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Ciudad tomada

Miles de malagueños se manifestan por la dificultad de encontrar una vivienda para alquilar y vivir en Málaga.

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Cuando digo que vivo en Triana, hay gente de fuera de Sevilla que dice “oh, Triana, qué bonito”, y se piensa que vivo en la calle Betis, junto al río, o en algún pintoresco corral de vecinos al que se llega por callejuelas de adoquines, entre talleres de cerámica y cantes flamencos saliendo por las ventanas. Nada de eso: más allá del casco antiguo, la mayor parte del distrito de Triana son barrios con medio siglo o poco más, de clase trabajadora, construcción barata, viviendas pequeñas, bloques apretados en calles donde no cabe un coche más, mucho comercio local y vida de barrio. Adoro vivir aquí, por si no queda claro.

Hace ya tiempo que los vecinos dimos por perdidas las calles próximas al río, estas sí monumentales, entregadas totalmente al turismo en todas sus versiones: pisos turísticos, bares para guiris, franquicias y muchedumbres foráneas recorriéndolas a todas horas. Como en el conocido cuento de Julio Cortázar, Casa tomada, vamos dando por perdidas cada vez más zonas de nuestras ciudades, calles que ya no pisamos, bares que no frecuentamos, barrios donde no podremos ya vivir. Las damos por perdidas y, resignados, nos retiramos a vivir en el resto de la ciudad, hasta que el avance del turismo ocupe unas cuantas calles más, y nos repleguemos otro poco de la ciudad tomada.

En el caso de Triana, más allá de esas calles ya perdidas, en el resto del distrito los vecinos vivíamos más o menos tranquilos, evitando cruzar las zonas turísticas a ciertas horas por intransitables. Hasta que en los últimos años, sobre todo tras el acelerón del turismo global postpandémico, empezamos a ver cada vez más turistas por nuestras calles. Insisto: calles sin ningún atractivo monumental, sin pintoresquismo ni rincones cuquis para instagramear.

Al principio parecían despistados, debían de estar buscando el camino para volver al centro; pero cada vez eran más, y se movían con conocimiento, nada perdidos. Pronto aparecieron, en las rejas de ventanas, candados de esos donde los pisos turísticos dejan las llaves, especialmente en las calles más humildes. Es decir, en las calles con pisos más baratos. Pisos baratos que ya no lo son, pues el precio de los alquileres no deja de subir en el distrito, en lo que inicialmente parecía la onda expansiva desde el centro histórico.

Hace unos días, en un bar muy popular de mi barrio, que no voy a nombrar para no contribuir al efecto llamada, vi un grupo de turistas extranjeros. No era la primera vez, pero esta vez iban en grupo organizado, y pidieron todos sin dudarlo la tapa estrella del bar, que comieron entre divertidos y asqueados mientras se hacían fotos con aquel manjar insólito. Por curiosidad, miré en webs de recomendaciones turísticas, y comprobé que abundan, en otros idiomas, los comentarios que invitan a “salirse de las rutas turísticas habituales” y acudir a ese bar para probar “el verdadero sabor local” y “la vida auténtica”. Es decir: turistas huyendo del turismo para “descubrir” lugares que todavía resistan al turismo. Por poco tiempo, se entiende, pues el lugar hoy “auténtico” pronto será turístico, y obligará a buscar la autenticidad un poco más allá, igual que buscarán el piso turístico barato un poco más allá una vez se sature la nueva zona.

Mi primer impulso fue despreciarlos, como invasores que me quitan el bar y me acabarán expulsando del barrio. Pero en seguida me acordé de que yo hago lo mismo cuando voy a otras ciudades turísticas: huir de las multitudes guiadas, como si yo no fuera uno de ellos, buscar “el verdadero sabor local” y “la vida auténtica” que no sale en las guías. ¡Un bar al que todavía no haya llegado el turismo! Y esa es la tragedia: que todos somos turistas de otros, que volvemos de vacaciones diciendo que aquello es un horror por tanto turista sin contarnos entre ellos, y que hacemos en otras ciudades lo mismo que sufrimos en las nuestras. Por principio no he usado nunca un Airbnb ni similar, pero sé que muchos de mis vecinos recurren a ellos en sus viajes. No les culpo, es a las administraciones a quienes hay que exigir control y medidas. Pero algo tendremos que reflexionar también sobre nuestro colaboracionismo turístico, en plan ética universal y kantiana: no hagas a otras ciudades lo que no quieres para la tuya.

Mientras, protestamos y con razón. Hace dos días fue Málaga, una gran manifestación contra el turismo descontrolado que sube los precios de la vivienda y nos expulsa de nuestras ciudades. Antes lo hemos visto en otros lugares esquilmados por el turismo, y las protestas irán a más: vecinos hartos de perder el derecho a vivir dignamente en nuestras ciudades, de no poder alquilar un piso y sufrir las peores consecuencias económicas y sociales del turismo masivo, sin que las autoridades hagan nada. Después de años en que las ciudades competían por atraer visitantes, organizar grandes eventos y posicionar su “marca ciudad” en los mercados internacionales, de pronto el malestar vecinal descoloca a los ayuntamientos. ¿No era esto lo que queríamos, más y más turismo, récords año tras año, más riqueza, más empleo? ¿En qué momento hemos dejado de vivir del turismo, para pensar que es el turismo el que vive de nosotros?

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