Hola Cristina Cifuentes, ¿nos pagas tú la rehabilitación privada de mi abuela?
Quizá a Cristina Cifuentes no le interese lo que sucede en los hospitales públicos de la región que ella gobierna, pero se lo voy a contar. Mi abuela acaba de cumplir 96 años, vive en Madrid pero nació en un pueblo de Segovia. Es de esas mujeres campesinas que se rompieron el lomo labrando la tierra, segando, recolectando. Pertenece a ese ejército de mujeres que alimentaron al mundo y que hoy lo siguen haciendo. Atesora, además, el conocimiento y el saber que solo puede tener quien casi ha vivido un siglo. ¿No le parece rentable, Cristina Cifuentes?
Mi abuela siempre ha estado muy bien de salud. La verdad es que no ha hecho mucho gasto sanitario, eso le gustará a la presidenta de la Comunidad de Madrid. Pero, mira por dónde, ahora sí hace gasto. ¿Por gusto? No, porque lo necesita. A mi abuela le dio un ictus cerebral hace un mes. Le cuento, Cifuentes, algunas pinceladas.
“Estamos cual piojos en costura”. Así describía mi abuela cómo se sintió en las urgencias del Hospital Gregorio Marañón. Camas acumuladas, apenas espacio para los acompañantes, sensación de hacinamiento. Estrés para los pacientes, estrés para los profesionales que tienen que mover camas y hacer hueco para poder pasar la maquinaria y los aparatos que necesitan. Una de las enfermeras nos contó una mañana que la gente piensa que están muy bien remuneradas pero no es así, y no se valora su trabajo. “No podemos pagarlo con los pacientes, los que nos preocupamos de los enfermos en el día a día somos el personal sanitario, si por los de arriba fuera solo serían números”. Ella ha participado en todas las manifestaciones de la Marea Blanca en defensa de la sanidad pública. “Pero así estamos, cada vez peor. Imagínate con los mayores, que no son rentables”.
Con el ictus a mi abuela se le ha quedado paralizado el lado izquierdo del cuerpo. El lado derecho sigue con la energía vital de siempre. Puede hablar, pero son frases cortas, concretas. Sigue teniendo la cabeza despierta. Según uno de los primeros doctores, no valía la pena intentar rehabilitación porque es muy mayor. Es decir, no vale la pena intentar que el tiempo que siga aquí tenga una vida un poco más digna.
No da el perfil
Nos llegaron a decir que no daba el perfil, que quizá mejor irse a un centro privado. ¿Mi abuela con un ictus cerebral, 96 años y una pensión de 600 euros no da el perfil? ¿Y entonces? ¿Quién lo da? Pero resulta que también había una doctora que ha creído en mi abuela, en su fuerza de voluntad. Qué importante que crean en ti, porque esa mirada externa puede dar fuerza o puede hundir. Así que le asignaron plaza en el hospital público de rehabilitación de Cercedilla. Mientras llegaba el traslado, mi abuela, valiéndose del lado bueno, ha hecho su gimnasia cada día. “Esto va muy despacio. Hay mucho trabajo por hacer”, me decía. Se pone una cuerdita en la pierna y va tirando de ella para moverla. Es consciente de que el camino es lento. Pide ayuda para hacer lo que ella no puede. Así que nos tiene a los familiares todo el día haciendo ejercicios para arriba y para abajo con la pierna y el brazo.
Durante estas semanas, la referencia siempre ha sido que estábamos en la lista de espera para el traslado. El personal sanitario habla constantemente de los recortes, de las dificultades que tienen, están cansados, quemados, pero ponen por encima de todo al paciente (creo que la mayoría lo hacen) y son quienes humanizan la atención sanitaria. O la deshumanizan, según quien te toque. La última doctora que ha tenido decidió de repente echarla. En un momento cambió el rumbo de todo. T
Lo que pasa en realidad es que en el hospital público Gregorio Marañón, como tantos otros, como el centro de rehabilitación de Cercedilla, están saturados, colapsados, no dan abasto para atender todas las solicitudes de personas que, como mi abuela, necesitan cobertura y ayuda. Lo que pasa es que, como te cuentan los propios profesionales, hay plantas de los hospitales cerradas enteras. Casi el 20% de las camas de los hospitales públicos no están operativas.
Lo que pasa es que hay una precarización tremenda de las condiciones laborales y el personal sanitario está desbordado. Lo que pasa es que se lleva forzando durante años un 'mal funcionamiento' de la sanidad pública para derivar fondos públicos a empresas de sanidad privadas. Faltan camas, faltan profesionales (ahí le dejo la idea por si quiere aligerar un poco la cifra del paro). El problema, Cristina Cifuentes, no es mi abuela. El problema son los recortes, las medidas políticas que toma el partido que usted representa (cuyas siglas son PP ¿Poder Privatizador?).
Mi abuela mueve ya un poco la pierna paralizada. Poco, pero la mueve. Para ellos, los del criterio médico, no es nada. Para ella es mucho. Lo es psicológica y emocionalmente. Tendría derecho a rendirse y a descansar ya. Pero si quiere intentarlo, el deber de un Estado que se supone que garantiza el derecho de acceso a la sanidad es cubrir todas sus necesidades, darle toda la atención médica, sanitaria, social o psicológica que necesite. Con su pierna, su brazo y su voluntad no se regatea ni se especula. Ni con la de mi abuela ni con la de ninguna persona.
Son muchos los casos de ancianos que tienen que recurrir a centros privados para sus procesos de rehabilitación. Le sorprendería, Cifuentes, la cantidad de ejemplos que conozco en los que han conseguido avances que les negaban en la sanidad pública. Nos hemos tenido que buscar un centro privado, por muchas reclamaciones o denuncias que pongas. ¿Sabe los precios, Cristina Cifuentes? Entre 1.500 y 2.500 euros al mes. ¿Cómo hacemos? ¿Nos lo paga usted? Quizá no lo sabe, las ayudas que se solicitan pueden tardar mínimo medio año, a veces ni llegan y, si llegan, por supuesto no cubren ni la mitad de los gastos.
El caso de Isabel
Le voy a contar también el caso de Isabel, quizá tampoco le interese. A Isabel, después de una negligencia en el Gregorio Marañón, le dijeron en la semana 21 de embarazo que la niña tenía Síndrome de Down y otras anomalías genéticas. “Dije que quería abortar y me dijeron que fuese a una de las clínicas privadas que la Comunidad de Madrid tenía concertadas. En la clínica a la que fui el aborto costaba 1.800 euros (y en algunos casos más de 2.000)”. En un momento de tanto dolor y confusión, Isabel siguió el criterio médico, les hizo caso. “Supe luego que en el Marañón se podría haber hecho perfectamente. Si me lo hubiesen hecho allí, me hubiesen quitado el sufrimiento de hacer los trámites para ir a la clínica privada, si el mismo día en el que me dan la noticia, me ingresan, me inducen el parto y ya. Pasé seis días con sus seis noches notando las patadas de la niña sabiendo el final. Fue cruel, mucho”.
Ahora, Cristina, le voy a presentar a Lidia. Para que cada vez que a usted o a alguno de sus compañeros de partido se les infle el pecho mintiendo sobre lo bien que funciona la sanidad y la cobertura que le dan a la dependencia, se acuerden de Lidia y de su hijo Yago. Yago tiene ahora siete años, nació prematuro. Tiene el grado de dependencia máxima. Solo los audífonos que usa valen 4.000 euros. Se supone que se subvenciona el 40% cada cinco años. Pero Yago ha necesitado cambiar de audífonos para tener otros mejores adecuados a su desarrollo. ¿Qué cosas, verdad? Como las férulas que usa en sus piernas para caminar. Valen 800 euros. Cada año las cambian por unas nuevas porque el niño crece. No han recibido ni una sola ayuda económica para cubrirlas aún.
Afortunadamente Lidia y su marido tienen trabajo y pueden pagarlo. “Conozco casos en los que los padres solo pueden comprar un audífono, no tienen dinero, dejan sordo al niño del otro oído con lo que eso supone para su estímulo y desarrollo”, dice Lidia. Ella ha podido pagar fisioterapia privada y un tratamiento especializado en piscina para completar la insuficiente rehabilitación que le ofrecen en un centro concertado de Atención Temprana, al que les derivaron porque en el centro base público no había plazas.
Cabe recordar algo: que te atiendan en un hospital cuando lo necesitas (y durante el tiempo que haga falta) es un derecho conquistado, no un privilegio ni un regalo. No son las migajas que nos dan si les sobran. He querido contarle historias de mujeres, Cristina Cifuentes, porque son también el eslabón más golpeado cuando la sanidad pública no abarca lo que tiene que abarcar. Porque la mayoría de los cuidados, la mayoría de la carga, la violencia del sistema, recae más en ellas.
¿Y qué podemos hacer? Igual podemos desviar fondos de la caja B de su partido o de las Black o de las cuentas ésas que a ustedes les gustan, las de Suiza, y así tenemos para las rehabilitaciones de todos. Me permito bromear porque ¿sabe?, a pesar de todo, la alegría y la risa no nos las van a poder recortar nunca. Quizá nos vendría bien, puestos a buscar remedios, canonizar la sanidad para hacerla intocable, para que se respete, para que se venere. No sé, así tendríamos Santa Sanidad Pública y ofenderla se convertiría en un delito muy grave de profanación, blasfemia o sacrilegio. Con penas de cárcel para quien la ultraje.
O quizá, simplemente, tenemos que seguir luchando, denunciando, defendiendo un derecho constitucional, un derecho humano frente a las órdenes criminales de quienes viven en burbujas de cristal sin mancharse sus zapatos de cristal, siempre relucientes bajo el flash de turno que saca la foto propagandística de turno en el hospital de turno con las sonrisas electorales de turno, en el encuadre de turno donde, por cierto, no salen nunca las lágrimas de mi abuela, de Isabel o de Lidia.