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El gigante invisible

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Hay situaciones que como ciudadanos no vemos o no queremos ver, incluso cuando pasas una barbaridad como un suicidio o algo parecido. Una de ellas es aquella que va acompañada de la vergüenza propia.

En este país, donde el coste de la vida, el transporte y la vivienda está a niveles de Alemania, pero no así sus salarios, y donde bancos y entidades financieras presionan cada día en el Congreso y Senado por un lado, y por otro amedrentan a quien ose levantar la voz con campañas en contra para no cambiar el sistema de deuda privada, crece un gigante del que nunca se va a leer en medios generalistas, y que en cambio, empobrece, arruina y mina la salud de nuestros ciudadanos.

Y no me refiero al trazo grueso, a los créditos para viviendas, ni a los coches u otros pagos a plazos. Me refiero a ese gigante del que nadie habla, sobre todo por miedo o vergüenza, y que está en todas y cada una de nuestras carteras.

Ese que aparece de la nada normalmente en un mal momento de nuestras vidas, y se materializa en forma de préstamo al 20 o el 30%.

Es ese momento en el que, para pagar una deuda extraordinaria pero necesaria en nuestro día a día, o para parchear un mal momento, hemos tirado del crédito de la tarjeta para pagar sin entender la letra pequeña, o incluso entendiéndola pero sin más espacio entre la espada y pared que elegir ese mal pago. Porque nuestra educación financiera será mayor o peor, pero nadie se atreve a prohibir semejante condena semiperpetua en aras de la libertad.

La inmensa mayoría de nosotros vivimos en un sistema donde el crédito está integrado en la nómina. Es cobrar un sueldo e inmediatamente nos abren las puertas del paraíso crediticio.

Limitado, claro está, a nuestras posibilidades según la nómina que tengamos. Es ese momento en el que banco te ofrece un paraguas, pero no llueve.

Loe bancos saben que pueden escurrirnos dos veces con el crédito, e incluso esperan que fallemos en un pago para cubrir esos beneficios. Entonces entran comisiones de 30 o 35 euros, recargos e intereses del 30%.

Y llega ese momento en el que el banco ve que necesitamos no ahogarnos, y no nos ofrece el paraguas, sino un flotador con mucho brilli brilli. Tanto, que nos va hundiendo poco a poco.

Y todo ello con el expreso beneplácito de los tres poderes legislativos:

El ejecutivo tiene miedo de cambiar algo y entrar en un nuevo problema que no abre telediarios, como ha ocurrido al negarse a hacer cambio en la cúpula del INE hasta que desde fuera economistas y centros de investigación resaltaban lo obvio.

El legislativo está demasiado ocupado en buscar su hueco en las redes y medios para imponer su discurso, da igual cuál sea. Total, tiene la misma caducidad que una hamburguesa de comida rápida.

El judicial, demasiado preocupado de pisar un callo y marcar un cambio de esos mismos que les subvencionan sus asociaciones, y les dan apoyos para que ayuden a la ciudadanía, especialmente a la ciudadanía de sus accionistas bursátiles, y luego se quejan de la saturación de los juzgados por las demandas de consumo.

Demandas judiciales posibles gracias a las directivas comunitarias y a las sentencias de la Unión Europea, no a las de nuestros tribunales nacionales.

Y mientras, todas esas personas que no llegan a fin de mes, que reciben pensiones de miseria, o nóminas endeudadas, deben asumir que ese paraíso no era tal sino el inicio de la frase “Viviste por encima de tus posibilidades”, pero no escuchan el añadido “pero no así mis beneficios empresariales”.

Pagar intereses del 18, el 20 o incluso del 30% es aberrante, no abusivo.

Ni en la antigua Roma se permitía un interés usurero del 12%, que así lo calificó Julio César, y lo bajó a una horquilla entre el 4 y el 8%.

Pero en mi era, los estadios y los deportes se patrocinan con semejantes usureros, y no se persigue la usura sino que se matiza con sentencias de un Tribunal Supremo encantado de haberse conocido y que no entiende que nadie quiera arroparlo, o buscando un efímero hueco en el trending topic que les suba en las encuestas, o promocionando a una Vicepresidenta que nunca hizo nada por cambiarlo, no fuera que no pudiera alcanzar su próxima ambición personal por el bien de todos.

Mientras, al ingreso de finales de mes o al cobro de ayudas o jubilaciones, nos llegan aparejadas una pátina de vergüenza, a veces más un losa que no pátina, íntima y pesada, que levamos cada día en nuestras carteras, a cambio de mal llegar al mes siguiente.

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