Cuando las urnas no sirven para decidir, se usan para castigar
Vaya con la “fiesta de la democracia”, qué resacones deja en Europa últimamente. Cada vez que se abren las urnas, los gobernantes contienen la respiración y preparan tiritas y analgésicos para el día siguiente. Da igual que sea un referéndum sobre Europa o una reforma constitucional, unas elecciones municipales o en un land alemán: ahí llegan los ciudadanos con la papeleta entre los dientes.
Si te lees la papeleta, no tienen mucho que ver el Brexit, la reforma italiana, las presidenciales austríacas que casi gana la ultraderecha, los distintos gobiernos castigados por todas partes, los nuevos partidos ascendentes en municipios, regiones y parlamentos, ni por supuesto Trump. Pero en todos los casos se oyen los mismos lamentos en la noche electoral: voto del malestar, populismo, antisistema, rechazo a Europa y la globalización, contra el establishment… Otra fiesta de la democracia que termina con la discoteca destrozada.
¿Por qué los votantes usamos la papeleta como arma arrojadiza, para castigar al gobernante? ¿Es porque estamos cabreados, porque tenemos miedo, porque queremos cambio, porque no creemos en Europa, porque le hemos cogido gusto a jugar con fuego? Apunten otro motivo: cuando las urnas no sirven para decidir, se usan para castigar.
El problema europeo no es solo el euro, la deuda, la soberanía, la pérdida de derechos, la desigualdad o el deterioro de las condiciones de vida. La crisis europea es también, y sobre todo, una crisis de la democracia: en la última década las urnas no han servido para gran cosa.
Cuando hemos elegido un gobierno, este incumplió sus promesas nada más llegar. Y cuando las cumplió, acabó acorralado por “los mercados”, obligado a rectificar o directamente derribado. También hemos visto gobiernos que nadie votó (en Italia el último primer ministro elegido en urnas fue ¡Berlusconi!), tecnócratas respaldados por Bruselas. Tampoco nos llamaron a las urnas para las grandes decisiones de los últimos años, ni europeas ni nacionales: rescates bancarios, reformas estructurales, recortes, cesiones de soberanía, cambios constitucionales (nuestro agosteño artículo 135)… Ninguno de esos cambios fundamentales mereció una fiesta de la democracia.
Después de años en que lo votado no ha servido para gran cosa y lo importante no se ha votado, normal que cuando te inviten a otra fiesta vayas en plan destroyer. Si mi voto no sirve para decidir, por lo menos servirá de castigo.
La democracia se ha convertido en un deporte de riesgo por falta de ejercicio. Si votásemos más a menudo, y sobre todo si nuestro voto tuviese consecuencias, no necesitaríamos usar el voto como pedrada, y podríamos discutir en serio y a fondo el Brexit, la reforma constitucional o las propuestas de unos y otros en elecciones municipales, regionales o estatales. Si el voto sirviese, sería solo eso, un voto, nada más y nada menos, y no un corte de mangas.
Pero si tras la pedrada en la frente a Renzi y su reforma, la respuesta acaba siendo otro gobierno tecnocrático que continúe con la misma política que los ciudadanos han rechazado, se demostrará una vez más que Europa no se entera de nada. Si la respuesta es menos democracia, menos poder de decisión, menos referendos (que “los carga el diablo”), tomaremos nota y nos llenaremos los bolsillos de piedras para la siguiente ocasión en que nos pongan una urna.