Las voces de la primavera
Desde que volví a vivir al pueblo, el pueblo en el que nací y crecí, un pueblo en la Vega del Guadalquivir, miro más hacia afuera, siento una extraña afinidad con el cielo, la tierra, con el río y los animales que pueblan este cachito del planeta. En las ciudades en las que he vivido me costaba sentirme parte de algo más grande. Caminaba y caminaba y todo era asfalto salvo algún pequeño oasis arbolado y para ver alguna estrella suelta tenía que subirme a la azotea del edificio y aguzar la vista. Pero claro, tenía la necesidad, el deseo, de estar en el centro de las cosas, que todo estuviera abierto y disponible para mí cuando yo quisiera. Reconozco que era una sensación poderosa la de tenerlo todo al alcance aunque mi piso fuera minúsculo y pagara un alquiler disparatado y tuviera que trabajar todo el día, todos los días de la semana, y tardara más de una hora en ir y volver de llevar a mi hijo al colegio y nunca tuviera tiempo para nada más que ir con prisa de un lado a otro. Y sin que casi nunca pudiera quedar con nadie porque todo el mundo estaba tan ocupado y exhausto como yo.
Ciertamente, era asfixiante vivir así. Pero no sabía cómo hacerlo de otra manera. Un día, mientras daba un paseo por la dársena del Guadalquivir, en Sevilla, la última ciudad en la que viví, tuve una especie de revelación y se me ocurrió que podía volver al pueblo, porque yo tenía la suerte de tener un pueblo donde estaban mis padres y mis hermanos, un pueblo que podía recorrer caminando de una punta a otra en apenas veinte minutos. Me resistí a la idea durante algún tiempo porque sentía esa vuelta como una especie de renuncia. No a las tiendas abiertas 24 horas que nunca visité ni a los cines ni siquiera a las posibilidades infinitas de ocio que casi nunca podía costearme, pero que estaban ahí para mí como una promesa de progreso, sino a una parte de mí que siempre soñó con vivir en la ciudad, ser escritora en la ciudad. Quizá lo que me hizo ir más al fondo de las cosas fue la maternidad o la edad o, simplemente, la deriva consumista del mundo que tanto me perturba y preocupa. Siendo honesta, sentía que caminaba por un alambre la mayor parte del tiempo, intentando hacer malabarismos con mi propio cuerpo para poder llegar a todo.
Tardamos pocos meses en irnos al pueblo después de aquella revelación y aquí estamos. A veces, cuando viajo a otros lugares por trabajo, algunos y algunas me dicen que “no te pega vivir en un pueblo, una escritora como tú”, porque la gente es así, lanza sus opiniones y juicios al aire como quien arroja colillas al suelo, sin miramientos. Ahora me doy cuenta de que lo de vivir en el pueblo, no tener coche, caminar y consumir lo justo, responde a otro deseo, el de convivir en cierta armonía con mi entorno. Y solo ahora, cuando he salido en parte de la rueda, puedo darme cuenta de la velocidad y la obsesión por el crecimiento económico de nuestra sociedad. Yo también estaba ahí, en esa idea de que solo podría ser feliz si tenía más de lo que fuera. No hay otra manera de llamarlo que obsesión. Obsesión por tener más y más cada vez: un coche más grande —¿desde cuándo el modelo de vehículo estándar deseado es un todoterreno inmenso?—, ropa de marca, vacaciones en el extranjero, cenas en restaurantes de precios prohibitivos, móviles de cientos de euros. Mi sueldo nunca me permitió esos lujos, pero una sueña y trabaja todo el día pensando que algún día se los podrá permitir, aunque sea pagando a plazos.
En La primavera silenciosa, un hermoso y político libro de la bióloga y ecologista Rachel Carson, ella decía que la historia de la vida en la tierra ha sido un proceso de interacción entre las cosas vivas y todo lo que las rodeaba. Durante la mayor parte de la historia de nuestro mundo, el medio ha moldeado la forma física y los hábitos de la vegetación y de la vida animal. Es ahora, en apenas unas décadas, cuando una sola especie, la nuestra, está alterando tan significativamente el medio con su manera de vivir que lo está destrozando. Llegados a este punto, sabrán que este es otro “maldito” artículo sobre el cambio climático.
Carson decía que «con el tiempo -tiempo no en años, sino en milenios- se ha alcanzado el equilibrio y el ajuste vitales. Porque el tiempo es el ingrediente esencial; pero en el mundo moderno no hay tiempo». Tenemos coches como barcos, tiendas abiertas de la mañana a la noche, dependientas y camareros reventados, mujeres y niños explotados en partes del mundo que casi no podemos localizar en un mapa fabricando prendas de ropa que desecharemos en cuestión de meses, vivimos, la mayoría de nosotros, pagando alquileres abusivos, trabajando sin parar, sin tiempo, sin tiempo, lo único valioso que podemos poseer en este siglo y que se nos escapa de las manos como la arena entre los dedos. No es sostenible el capitalismo ni con la naturaleza ni con la vida de ningún ser, ni siquiera con la nuestra. Parece que lo que escribo aquí es ya un lugar común, algo que sabemos todos, de lo que estamos plenamente convencidos, pero hace apenas unos días, en mi pueblo, un señor —biólogo y agente del Medioambiente— me dijo lo siguiente —lo apunté en mi cuaderno tal cual para que no se me olvidara—: «Los gobiernos quieren controlar nuestros hábitos de consumo a través del miedo al cambio climático, quieren controlarnos. Pero la tierra ha cambiado su clima a lo largo de los siglos. El cambio climático es un proceso natural del planeta. La misma Aemet acaba de confirmar en un artículo de su web que se está modificando artificialmente el clima con productos químicos lanzados desde los aviones, pero quieren responsabilizar a la gente para que compremos coches eléctricos». La conversación siguió y siguió, quiero decir, su monólogo rabioso y conspiranoico, hasta derivar en sus sospechas de que el coronavirus tampoco era real, sino otra manera de controlar a la población. Salí espantada, casi corrí aterrorizada ante sus palabras, pensando en mañana, en las elecciones que vendrán en un par de semanas, en el mañana que nuestros hijos y nietos vivirán, en que todavía estamos a tiempo, como sociedad y también como individuos, de poner en el centro de nuestras vidas y de la política el hermoso planeta que habitamos y nuestra manera de vivir y consumir hoy, ahora, ya, porque todo tiene que ver, porque somos una misma cosa. No somos responsables de las emisiones de carbono de las industrias ni podemos presionar del todo a las grandes corporaciones económicas, pero como individuos, uno a uno, en pequeñas comunidades, por barrios y pueblos, tenemos poder, más del que creemos.
Cuando Carson publicó su libro a principios de los años 60 en Estados Unidos, fue víctima de una campaña de difamación misógina donde se dijo de ella que era una histérica, una loca, una solterona, que carecía de legitimación intelectual. Al final, gracias a su trabajo, se creó la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos (EPA). Ella fue de las primeras en poner el foco en las industrias como responsables de la deriva climática. Un solo libro bastó para cambiar la conciencia de cientos de miles de personas, de millones, de un gobierno. La escritura es poderosa, es política. La voz de Carson se oye todavía: « Un siniestro espectro se ha deslizado entre nosotros casi sin que lo advirtiéramos, y esta imaginaria tragedia podría fácilmente convertirse en una completa realidad que todos nosotros conoceríamos. ¿Qué es lo que ha silenciado las voces de la primavera».
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