¿Los jóvenes lo tienen difícil? Pues en mis tiempos...
Cada vez que, hablando con mis hijas adolescentes, pronuncio “en mis tiempos…” o “cuando yo tenía vuestra edad…”, se cachondean de mí y me recitan de memoria uno de los mejores sketches de los Monty Python: “Four Yorkshiremen”. Si no lo viste nunca, te regalo hoy tres minutos de risas, dale.
En él, los cómicos británicos imitan a cuatro señores acomodados que evocan las privaciones que sufrieron en su juventud, cuando eran “pobres pero felices”, en lo que acaba siendo una competición de disparates para ver quién lo pasó peor: “vivíamos en una casa vieja y ruinosa”, “qué suerte, nosotros vivíamos 26 en una sola habitación”, “qué afortunados, una habitación; nosotros vivíamos en un pasillo”, “oh, soñábamos con un pasillo, vivíamos en un pozo”, “pues a nosotros nos desahuciaron del pozo”… Así van exagerando cada vez más sus dickensianas infancias, y terminan diciendo: “intenta tú contarle todo eso a los jóvenes de hoy, ya verás que no te creen”.
Desconfío por sistema de cualquiera que pronuncie “en mis tiempos…” para juzgar el presente, empezando por mí mismo. Porque suele ser una memoria falseada, embellecida a veces, exagerada otras, llena de agujeros, que deja fuera buena parte de la explicación de aquellos tiempos, y que solo conduce a la nostalgia, incluso la nostalgia reaccionaria.
Me disculparán los lectores y comentaristas de este periódico, pero me acordé de los Monty Python tras publicar mi último artículo. Trataba sobre lo difícil que lo tienen hoy los jóvenes para emanciparse, por la precariedad laboral y los precios de la vivienda; y volvió a pasar lo de cada vez que escribo sobre el tema, o hablo de ello en público, o incluso con amigos: al principio todo es empatía con esos pobres jóvenes, hasta que alguien dice “sí, pero en mis tiempos…”, y empieza el concurso de quién lo pasó peor para emanciparse, una mezcla de agravios y reproches sin fin:
“Sí, los jóvenes lo tienen hoy muy difícil, pero yo a su edad no viajaba al extranjero ni iba a conciertos, ni tenía un iPhone…”, “yo me compré un piso con los intereses al 16%…”, “alquilaba habitaciones para pagar la hipoteca…”, “tenía muebles viejos, no como ahora que decoran como si fueran millonarios…”, “construí mi casa con mis propias manos…”, “en un piso de 49 metros cuadrados vivíamos siete personas, hoy quieren casa con piscina…”, “no tenía teléfono ni televisor, los muebles de la basura…”, “trabajaba catorce horas diarias, y una semana de vacaciones en el pueblo…”, “íbamos de camping y hostales, hoy todos en avión…”, “no salíamos a cenar, no íbamos ni al dentista por pagar el piso…”, “la mayoría prefiere el confort, el ascensor y la calefacción en casa de los padres que soplarse los dedos de frío en una buhardilla”, “nadie nos regaló nada, nos manifestábamos al terminar la jornada laboral…”, “y además protestábamos contra la dictadura…”
El párrafo anterior no es de los Monty Python, sino un corta y pega de los comentarios que algunos lectores dejaron en mi artículo. Que nadie se moleste: estoy seguro de que todo es cierto, no pongo en duda que los jóvenes de generaciones anteriores lo tuvieron difícil. De hecho, esos mismos comentaristas pueden preguntar a sus padres, o a sus abuelos, qué tal fue su juventud en la posguerra, o en un pueblo en los años cincuenta, o emigrando a la ciudad en los sesenta, y seguro que les ganan en penurias.
A mí no tienen que contarme cómo era ser joven hace treinta años. Nací en 1974, mi juventud fueron los noventa: paro juvenil, precariedad, las primeras ETT… Luego vinieron unos años de engañosa prosperidad, hasta que la crisis de 2008 nos cogió a la mayoría con el proyecto de vida a medio levantar. Viví de alquiler en Madrid hasta los cuarenta y tantos, cambiando varias veces de piso, imagínate si puedo contar batallitas inmobiliarias. Y aun así, con solo 23 años y un sueldo bajo (120.000 pesetas de finales de los 90, muy por debajo del sueldo medio de entonces), pude alquilar un estudio para vivir solo en Madrid, en Avenida de América, por 40.000 pesetas de 1997. Un estudio pequeño, interior, lo que quieras, pero podía vivir solo de alquiler, pagando la tercera parte de mi modesto sueldo. Me pasé años con salarios submileuristas y temporadas en paro, pero siempre viviendo por mi cuenta, a veces solo, otras compartiendo piso con amigos o en pareja. Hoy no podría pagar ni una habitación.
Pero sobre todo, “en mis tiempos” sí había algo que hoy no tienen los jóvenes: esperanza, por precaria que fuese. Esperanza de que uno acabaría encontrando su lugar en el mundo, que sus esfuerzos académicos y laborales encontrarían recompensa, que viviríamos algo mejor que nuestros padres como venía ocurriendo generación tras generación. Sin iPhone ni Ryanair, vale, pero también teníamos nuestros ocios y consumos. Y ya vale de usar siempre el mismo estribillo: los jóvenes que hoy no tienen iPhone ni viajan al extranjero, que seguramente son mayoría, tampoco así consiguen un sueldo digno ni un piso decente.
“Mis tiempos” son también estos: el tiempo de mis hijas, como también el tiempo de mis padres, un mismo tiempo que nos arrastra y del que hacernos cargo todavía. Sin competir por ver quién lo pasó peor en su juventud. Sin guerras entre generaciones, viejos contra jóvenes, que nos distraen de la única guerra que nos mata a todos, la guerra entre ricos y pobres, la creciente desigualdad social.
Lo pensaba y lo sentía estos días leyendo Los años, de Annie Ernaux, que aprovecho para recomendarte como lectura veraniega si no la leíste aún: una bellísima autobiografía colectiva que une generaciones a través del tiempo sucesivo pero también del tiempo compartido, los relatos y memorias que pasan de madres a hijas hasta que estas se convierten en las madres de otras hijas, y que consigue “captar esa duración que constituye su paso por la tierra en una época determinada, ese tiempo que la ha atravesado”. Venga.
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