¿Nombres difíciles o identidades difusas?
Ha resultado sorprendente que los líderes de Podemos, a la hora de valorar unos resultados que en las elecciones catalanas esperaban mucho mejores, digan que la denominación bajo la que se presentaban compartiendo candidatura con ICV y otros partidos, Catalunya Sí que es Pot, era “un nombre difícil”. El diagnóstico no parece muy exacto. En verdad no se vislumbra mayor dificultad que la que pudiera presentar el nombre de la candidatura ganadora, Junts pel Sí, o, fijándonos bien, que la que se encuentre en el nombre del mismo partido que encabezan Pablo Iglesias e Íñigo Errejón: Podemos.
Las denominaciones de las fuerzas políticas tienen su importancia, y mucha, máxime cuando se trata de concurrir a reñidas confrontaciones electorales. Siempre ha sido así, pero cuando nos movemos en la “sociedad del espectáculo” -como la nombró Guy Debord con total acierto- y en medio de las tupidas redes de la cultura digital, aún hay más motivos para pensar que acertar con el nombre de un partido o de una coalición electoral supone andar un buen trecho en lo que se refiere a ganar espacio en el árido terreno de la vida política. Sin embargo, todo ello no acaba de prestar sólidos argumentos a la consideración que desde la dirección de Podemos se ha ofrecido en cuanto a la invocada dificultad del nombre de la propia coalición. Cabe pensar que si hay dificultades, en todo caso no afectan a ese nombre solamente, sino también a otros muchos y por diversas razones.
No hace falta mirada de lince en la observación del actual panorama político para apreciar cómo los nuevos partidos que han ido emergiendo en los últimos años han tratado, obviamente, de desmarcarse claramente de los que representan la “vieja política”, incluyendo también sus propias denominaciones. Estas aparecían como tremendamente gastadas, y no por el mero paso del tiempo, que podía ser el de una historia muy digna, sino por diferentes avatares, desde el descrédito por las políticas aplicadas hasta la corrupción acumulada bajo determinadas siglas, todo lo cual ha hecho que los modos de identificación de ciertos partidos hayan acabado produciendo rechazo. Frente a eso, las nuevas formaciones políticas, tratando de canalizar una prometedora repolitización de la sociedad, se presentaron bajo rótulos que no despertaran reacciones en contra, sino que, al revés, suscitaran la adhesión de quienes se dispusieran a dejar atrás la tan mentada desafección política. Eso llevó a la utilización de nombres muy genéricos, en relación a los cuales pudieran sentirse cómodos amplios sectores de la ciudadanía, ya como votantes, ya como militantes de esas nuevas organizaciones políticas. El mismo nombre de Ciudadanos, presentándose en Cataluña como Ciutadans, se ofreció como etiqueta de amplio espectro: ¿quién no se puede sentir ubicado bajo una denominación cuyo contenido semántico tiene que ver con la condición de todos en democracia?
El caso de Ciudadanos ya supuso la elección de un nombre que fuera apto para abarcar transversalmente un amplio espectro de simpatizantes, aglutinados en torno a un mensaje claro y simple que en principio, y hasta ahora, ha tenido su núcleo en la afirmación de la españolidad como clave de su propuesta programática. Mas si ese rótulo identificativo era tan amplio como para atraer a sí, sin necesidad de perfilar demasiado otros componentes de su propuesta política, a muchos ciudadanos y ciudadanas -¡claro está que se trataba de eso!-, hemos encontrado al cabo del tiempo que otros nombres, a la hora de tomarse como etiqueta para lanzarse a la contienda de las elecciones municipales, por ejemplo, han supuesto denominaciones aún más abiertas, como Ahora Madrid o Barcelona en común -con sus diversas variantes, contando entre ellas al híbrido Ahora en común-, o Ganemos -igualmente dando lugar a una muy diversa gama de fórmulas similares-. A nadie se le oculta a estas alturas que, junto a la ventaja de lo nuevo y a la capacidad para sumar integrantes diversos bajo esas fórmulas tan anchurosas, éstas dejan ver después no pocas dificultades bajo sus voluntariosas connotaciones. Ciertos inconvenientes tienen que ver no sólo con lo inédito del nombre, sino con la dificultad de identificarse y ser identificado con un proyecto político definido, articulado de forma que claramente se perciba, desde la pluralidad de aportaciones, su coherencia y potencial transformador.
Podemos, como partido político nacido además como fuerza catalizadora de un movimiento social como el 15M, se enfrenta a situaciones análogas a las de otras recientes formaciones políticas o a las de las coaliciones en las que ha participado en elecciones recientes. Su mismo nombre puede presentar en el futuro la misma dificultad de lectura que la de Catalunya Sí que se Pot si no logra superar ciertas indefiniciones que en su ideario y propuestas detecta buena parte de su virtual electorado. De no ser así, un “significante vacío” como en principio es una fórmula verbal tomada como nombre puede verse a la postre vaciado de las expectativas que quiso concitar. Escoger una fórmula amplia para que bajo ella cupieran muchos puede convertirse en la elección de un nombre difuso si bajo él no se precisa un discurso político que no puede quedarse en la genérica apelación a “los de abajo” frente a “los de arriba”, máxime en una sociedad de compleja estructura de clases y de conflictos en los que se entrecruzan los antagonismos sociales con las tensiones nacionales.
Cómo combatir desigualdades, a la vez que se ofrecen vías de articulación de la pluralidad de naciones en España, son cuestiones ineludibles añadidas a las medidas anticorrupción y de defensa de las libertades. De eso, y con exigible detalle, hay que hablar si no se quiere que el nombre se quede en un rótulo cuya legibilidad -la condición que señaló el politólogo Ernesto Laclau para que las experiencias de muchos pudieran enhebrarse en consistente relato colectivo- acabe naufragando entre indefiniciones, insostenibles pretensiones de hegemonía y protagonismos que se gastan al par que un “significante vacío” que pudiera resultar efímero. Si la batalla política pasa por el lenguaje, no hay que olvidar que tras la realidad de las palabras está el núcleo duro de lo real esperando, con su opaco poder de determinación, a que todos nos midamos con él. Eso es lo difícil de la acción política y reclama en los partidos mucho más que difusas identidades.