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Risas en el fotomatón

El cantante canadiense Bryan Adams, en una imagen de archivo.

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Después de mucho reflexionar y, de hecho, de desconcentrarme en el proceso, he decidido comprar una máquina de escribir. Cada vez noto que me cuesta más mantener la atención si no paro de recibir mails, notificaciones y avisos cada cinco minutos, y mucho –muchísimo– menos si pierdo el tiempo buscando chorradas en Google todo el rato. Escribiría a mano, pero ya que la revolución industrial acabará consumiendo el mundo, qué menos que aprovechar algunas de sus ventajas. No será un acto romántico, sino de pragmatismo, pero también porque creo que el futuro no debería tener la potestad de enterrar al pasado en la ignominia; y que si todavía queda peña pintando al óleo a mí que no me miren raro. He llamado a mi asesor para preguntarle si podía pagarla con el kit digital y me ha colgado.

La otra noche estuve en un concierto de Bryan Adams y en la pista, desde las gradas, se veía el brillo de las calvas reflejadas por los focos –un sedán blanco flotaba suspendido por cables resulta que eran cables– y a mi lado unas señoras mayores que podrían haber sido unas tías abuelas mías de Glasgow sonreían como recién llegadas al cielo. No sé si sería el zeitgeist que por un rato se generó; no sé si fue la compañía; el gentío parecido más al de una cena familiar que a lo que suelo acostumbrar por un concierto; la cerveza y el guitarreo, los riffs y esa gente que a la mínima que puede se quitan la camiseta, que también tienen su efecto trasladador a una época que ya fue, pero que sigue estando. No sé qué sería, pero durante tres horas, en el Palacio de los Deportes de Murcia las torres gemelas jamás se derribaron y el 15 de septiembre de 2008 que quebró a Lehmann Brothers nunca ocurrió. El mundo se paró el 31 de diciembre del 99 y al acabar el concierto descubrimos que no. Que el tiempo, como dijo el Crema, ya no se escapa, se padece. Que lo del futuro iba en serio.

No queda tanto de lo que éramos y por eso necesitamos mirar atrás y recordar que todavía quedan tipos con pantalón vaquero y gorra de béisbol tocando la banda sonora del fin de la historia. Hace un año decía que cuando llegase el fin de los tiempos me gustaría estar para verlo, pero como tiendo a romantizar hasta los ecos de la última estrella, sobreestimé nuestra capacidad de irnos al carajo sin dar vergüenza ajena. Qué irse, qué apagarse, con qué parsimonia; qué poco aprendimos de José Luis Cuerda. La diferencia fundamental entre el surrealismo y la ciencia ficción es la épica, y este apocalipsis está siendo muchas cosas –lento, vergonzoso y lamentable– menos épico. Lo que imaginaba dirigido por Jos Whedon lo está dirigiendo Tarantino.

Acercarse a los treinta es esperar un abismo y encontrar una llanura; es aprender que a veces intimar intimida y que la mayor parte del tiempo somos atrezzo en la rutina de decenas de desconocidos. Acercarse a los treinta en estos tiempos que corren es parecido a vivir en el cuento de Michael Ende; es vivir a la sombra de una Nada que amenaza con consumirlo todo. Ahora todo es otra cosa y ya no podemos esperar del mundo demasiado; ahora todo es distinto y hay que apreciar más que nunca pasar junto a un fotomatón y escuchar risas dentro. Siento nostalgia de los noventa y de los dos mil y de los videoclubes y de la ropa hortera porque sí y de tantas cosas que ya no existen que me sorprende la edad que tengo; no sé si es impresión mía, pero los últimos diez años han durado medio siglo. Es posible que solo me pase lo que a muchos y es que he transitado mi veintena por una década interesante, que sea un dramático, o ambas cosas. Hay un punto en la vida en que llegas a una edad que no es la tuya, que crea un desfase entre dos tiempos, uno interno y otro real, y deja de ser relevante tanto tu edad como la que aparentas. A partir de ese momento solo sirve para saber si una muerte es prematura o un embarazo es peligroso, si “estás para estos trotes” o si “ya tendrás tiempo de tal y tal”. Mientras tanto, creces; nunca dejas de hacerlo, aunque no termines de entender qué es lo que significa. Somos como una ciudad que alguien construyó con mapas ajenos. El mundo va tan rápido que lo único estático parece ser el vacío que arrastra consigo, el resto deambula como un eco. El tiempo hace lo mismo: barre y borra; devora.

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