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Democracia afascista

La primera ministra de Italia, Giorgia Meloni, y el líder de Vox, Santiago Abascal.

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Una de las características esenciales de la democracia es el reconocimiento a que cualquiera pueda expresar sus propias ideas políticas. Y, precisamente por el hecho de que sus bases esenciales son el pluralismo, la posibilidad de ser disidente y desconfiado con relación a los poderes constituidos, los sistemas democráticos admiten que en su interior existan personas y grupos que critiquen y pongan en duda las bondades del propio sistema. No obstante, tras la experiencia fascista, países como Alemania o Italia incorporaron en sus textos constitucionales de la posguerra algunos límites preventivos. Se habla así de países con “democracia militante”, en el sentido que no admiten en su seno a quienes explícitamente se organizan para acabar con el sistema democrático. No se tolera, pues, la ideología, la propaganda y la existencia de un partido abiertamente fascista. No es el caso de nuestra Constitución, que más bien se alinea con lo que se llama “indiferentismo ideológico”, es decir, que ampara también a quienes la niegan, permitiendo ataques al sistema democrático o a la esencia misma de la constitución, siempre que no se afecten bienes o derechos protegidos constitucionalmente.

La propia forma en que transcurrió la transición política española puede explicarnos que en el proceso constituyente no se identificara a quiénes era razonable excluir, ya que, a diferencia de Alemania o Italia, no había un enemigo derrotado de forma explícita. Pero es indudable que, para los demócratas, el franquismo fue la expresión de la imposibilidad de la existencia de los valores de libertad e igualdad desde sus inicios hasta la muerte del dictador. Y muchos lo pagaron con sus vidas o con la privación de libertad. Por otra parte, la sintonía del texto constitucional español con las constituciones de la segunda posguerra es clara y diáfana. Un ejemplo de ello es el artículo 9.2, cuando afirma que “corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social”. La inspiración de los constituyentes en los artículos 3 de la Constitución Italiana de 1948 y de la Ley Fundamental de Bonn de 1949, es más que evidente para quién repase sus contenidos. Y esta puede ser la clave de la dimensión militante y genuinamente antifascista de tales textos constitucionales.

En efecto, lo que se expresa en estos preceptos constitucionales es la idea de que no basta con que el sistema político garantice un conjunto de reglas procedimentales para que los ciudadanos expresen su opinión y legitimen así al Gobierno, sino que lo que garantiza una participación política efectiva es la existencia de una base socioeconómica mínima y equitativa que permita hablar de ciudadanos de pleno derecho. Lo que hay detrás de buena parte de las opiniones de los grupos de extrema derecha en toda Europa es la idea de gobiernos fuertes, que aseguren la llamada “gobernabilidad”, y que, desde lógicas plebiscitarias, refuercen la idea que la desigualdad económica, social, de género o de origen es algo inscrito en el orden natural de las cosas. Eso no es lo que dice nuestro artículo 9.2 o los artículos ya citados de los textos constitucionales alemán o italiano. Lo que los demócratas defienden es que la libertad está asociada a la reciprocidad y al mismo e igual respeto que merecen todas y cada una de las personas, en su distinta singularidad. Y lo que debe hacer el sistema constitucional es remover los obstáculos que lo impiden. No basta con proclamar derechos. Los ciudadanos y sus instituciones representativas han de comprometerse a ello.

No podemos pues defender una Constitución neutra, sin valores. Abierta a cualquier interpretación que atente a sus principios inspiradores y fundacionales. No basta con ser patriota. No existe la patria apolítica. El fascismo nació y creció haciendo bandera de que la patria estaba por encima de las ideologías, de los valores. Si separamos a la democracia de sus fundamentos, la defensa de la libertad y de la igualdad como objetivos constantemente a alcanzar, sean cuales sean las circunstancias siempre cambiantes, la convertimos en algo estrictamente procedimental, vinculado solo a la selección de los gobernantes en cada momento y de su ulterior reemplazo aplicando las mismas reglas. No podemos separar medios y fines.

La democracia nació al mismo tiempo que sus enemigos. El fascismo fue capaz en su momento de interpretar la desazón de amplios sectores de la población cuando sufrían el impacto de una rápida transición entre la estática sociedad agraria y la emergente y cambiante sociedad industrial. Hoy día, en pleno cambio de época, todo ello resuena con fuerza. Hemos de insistir en que el valor de la democracia está en la capacidad de mantener la promesa de que el cambio personal y social es posible. La igualdad no es solo un problema de “mérito” como dicen algunos. Se trata de ir más allá de la desigualdad “natural” de las cosas, removiendo si es preciso, los obstáculos que impiden que ello sea posible. Necesitamos una democracia militante que siga defendiendo esa esperanza de un futuro más fraternal y solidario.

En Italia, a primeros de noviembre del pasado año, la primera ministra, Giorgia Meloni, presentó una propuesta de reforma de la Constitución de 1948 que ha generado una notable polémica en el país. La iniciativa se justifica por la necesidad de acabar con una inestabilidad política crónica (62 gobiernos con 32 primeros ministros distintos desde 1946). Atribuyendo tal inestabilidad al sistema institucional vigente, alterando su sesgo parlamentario actual, con la elección directa del primer ministro y con una prima al partido que gane las elecciones que le asegure automáticamente la mayoría absoluta en las cámaras. La palabra mágica que lo justificaría todo es gobernabilidad. Pero, a nadie se le oculta que el origen de la propuesta viene de un partido y de una concepción de la política que permite albergar dudas, más que razonables, sobre la aparente neutralidad técnica que justificaría una iniciativa tan llena de complejidades como es la reforma de la Constitución. Las motivaciones esgrimidas por Meloni y su gobierno son, decíamos, aparentemente procedimentales y buscarían acabar o reducir la inestabilidad política que ha caracterizado el sistema político italiano. Pero, uno se acuerda de lo que decía el padre político de Meloni, el líder del MSI, Giorgio Almirante, cuando afirmaba que la democracia parlamentaria es una patología, una partitocracia incurable, que conviene corregir con más interlocución directa entre gobierno y ciudadanía. Afirmaciones que hoy encontramos en el manifiesto fundacional de Vox o en los entresijos de los programas de los partidos de extrema derecha en toda Europa.

Acaba de aparecer un libro de Gabrielle Pedullà y de Nadia Urbinati que trata de desvelar los enormes recelos que genera la propuesta de Meloni, que puede ser el prólogo de iniciativas similares en otros países democráticos. El título del libro es 'Democracia afascista'.  

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