La reforma electoral I
La composición del Congreso de los Diputados y del Senado y la Ley Electoral son tributarias de la Restauración de la Monarquía como forma política del Estado español. Su composición y forma de elección son una garantía de la Restauración Monárquica. Si no se entiende esto, no se entiende nada.
La composición del Congreso de los Diputados y del Senado y la Ley Electoral son preconstiticionales. La composición la decidió la Ley para la Reforma Política, la última de las Leyes Fundamentales del Régimen del general Franco, aunque tal Ley Fundamental, como es sabido, fuera aprobada después de la muerte del general.
Pero fue aprobada por las Cortes del Régimen como su Ley Fundamental. En esa Ley Fundamental está el Congreso de los Diputados con 350 escaños y está el Senado “provincial”. La forma de elección se decidió a través del Real Decreto-ley 20/1977, de 18 de marzo de normas electorales, aprobado por el Gobierno presidido por Adolfo Suárez. Con dicho decreto-ley se celebraron las elecciones del 15 de junio de 1977. Las Cortes elegidas en ese día harían la Constitución.
La Constitución reproduciría prácticamente la composición del Congreso y el Senado de la Ley para la Reforma Política y la Ley de Régimen Electoral General de 1985 reproduciría el sistema electoral previsto en el Real Decreto-ley 20/1977. Formalmente ya no son preconstitucionales, pero materialmente sí. La definición de la institución parlamentaria, que es la pieza más importante de toda Constitución democrática, es formalmente constitucional, pero no materialmente.
Hubo más debate en las Cortes de Franco que aprobaron la Ley para la Reforma Política que en las Cortes Constituyentes acerca de las Cortes Generales de la democracia española. Y hubo mucha más reflexión sobre el sistema electoral en el equipo que redactó el Real Decreto-ley 20/1977 que en las Cortes que aprobaron la LOREG.
En la Constitución de 1978 se ha repetido el modelo que se siguió en las constituciones de 1845 y de 1876. La Monarquía en España se ha asentado siempre en la devaluación del principio de legitimidad propio del Estado Constitucional: el principio de soberanía nacional en el siglo XIX, el principio de soberanía popular en el siglo XX.
Entre 1845 y 1876 el parecido es enorme. Ambas Constituciones reaccionan frente al principio de soberanía nacional de las Constituciones de 1837 y 1869, y dan vida a dos sistemas políticos en los que el Rey es el eje y en el que la elección de las Cortes Generales es el resultado del fraude electoral. La Monarquía Española, que era la forma en que las Constituciones del XIX la definían, fue una forma política constitutivamente corrupta, electoralmente corrupta. Únicamente con base en la corrupción electoral podía operar. Cánovas lo reconocería expresamente en el debate sobre la ley que introdujo el sufragio universal (masculino por supuesto) en 1890. Calificó el sufragio universal de la “forma menos digna” de obtener la voluntad popular, dado que cuanto más universal fuera el sufragio más universal tendría que ser la corrupción electoral.
Entre 1845 y 1876 hay una diferencia importante. A partir de finales del XIX el tránsito del campo a la ciudad se acelera y en las ciudades es más difícil que opere la corrupción electoral. La amenaza del sufragio, que no existió para la Constitución de 1845, sí estuvo presente en la Constitución de 1876. Al final sería una manifestación del sufragio universal, aunque fuera en unas elecciones municipales y como consecuencia del resultado en las capitales de provincia, la que haría saltar por los aires la Monarquía de la Primera Restauración.
En 1978 la Monarquía ya no podía descansar abiertamente en la corrupción electoral como en 1845 y 1876. Las elecciones tenían que ser por sufragio universal y tenían que ser una elecciones limpias, sin fraude en el proceso electoral. En la Europa de finales del siglo XX esto no era discutible.
La devaluación del principio de legitimidad democrática tenía que conseguirse por otras vías. La “corrupción” tenía que introducirse en la propia definición institucional del órgano a través del cual se expresa la soberanía popular, las Cortes Generales, y en la fórmula para la elección de sus miembros.
Y es lo que se haría. Se introduciría un “poquito” de corrupción en la composición y fórmula de elección del Congreso y un “muchísimo” de corrupción en la composición y fórmula de elección del Senado.
En lo que al Congreso de los Diputados se refiere, el objetivo era que, a través de una desviación calculada del principio de igualdad, la composición del órgano se escorara ligeramente hacia la derecha y hacia un bipartidismo casi inexorablemente dinástico. En el Senado se producía pura y simplemente la negación del principio de igualdad.
Esta “corrupción electoral” de baja intensidad en el Congreso y de enorme intensidad en el Senado es la que ha hecho posible que el sistema político de la Segunda Restauración haya funcionado con cierta normalidad durante varios decenios. Pero esa misma corrupción es la que lo está condenando. Porque con corrupción electoral no es posible activar la reforma de la Constitución.
Y una Constitución que no se reforma está condenada a desaparecer.