación: la de contar lo que vivieron una y otra vez para poder entenderlo y la de abrirnos los ojos a los demás. Es interesante y escalofriante asomarse a los testimonios de algunos de estos hibakushas igual que lo es leer las memorias de Primo Levi, Ruth Klüger, Marga Minco o Jorge Semprún, entre tantísimos otros que fueron testigos del Holocausto y escribieron después de Auschwitz aunque pareciera imposible. La principal diferencia es que nadie duda de la violencia en los campos de concentración, de la malignidad de Hitler, pero, después de lanzar las dos bombas atómicas, Estados Unidos corrió un visillo bastante opaco sobre todo lo que estaba ocurriendo en Japón. Como si hubiera unas víctimas mejores que otras. Como si algo pudiera justificar la crueldad, se prohibió hablar de ello. El silencio duró varias décadas y nunca se ha llegado a reconocer el daño. Y por eso, al salir del cine, mi cabeza no estaba con Oppenheimer ni con Einstein, sino con los hibakushas.
Cuando cayeron las bombas, nadie más allá de esos laboratorios del proyecto Manhattan, al menos, ningún campesino japonés, ninguna chiquilla que corriera por los campos, tampoco ningún médico sabía los efectos de la energía atómica en el cuerpo. El autor Tamiki Hara se encontraba en Hiroshima la mañana del 6 de agosto y lo que vio, como describe en Flores de verano, parecía salido de la peor de las pesadillas. En su libro describe la vida antes y después de la bomba y también todo lo que vivió desde que aquella mañana su vida se oscureciera para siempre: «Fragmentos destrozados, titilantes, y cenizas grises, casi níveas, un vasto panorama, el extraño compás de cadáveres humanos abrasados al rojo. ¿Era real todo esto? ¿Podía ser real? El mundo de antaño, cercenado en un instante para dejar esta huella, las ruedas de los tranvías descarrilados, los vientres de los caballos, tumefactos, el hedor de los cables eléctricos, que humean siseantes». Este libro, escrito en 1946, fue censurado ante la prohibición de que los japoneses publicaran escritos sobre la guerra.
Uno de los libros más lúcidos es Cuadernos de Hiroshima del Nobel Kenzaburo Oé. Tardó 15 años en viajar a Hiroshima para comprobar por él mismo que el relato estadounidense era pura propaganda. «Incluso sin comprender la verdadera naturaleza del artefacto que devastó la ciudad y sin estar en posesión de conocimientos específicos sobre radiactividad, —los médicos— dieron socorro a los hikabusha con absoluta abnegación», escribió.
Hay otros libros interesantes que abordan el tema desde perspectivas periodísticas como Hiroshima que recupera un reportaje de ciento cincuenta páginas que el periodista John Hersey escribió en mayo de 1946 después de pasar tres semanas en Hiroshima y que se publicó íntegramente en el New Yorker. O Nagasaki. Las crónicas destruidas por MacArthur donde Anthony Weller, hijo del periodista George Weller, rescata los partes que su padre escribió desde Nagasaki del 6 al 10 de septiembre de 1945, censurados y destruidos por el general MacArthur e inéditos hasta 2003.
En Antes de Hiroshima. De Marie Curie a la Bomba atómica, Diana Preston recoge el testimonio de Futaba Kitayama, una joven madre a la que la piel se le cayó a tiras. «Hacía una mañana tan radiante momentos atrás, ¿qué demonios podía haber pasado? Ahora estábamos envueltos por un fino velo de oscuridad, como cuando anochece. La neblina gris, como si tuviera los ojos empañados, me hizo preguntarme si me estaría volviendo loca». En Nagasaki. La vida después de la guerra nuclear, la escritora Susan Southard hace una investigación empujada por la necesidad de comprender las influencias históricas de las bombas atómicas y por las preguntas que le surgían en torno a las experiencias de los supervivientes: «Cuando me preguntan sobre la necesidad de las bombas, remito a la gente a las historias de los que las sufrieron, sin las que los debates sobre las cuestiones militares, morales y existencias de los ataques de Hiroshima y Nagasaki quedan incompletos».
Dice Reyes Mate que, mientras hubiera un superviviente, «habría la posibilidad de una voz que nos dijera ante tantas conmemoraciones, museizaciones o monumentalizaciones, “no es eso”». Ya no quedan supervivientes de Hiroshima ni de Nagasaki, apenas del Holocausto ni de la guerra civil española. Pero sus relatos están ahí, en los libros, en los archivos, en la memoria cada vez más fragmentada, esperando ser leídos, rescatados todavía, atendidos. Nos corresponde a nosotros ahora. Somos la generación de la posmemoria.
20