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Transexualidad: una ley necesaria, un debate enmarañado

Portada del folleto 'El feminismo toma las calles'
9 de febrero de 2021 22:00 h

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Me dispongo a opinar sobre el borrador de la “Ley para la igualdad real y efectiva de las personas trans” con la venda puesta antes de la herida, rodeado de dudas y desde la prudencia que exige un tema de elevada complejidad y sensibilidad.

Sugiero, en primer lugar, que construyamos un espacio más amable y sosegado para el debate, que deje atrás las descalificaciones y anatemas. Me apena ver cómo se acusa de transfóbicas a feministas que siempre han sido aliadas de la lucha LGTBI y defienden los derechos de las personas transexuales. De la misma manera que entiendo que se consideren injustas las acusaciones de misoginia que se formulan contra las defensoras del borrador de la Ley. 

Dificulta el intercambio laico de opiniones y la aproximación de posiciones que el debate se presente como una pugna entre el PSOE y Unidas-Podemos. Quiero recordar que en todos los partidos políticos existen opiniones divergentes, que no todas las feministas opinan lo mismo, que la cosa no va de un conflicto entre viejas reaccionarias y jóvenes progresistas o a la inversa y que incluso entre las personas transexuales existen opiniones diversas. Sin olvidar que este debate se da también en otros países. Bastante sobrados vamos de líneas divisorias, que nos separan en bloques cerrados e irreconciliables, como para añadir uno más. 

Propongo que intentemos una deconstrucción del debate -al estilo de Ferran Adrià. Abandonemos la lógica de destacar aquello que nos confronta y sustituyámosla por la técnica de constatar todo aquello en lo que estamos de acuerdo. 

Aunque antes, quizás, deberíamos ponernos de acuerdo sobre el objeto de la ley. Si se trata del reconocimiento, tutela y protección de las personas transexuales creo que el acuerdo será fácil. Pero si los derechos de las personas transexuales se utilizan para introducir en la ley la negación del sexo como hecho biológico o el reconocimiento del género no binario, la cosa se complica, porque sobre eso no hay acuerdo en la sociedad. 

Para abordar la regulación de la transexualidad, entendida como el proceso de transición del sexo percibido o adjudicado al nacer hacia el sexo con el que la persona se identifica, lo primero que debemos constatar es que el sexo como realidad biológica existe y no es una construcción ideológica que el sistema dominante nos impone. Si no nos ponemos de acuerdo en eso, los debates se hacen mucho más complicados. Pero que el sexo biológico existe no significa negar la realidad de personas en las que el sexo observado al nacer no corresponde con aquel con el que se identifican y sienten como propio. Tampoco excluye que haya personas en las que los factores que se identifican con el sexo -cromosomas, parámetros hormonales, órganos sexuales externos e internos– no son inequívocamente masculinos o femeninos. Algunos estudios científicos identifican como intersexual a un 0,02% de la población mundial, o lo que es lo mismo el 99,98% tiene el sexo bien definido. Otros lo sitúan en el 0,05%.

Existe un amplio acuerdo de que, en el marco de las políticas para garantizar la plena y efectiva igualdad y dignidad, la ley debe reforzar los derechos de las personas transexuales y ampararlas ante las discriminaciones de todo tipo que sufren en nuestra sociedad. También podemos coincidir en que la transexualidad no debe ser identificada como una enfermedad y que su reconocimiento a través de cambios registrales no puede estar condicionado a la imposición de intervenciones quirúrgicas ni tratamientos hormonales no deseados. Este puede ser un buen punto de partida y el objeto de la Ley.

A partir de aquí las cosas se complican. Con el sólido y potente emocionalmente argumento de eludir requisitos estigmatizantes y sufrimientos injustos e innecesarios, el borrador de la Ley hace depender la identidad sexual de cada persona exclusivamente de la voluntad expresada por ella, como un valor absoluto. Esta es una interpretación de la conocida como autodeterminación de género, construida sobre la afirmación de que el sexo biológico no existe, que suscita polémica, no solo en España

Jurídicamente parece complejo asumir que la pertenencia de una persona a un colectivo concreto -al que la ley reconoce derechos, tutela y hace receptora de políticas compensatorias- pueda depender exclusivamente y de manera absoluta de la voluntad expresada por ella. Entre otras cosas porque eso puede afectar a otras personas y entrar en conflicto con sus derechos. 

Hay situaciones reales que pueden servir para explicar que la simple voluntad de la persona interesada no puede ser el único requisito para acceder al cambio registral de sexo. Así, en la práctica deportiva la posibilidad de competir en categoría femenina por parte de personas que se declaren a sí mismas mujeres no parece que pueda dejarse solo a la manifestación de la persona interesada. Entre otras cosas porque eso afecta a los derechos de las mujeres que compiten con ellas. 

En estos casos, el COI exige unos determinados requisitos, vinculados a niveles de testosterona, lo que pone de manifiesto que en este supuesto sí se acepta una intervención externa a la simple voluntad de las personas interesadas. Criterios e indicadores con los que, por cierto, muchas atletas femeninas no están de acuerdo por considerar que alteran los términos de la competición. Lo que confirma la complejidad de una regulación equilibrada. 

En Catalunya hemos asistido recientemente a un episodio que ilustra como ciertas interpretaciones absolutas de la autodeterminación de género nos pueden conducir a situaciones absurdas. Una mujer que acaba de ser madre, en el contexto de una pareja lesbiana, exige que se le reconozca legalmente como hombre, utilizando como argumento su derecho a la libre autodeterminación de género. Incluso hace ostentación pública de ser un hombre –porque así se considera ella- que ha conseguido parir. Este se puede considerar un caso anecdótico y sin un valor universal, pero nos indica que algo no cuadra cuando se otorga un valor absoluto a la autodeterminación de genero y su plasmación legal en el borrador de la Ley. 

En el debate público –en España y otros países- aparecen un listado de supuestos conflictivos vinculados a diferentes espacios de convivencia, entre ellos los establecimientos penitenciarios, que han de ser tenidos en cuenta en la redacción de la ley. Aunque deberíamos ser conscientes de que la solución perfecta que equilibre todos los derechos en juego quizás no exista y menos cuando se trata de realidades tan complicadas como las de las prisiones.  

Estoy de acuerdo en que las leyes no pueden ser impugnadas por los hipotéticos casos de fraude de ley que se puedan producir en su aplicación. Aunque creo que, en este caso, no se trata del riesgo de situaciones excepcionales. Sino que la ley propicia este tipo de interpretaciones conflictivas o absurdas. Posiblemente por la manera en que se entiende la autodeterminación de género como un criterio absoluto y por la negación del sexo como hecho biológico que hay en su sustrato. 

Todas las personas, al vivir en comunidad, aceptamos que, para acceder a determinados derechos, la sociedad a través de sus normas nos obligue a cumplir determinados requisitos. Entre otras cosas, porque estos derechos pueden entrar en colisión con el de otras personas. 

¿Podríamos ponernos de acuerdo en que es posible algún tipo de regulación que prevea una intervención externa, más allá de la voluntad manifestada por la persona interesada?  ¿Es posible conseguir que esta intervención externa de la sociedad no sea estigmatizante ni patologizadora? Creo que sí. Incluso algunas personas transexuales así lo defienden, argumentando que si se hace bien la intervención externa ofrece seguridad y protege. 

Otro tema especialmente sensible y conflictivo es el de los menores. En este caso se trata de encontrar un equilibrio entre el derecho de los menores transexuales a ver reconocida su identidad sexual y la obligación de los padres a protegerlos en una edad en la que están en un período de maduración personal y sometidos a ciertos riesgos de inestabilidad emocional. Se trata de evitar que decisiones adoptadas en momentos complejos en el desarrollo de la personalidad puedan comportar efectos irreversibles en el menor. Casos como el de Keira Bell, la chica británica que comenzó a los 16 años un tratamiento bloqueador de la pubertad y que ahora con 24 años lo repudia y le ha ganado el juicio a la clínica que lo practicó, debería hacernos pensar.

En este sentido el Tribunal Constitucional ha sentenciado que no puede negarse el cambio de sexo registral a un menor cuando se acredite suficiente madurez y una situación estable de transexualidad. Lo que comporta asumir que pueden existir criterios objetivables y susceptibles de ser evaluados externamente. En cambio, el borrador de la ley no resuelve bien este conflicto. Entre otras cosas porque plantea que la oposición de los padres al cambio de sexo registral de su hijo pueda ser considerado como causa suficiente para que se acuerde la separación del menor de su entorno familiar. En este aspecto el texto del borrador me parece especialmente insostenible.

En último lugar y no por ello menos importante. Una parte significativa del feminismo ha planteado un debate que no deberíamos obviar. Si la Ley asume una interpretación de la autodeterminación de género que afirma que el sexo biológico no existe y es solo una imposición ideológica del sistema, eso tiene consecuencias con relación a las políticas de igualdad. Toda la lucha feminista por la igualdad, las leyes y las políticas antidiscriminatorias se basan en la condición de mujer como una identidad política que tiene en la existencia del sexo femenino su fundamento. Si se niega la existencia del sexo como hecho biológico se corre el riesgo de diluir, erosionar o hipotecar las leyes de igualdad y políticas en favor de las mujeres. 

Solo se me ocurre una manera de abordar este dilema, avanzar a pasos cortos y firmes. Legislemos ahora para reforzar los derechos de las personas transexuales, su tutela y protección plena. Pero no lo hagamos con una ley que se instala en una ideología que afirma que el sexo biológico no existe, que es una imposición del sistema. Este es un debate que, si se quiere plantear, requiere aún de más sosiego y deberíamos situarlo en un plano distinto al de la ley que proteja los derechos de las personas transexuales. 

Termino recordando una evidencia: en temas tan sensibles como estos, construir amplios consensos es la única manera de avanzar y no retroceder. 

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