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En Madrid hay que organizarse en defensa de la sobremesa

Tiempo limitado para que los bares incrementen la rotación y la facturación.

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No fue un banquete, pero comimos bien. Tal vez se tratara de un simple menú del día, no lo recuerdo, es lo de menos. En cambio me acuerdo con nitidez de la sobremesa. El grupo lo componíamos una pandilla diversa de periodistas, en nuestra pausa de mediodía. Se habló de los jefes: un akelarre, como corresponde. O tal vez se trató de aquella otra época en que comíamos una vez al mes los colaboradores de un suplemento cultural y seguíamos de sobremesa hasta bien entrada la tarde. Quizá era domingo y en la sobremesa familiar alguien empezó a recordar a la abuela Mercedes; o tal vez aún vivía y ella misma empezó a contar sus batallitas de la guerra, cuando las mujeres empezaron a trabajar en el Metro porque no había hombres: mi abuela fue una de aquellas primeras taquilleras. Los recuerdos se entremezclan y, ahora caigo, fue una cena: una amiga y yo, mano a mano, y después una sobremesa de confidencias. Era Ofelia. No, Margarita. Tal vez Ana, Gemma, o Sergio o José, porque algunas de mis mejores amigas son hombres. También pudo ser con una colega: una cena de trabajo, no recuerdo si rematada con un gin tónic o un chupito de ron añejo, pero evoco con nitidez la conversación de aquel momento. 

Muchos buenos ratos de la vida son sobremesas. Es una palabra que se repite mucho en este artículo porque no tiene sinónimo. Tampoco traducción: “Sobremesa” es una de las llamadas palabras intraducibles. Todas las lenguas las tienen y el motivo de que no puedan traducirse es que representan una institución cultural, imposible de trasladar en un solo vocablo. En The School of Life elaboraron hace unos años un diccionario de palabras intraducibles en forma de tarjetas. Del alemán me gusta especialmente “Torschlusspanik”, el miedo que nos acogota cuando vamos cumpliendo años porque las opciones se van estrechando y vemos las otras vidas que podíamos haber vivido, con las que más vale estar a buenas. 

Pero no quiero escribir de las palabras intraducibles, sino de esa institución cultural que es la sobremesa, porque está amenazada en Madrid, como tantas otras cosas. El sector hostelero capitalino, en auge explosivo desde la pandemia, ha extendido la práctica de establecer dos turnos de comida en los restaurantes, lo que llaman doblar las mesas. Cuando telefoneas para reservar te preguntan en qué turno, como si fueras a trabajar a una cadena de montaje. De manera que, o comes a las 13:30 o a las15h, con pequeñas variantes. Lo importante es que engullas y salgas andando en una hora y media. 

La mejora del negocio es evidente: se duplica. Pero cuando se gana más dinero a menudo se pierde algo. Y aquí la pérdida es grande: están dejando de ocurrir miles de conversaciones en torno a esas mesas llenas de migas, con el mantel sucio y las servilletas arrugadas. Si fuera conspiranoica, pensaría que es una conspiración. De algún modo lo es, pero no de los hosteleros. No necesitan coordinarse porque el sistema económico va eliminando los espacios improductivos de la vida. Sólo hay que obedecer sus lógicas y en especial la fundamental: que estemos a todas horas o bien produciendo o bien consumiendo. Es verdad que en las sobremesas se consume, pero debe de resultar más rentable servir tres platos de comida que unas copas para saborear largamente. Y en apariencia, en la sobremesa no se produce pero cuántos negocios no han surgido en una sobremesa, cuántos artículos, libros y obras teatrales, cuántas amistades y matrimonios, amores y odios, cuántas prendas para llevar a la tintorería.

En todo caso, es irrelevante. Abogo por la sobremesa no porque sea productiva, sino porque no lo es. Se trata de un artilugio humano y enraizado en nuestra cultura gastronómica. Hay que rebelarse contra su erradicación, lenta pero implacable. Porque es una pérdida en sí misma, pero también porque asesta otra puñalada de muerte a la conversación. La conversación alimenta las relaciones, nos permite cultivar la empatía y la escucha, en suma, conectarnos a otras personas. Es el lugar esencial donde desarrollar nuestra humanidad. Una nimiedad comparada con el crecimiento de la facturación.

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