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Los innecesarios

La estación de Atocha de Cercanías.

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Había en los 90 una comedia británica que se llamó en castellano “Este muerto está muy vivo”. En ella, dos empleados descubrían que su jefe había muerto, pero seguían haciendo como si estuviera vivo para no tener que interrumpir las vacaciones en la casa de campo a las que les había invitado el difunto.

Como en una mala copia de aquella película, en la sociedad del siglo XXI vivimos en la ficción de que no hay un pestilente cadáver gigante delante de nuestras narices, porque tampoco queremos enfrentar las consecuencias de su muerte.

Ese muerto es el hombre normal.

Los años de la posguerra en Europa fueron los del sueño del hombre normal. Si algo te enseña una guerra es que todos los hombres, por humildes que sean, sufren y sangran igual; que todas las personas son valiosas. Así que aquellos soldados europeos de los años 40 que volvieron reventados del frente diseñaron un mundo donde había un lugar para cada hombre. Una sociedad donde por serlo, por existir, iban a recibir una copiosa recompensa: una casa en propiedad, una familia, una mujer amantísima, un coche, un futuro para sus hijos, unas vacaciones cada año, un buen trabajo con valor social, un reloj en su jubilación y, sobre todo, un sentido para su vida: un lugar en el mundo.

El mito del trabajo industrial fue la traslación a la economía de ese sueño, igual que la familia nuclear era la traslación a la sociedad. La educación de masas, con su empeño en homogeneizarnos a todos, no era otra cosa que la factoría donde se fabricaban los hombres normales del futuro, igualitos unos a otros, dispuestos a cumplir el papel que se les había asignado.

Por eso cuando yo era pequeña y muchos de estos señores ya eran grandes, todas las cosas que pasaban en el mundo eran para ellos. Los centros comerciales, las nuevas cadenas de restaurantes modernos pero asequibles, los grandes estadios y los polideportivos, los centros culturales que estrenaban obras para todos los públicos. Se llenaba la costa de casas y eran para sus veranos. Los coches eran utilitarios para la clase media y todos los locales en la ciudad, desde las tiendas hasta los bares, estaban diseñados para ese arquetipo de señor que era el centro de la sociedad.

A pesar de que la economía industrial duró en algunos países menos que un suspiro, la generación que crecimos en los 90 y los 2000 todavía fuimos educados en esa ideología. Así, fuimos por millones a la universidad a estudiar todos la misma carrera, en la ficción de que al salir habría millones de puestos de trabajo iguales, “de lo nuestro”, para todos nosotros.

Nunca ocurrió. Hay quien puede pensar que fue por la crisis del 2008, pero a mí no se me ocurre de qué manera el mundo iba a seguir produciendo puestos de trabajo a la velocidad a la que las universidades producían graduados, ni aunque no hubiera habido crisis.

Cuando este modelo empezó a hacer aguas, llegaron los parches: “Tampoco hace falta que vaya todo el mundo a la universidad, se puede ser muy feliz de fontanero”, “te has equivocado de carrera, haber estudiado ingeniería” y, en los últimos años, “tampoco podemos vivir todos en las ciudades, en los pueblos hay muchas casas”.

¿Cómo que no? ¿No era ese el trato? ¿No era que en la sociedad iba a haber un lugar para cada persona? ¿No era que íbamos a tener todos casa, coche, perro y un trabajo bien pagado y respetable? ¿En qué momento abandonamos esa idea y dimos por sentado que la vida se había convertido en los juegos del hambre?

Nunca lo hicimos porque, como en la película, seguimos pretendiendo que no ha muerto el sueño del siglo XX y vamos transportando su cadáver de un sitio a otro con la esperanza de que nadie se de cuenta.

Pero no hay en el mundo un economista que se atreva a afirmar que volverá aquel mundo (que, por otra parte, quizás nunca llegó a existir) de buenos trabajos para todos. Ni hay ningún partido político que tenga una hoja de ruta de vuelta a aquel pasado.

Y así es como ha nacido, a escondidas, como el niño Jesús, una nueva clase social que Aaron Bastani llama lúcidamente “el innecesariado”. Son todos esos hombres normales -y un buen número de mujeres también- que saben perfectamente que ya no hacen ninguna falta para que el mundo gire. No porque alguien se lo haya dicho -que nadie se atreve a verbalizarlo- sino porque ya nadie les hace ni puñetero caso.

Hoy, cada vez que se anuncia que se abre un restaurante, resulta que lo regentan tres chavales con pelazo y dientes grandes y que el target de referencia son sus colegas. En las portadas de las revistas de estilo ya no se anuncian aperturas de centros comerciales, han sido sustituidos por hoteles de cinco estrellas a los que la gente como tú y como yo y como los hombres normales no vamos a entrar nunca. Y hasta las entradas del fútbol y de los conciertos se han vuelto un imposible para la mayoría. En las redes sociales, millones de personas a las que ya no les importa un carajo lo que piensen los hombres normales de ellas están creando un mundo paralelo al que no podrán nunca acceder. Es como si el mundo entero les gritara que tú antes molabas, pero ya no.

Los innecesarios no son, necesariamente, pobres. Son aquellos que sienten que ya nadie habla de ellos desde los espacios públicos. También hay mucha gente que siente miedo a volverse innecesaria por razones que escapan a su control.

En esa disociación entre el ego hinchado y la autoestima mustia de estos hombres-cadáver nace el votante cabreado de la extrema derecha. Ese que más que una papeleta, lo que lleva cogiendo los últimos 10 años es una pataleta.

La única razón por la que el universo progresista no está arrebatado con la deriva del innecesariado es que su caída ha discurrido paralela al ascenso de todos los que no éramos hombres blancos cis hetero. De manera que las libertades que hemos conquistado las mujeres y las personas LGTBIQ+ en los últimos años empañan este fenómeno y nos permiten vivirlo con mucha distancia.

Pero no le hace bien a nadie seguir ignorando al muerto. Más tarde o más temprano, el siglo XXI se va a tener que enfrentar a la diatriba que le ha tocado resolver: si todavía queremos avanzar hacia una sociedad en la que todas las personas tengan un papel, o si vamos hacia un futuro donde solo los que sean más capaces -en el mejor de los casos- tengan éxito, mientras el mundo se llena de innecesarios.

Y lo engorroso es que la primera opción va a requerir una cantidad ingente de empatía con algunas personas que, quizás a día de hoy, no se la merecen. Pero es que no hay otro camino. Si queremos arreglar el mundo, si queremos volver a coser el descosido que tenemos en la sociedad, necesitamos volver a encontrarles la humanidad y volver a conectar con todas esas personas que, como los soldados que volvían del frente, lo que están es rotos y reventados por su propia guerra interior.

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