El precio de ser líder de izquierda
Pocas personas hay más preparadas y con un carácter más conciliador y hábil para el acuerdo que la vicepresidenta Yolanda Díaz. Los logros obtenidos -sacados algunos con fórceps- avalan su valía. Pero ya la utilizan de diana porque es de izquierdas, lucha por los derechos sociales, y eso es algo que la burricie patria no admite. Los argumentos –por llamarlos de alguna manera- que suelen esgrimirse son de una puerilidad que sonroja, una ignorancia que espanta. Es grave porque no hablamos de divisiones ideológicas al uso, es algo mucho más profundo e híbrido y con amplia repercusión en la sociedad.
Tenemos dos escollos de envergadura en España para ser el país que deberíamos: la derecha no es como la alemana por ejemplo, tiende a ser corrupta y antidemocrática. No rechaza radicalmente el fascismo como aquella. Las excepciones se están viendo sepultadas por las élites del PP y el esqueje que se les desgajó en Vox. Esa especie de armazón -conservador, corrupto y hasta con tintes mafiosos- infiltrado en sectores estratégicos y las propias instituciones es capaz de abordar la destrucción personal como ha pasado con Pablo Iglesias en particular. Son problemas arduos, de difícil solución cuando falta la voluntad de afrontarlo. Hay que insistir en la denuncia porque el escenario en España no cambia sino para agravarse.
Cada día más involución, cada día más impunidad. Con una justicia que convierte en legítimo el racismo fascista y la caza del emigrante menor de edad y desvalido, basada en mentiras y en aras de una “legítima lucha ideológica”, ratifican la Audiencia de Madrid respecto al cartel de Vox. Con unos medios que hacen política sin ningún disimulo. Con un PP (y aledaños) que escala las más altas cotas de mentira y fraude en sus intervenciones siempre en busca de rédito. Con su presidente que asiste, como moderador que no modera, a una proclama del ex ministro de UCD Ignacio Camuñas justificando el golpe de Franco: “En 1936 no hubo un golpe de Estado. La República fue la responsable de la Guerra Civil”. Y con la inacción de las víctimas todas, hasta de los rivales políticos que no parecen saber o querer afrontar la invasión ultra que tenemos encima.
La dictadura hizo un lavado de cerebro que aún persiste y avanzamos hacia una sociedad de ignorantes. Lo decían en La Vanguardia dos grandes historiadores este 18 de julio: Paul Preston y Ángel Viñas. Así se ha ido configurando este pastiche. Con el imperio de esa herencia implícita.
Puede asegurarse que los apoyos de la derecha española poseen unas tragaderas de dimensiones cósmicas cuando ni se inmutan al ver, por ejemplo, que “la exministra de Aznar que dicta sentencia en el Tribunal de Cuentas por el 'procés' exoneró a Botella y Maroto”. De ahí a la masacre de los geriátricos de Ayuso. Y a su permanente surtir de dinero público a la sanidad privada mientras desmantela la pública. Y todo lo encajan, todos ellos, como si fuera lo más normal. Unos mirando para otro lado, los votantes, y otros tapándolo hasta burdamente porque da igual.
Es difícil asimilar desde la decencia lo que han hecho con Pablo Iglesias, o Irene Montero, y quieren seguir haciendo con Yolanda Díaz o Ione Belarra y que se agudizará cuando se defina la candidatura electoral. Incluso lo que hicieron con Pedro Sánchez, demasiado progresista para los jarrones chinos con mochila de cuero rancio del PSOE. Por comunidades autónomas, por Catalunya en concreto, la cosa va fina también. Salvo Madrid. Porque, mientras, se contemplan los altares dispuestos a Isabel Díaz-Ayuso, caminando como su mentora Aguirre, impoluta sobre una basura que hiede. La diferencia de trato es abismal; la proporción aplicada, inversa. Y esto dista mucho de lo que debe ser el trabajo en política.
Es complicado sentirse parte de una sociedad incapaz de discernir, al parecer, que esto no es ideología siquiera sino un negocio puro y duro. Sucio a más no poder. En el que entran en la compra-venta las vidas de personas.
Las incontables causas ficticias contra Pablo Iglesias que han ido quedando en nada, aireadas por periodistas sin moral ni profesionalidad. La destrucción de la persona, cosificada, como los nazis, emprendida por rivales políticos y periodísticos. El burdo montaje de la inexistente niñera. Tener que cambiar de colegio a los hijos ante el acoso diario del domicilio de desaprensivos durante meses. Inocularon un odio feroz en seres proclives. Inhumano.
David Jiménez, un periodista que fue director de diario y ganó dinero y prestigio contando de qué modo se ejercía bajo su dirección un periodismo denigrante, escribió de Iglesias sin que la empresa se lo ordenara siquiera y cuando Iñigo Errejón se desgajó de aquella manera, un texto reseñable por cuanto no figura en los excesos de la caverna sino en el periodismo más homologado hoy y sirve para ver el talante que dominaba y domina:
“Tras ejecutar a Nikolái Yezhov, jefe de su policía secreta, Stalin ordenó que fuera borrado de las fotografías en las que aparecían juntos. Mao hizo lo mismo con Bo Gu, con el que había compartido la Larga Marcha y que desapareció de una vieja imagen en la que se les veía posando sonrientes. Kim Jong-un aprendió de su padre que no hay nada como un pelotón de fusilamiento para afianzarse en el poder: ejecutó a su tío Jang Song-thaek y después lo eliminó del álbum familiar. La consigna en los regímenes comunistas, a la hora de purgar al camarada descarriado, es que no quede nada de él. Ni su recuerdo. Disgustar al líder tiene consecuencias menos dramáticas por aquí: la pérdida de un cargo en el partido o del sillón en la tertulia en la tele, que para los delfines de la nueva política es casi más doloroso. Pero nunca lo será tanto como despertar del sueño de la utopía asamblearia y participativa, donde todas las voces son escuchadas y la democracia interna sustituye a la partitocracia del compadreo”.
Paradójico ¿verdad? Ahora que Pablo Iglesias se ha hartado y se ha ido es hora de recapacitar con lo que esta sociedad ha consentido. Con los patinazos de quienes creyeron que para Iglesias –como para todos ellos- lo único importante era la silla.
A Yolanda Díaz ya le ha llamado en prensa “la potra de Trabajo”, una mujer de las que escriben envuelta en bilis. Y se han asombrado de que fuese bien vestida. La última ha sido criticar como ignorantes cum laude su empleo de la palabra Matria, que, tal como describe con erudición Ignasi Guardans, se usa desde Plutarco y más acá. Incluso se han apuntado al espanto por la Matria hueca desde posturas aparentemente progresistas aprovechando para culparla de cuanto no hace el Gobierno de coalición al completo. Díaz, que lee a Schopenhauer y escucha a Shostakóvich, con total sencillez, es menospreciada por gente que nos abruma con su orgullosa incultura.
De las cuatro plagas bíblicas prácticamente solo permanece como fin irrefutable, la muerte. Todavía, al menos. La guerra puede ser parada. Con medios, la enfermedad combatida. Para el hambre bastaría el 1% del dinero público, nuestro, que se les dio a los bancos para su rescate en la crisis anterior. Se decía ya hace una década. Ese programa para el bien común no se lleva a cabo porque no quieren. Y hay gente tan imprudente como para apoyarles a costa de su propio descalabro y para atacar a quienes intentan esos logros. Nada fáciles. No dejamos de leer la resistencia que el Gobierno de coalición opone a medidas como la subida del Salario Mínimo o la derogación de la Reforma laboral. Craso error, porque la tibieza nunca ha funcionado contra los brutales ataques ultras como el que vivimos. La contención no aplaca en absoluto a la fiera, la estimula.
Hay un estado subterráneo en España que mueve los hilos y lanza sus misiles para destruir a los líderes que destacan en la izquierda. Algunos se amoldan y transitan por esa tierra de equívocos y camuflajes en la que quieren parecer lo que no son contribuyendo a que todo siga tan igual que es cada vez peor. Lo que ocurre en España hoy no puede considerarse una democracia plena. Podría serlo, pero ahora no lo es.
Cuando una y otra vez se constata el abuso, la impunidad, la ignorancia, cabe pensar que no hay remedio ya. Y no lo hay si no se aplica con el coraje que haga falta. Pero sí les digo que se precisa mucha vocación de servicio para lanzarse a la arena a luchar por todos cuando ni los propios todos los defienden.
De esta involución hay demasiados culpables. Como gráficamente vemos en la inacción ante las agresiones físicas en el metro y hasta ya en los linchamientos. Por este camino no es. Si quieren democracia, derechos y libertades, justicia, habrán de apoyar con nitidez, no exenta de crítica justa, a quienes se dejan la piel porque esta sociedad los tenga. ¿Creen que van a seguir saliendo voluntarios, héroes o inconscientes, para que los trituren arbitrariamente? El precio puede terminar siendo inasumible.
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