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Manuel Marchena, el magistrado que siempre tenía razón

El presidente de la Sala Segunda del Supremo, Manuel Marchena, en una imagen de archiv

Alberto Pozas / Pedro Águeda

7 de diciembre de 2024 21:21 h

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La salida de Manuel Marchena (Las Palmas de Gran Canaria, 1959) de la presidencia de la Sala Penal del Tribunal Supremo cierra una época. Una década en la que el departamento más mediático de la cúpula judicial española ha dictado sentencias, como el procés o el caso Gürtel, que han condicionado toda la política española. Atrás queda también una década de deterioro institucional por el bloqueo del Consejo del Poder Judicial y de cambios legales que han puesto el foco público, semana tras semana, sobre las decisiones de los jueces.

Marchena, impermeable a casi todos los rompecabezas que han llamado a su puerta en estos diez años, deja la presidencia de la Sala Segunda sin aparentes arañazos en la armadura que una parte de la opinión publicada fue construyéndole durante su carrera. La que, por ejemplo, le permitió salir ileso de los mensajes internos del PP en el Senado que justificaban su nombramiento al frente del Poder Judicial porque así el partido podría controlar “desde atrás” su Sala del Supremo. La que sentencia en firme los grandes casos de corrupción.

Tanto PSOE como PP estaban dispuestos a apoyarlo hasta que la filtración de los mensajes hicieron descarrilar el consenso. Marchena se anticipó con un comunicado en el que renunciaba a llevar las riendas del órgano de gobierno de los jueces.

El currículum oficial de Manuel Marchena es sencillo de trazar. Sacó las oposiciones en 1985 y se decantó por la carrera fiscal. Empezó a ejercer en las Palmas pero poco más tarde se trasladó a Madrid para pasar varios periodos intermitentes en la Secretaría Técnica de la Fiscalía General del Estado, uno de los departamentos más importantes del Ministerio Público y más pegados a la cúpula del organismo. Trabajó allí a la diestra, sobre todo, de fiscales generales como Eligio Hernández o Jesús Cardenal.

Su primer cambio significativo de despacho en la calle Fortuny llegó en el verano de 2004: se incorporó a la Fiscalía del Tribunal Supremo. Dejó la secretaría técnica unos meses después de que Cándido Conde-Pumpido fuera nombrado fiscal general del Estado. Un Conde-Pumpido que, años después, fue su compañero en el Supremo y que en la actualidad es su antagonista y némesis oficioso desde el Tribunal Constitucional. En 2007, Manuel Marchena cambió el escudo de su toga y fue nombrado magistrado del Tribunal Supremo. Siete años después, en 2014, se convirtió en el presidente de la sala segunda.

Los juristas que ya trataban entonces a Manuel Marchena, y lo han seguido haciendo hasta la fecha, se deshacen en elogios a todas y cada una de sus facetas, a veces rayando el fervor. Mientras el independentismo le atribuye jugadas de todo tipo y le atribuye todo tipo de influencias en otros órganos judiciales, en ese Madrid donde se cuece todo el paso de los años ha ido agrandando su figura hasta convertirlo en un caso único en la historia de los tribunales españoles. No solo magistrados. También editorialistas y opinadores han elogiado desde su calidad jurídica hasta la gestión de los debates técnicos de la sala.

Ciertas unanimidades obvian la habilidad de Marchena para que siempre parezca que no entra a ninguna pelea, política o judicial, aunque muchas hayan llevado su nombre con carteles luminosos. Su carácter conservador, a menudo ha quedado enterrado bajo toneladas de loas sobre ese concepto tan vaporoso como es la calidad técnica de un jurista.

La capacidad de Manuel Marchena para llevar en paz el timón de la Sala de lo Penal incluso en su época de mayor exposición se puede explicar fácilmente a través de la comparación. Por ejemplo, con la batalla campal que protagonizó el pleno de la sala vecina, la de lo contencioso-administrativo, durante la crisis del impuesto hipotecario. Ese departamento tardó un tiempo en recuperar, al menos, la cordialidad entre algunos de sus miembros después de un debate que, más que sentencia y votos particulares, requería de un parte de heridos. Un bochorno de tal calibre, como el que llevó al entonces presidente del Supremo, Carlos Lesmes, a pedir perdón en público, mientras buena parte de la sociedad tomaba nota de cómo el mayor tribunal del país decidió colocarse del lado de los grandes bancos en un momento muy delicado, habría sido impensable con Marchena como presidente de la sala.

En lo que pueden estar de acuerdo detractores y partidarios es en que Manuel Marchena es el juez que siempre tiene razón. Incluso cuando no la tiene en absoluto. Porque no se recuerda en la historia reciente de la Justicia española un magistrado que haya conseguido que el término “juez estrella” le sea aplicado en su acepción positiva. Su actuación televisada en el juicio del procés desembocó en la que se considera, él y buena parte de sus hagiógrafos, como su gran obra. La fortaleza inexpugnable de su carrera. La sentencia que, después de muchas discusiones internas, fue unánime y no por rebelión, como habían defendido los fiscales del Supremo y la mayor parte de la opinión publicada en Madrid, sino por sedición. Ni al gusto de la derecha, que pedía condenas más duras, ni por supuesto al gusto de los que calificaban el proceso de juicio político en el independentismo.

Todos los jueces tienen aciertos y errores. Algunos organismos han asestado duros reveses a Manuel Marchena en los últimos años. Por ejemplo cuando Estrasburgo tumbó su sentencia sobre el 'caso Atutxa'. Y no todas las sentencias relevantes de la Sala han sido unánimes, aunque tampoco él ha sido ponente de todas ni ha participado en todos los debates por el hecho de ser presidente. Y un episodio que habría sepultado la carrera de cualquier otro juez, a él le sirvió para blindarse ante algunos sectores como mito de la independencia judicial. Cuando renunció a ser presidente del CGPJ porque el Partido Popular presumía de que, gracias a él, podrían controlar la Sala de lo Penal.

La Sala controlada “por la puerta de atrás”

El WhatsApp de Ignacio Cosidó torció su segunda oportunidad para alcanzar la cima como presidente del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Supremo. Manuel Marchena jamás se permitiría aparecer como cómplice de una estrategia partidista para controlar la justicia. Sus detractores piensan que la alta consideración que se tiene, y que alimenta recurrentemente la prensa conservadora, le llevan a pensar que si alguien tiene que controlar la justicia es él y no un partido político.

No era la primera vez que esa aspiración se deshacía. En 2013 el Partido Popular le propuso para el cargo, pero el PSOE rechazó esa posibilidad. La credulidad no era un rasgo que adornara a Alfredo Pérez Rubalcaba, quien consultó en su entorno y fue advertido del “lobo con piel de cordero” que podía suponer un Marchena con tanto poder.

Marchena ha trabajado a conciencia las opiniones que se vierten sobre él. Es abierto y no practica el sectarismo en sus relaciones públicas. Modula, eso sí, sus discursos según quien sea el interlocutor, aunque adopta con matices la máxima warholiana de que todo el mundo se sienta famoso, en este caso reconocido y especial, aunque sea 15 minutos. En el momento que ha logrado que su interlocutor se convenza de que puede presumir de que ha “hablado con Marchena” pone el partido a su favor. En la mayoría de los casos. Pero son casos muy destacables.

Hay un género periodístico que se podría llamar “marchenismo”. Es hagiográfico y ha llegado a parir libros. En artículos de la prensa de derechas han llegado a pedir que se le pusiera su nombre a calles y parques. Resulta difícil esquivar el bochorno con algunos párrafos de los artículos de despedida que está recibiendo. Nada de esto podría entenderse sin su participación en el juicio del procés pero tampoco sin su dominio de las relaciones personales. Él rebaja la importancia de tanto halago porque sabe que lo importante es colocar el discurso en los artículos donde no se le menciona, al menos como fuente.

La solidez jurídica de Marchena no provoca controversias. Ni a izquierdas ni a derechas. Pero se antoja un ejercicio de voluntarismo atribuir a esa virtud su control de estos años sobre sus compañeros, miembros de una Sala donde se congregan brillantes juristas –no todos–. Para los admiradores de Marchena se trata de su capacidad para suscitar consensos a través del estricto debate jurídico. Para sus críticos se adivina un submundo de sutiles presiones, explotación de las debilidades del otro y adhesión inquebrantable de unos pocos.

El Supremo contra el Constitucional

El mensaje de Ignacio Cosidó achicharró el posible nombramiento de Marchena, pero para muchos su decisión de adelantarse anunciando su renuncia reforzó su imagen de independencia, dentro y fuera de la Justicia. Una cota de malla que le ha protegido la segunda mitad de su mandato en la Sala de lo Penal, la más expuesta a la política. Por el procés, los indultos, la amnistía, los efectos del bloqueo del PP a renovar el CGPJ y las sucesivas renovaciones del Constitucional que han implantado una mayoría progresista.

La imagen está cómodamente instalada y no tiene intención de moverse. Frente a un Gobierno que, según los jueces, ha metido mano en sus decisiones todo lo que ha podido para mantener a Pedro Sánchez en La Moncloa, Manuel Marchena ha hablado a través de sus resoluciones, otro recurso muy manido en el mundo judicial. Y mientras el Constitucional se ha convertido en un tribunal politizado hasta el extremo, el Supremo se mantiene entre determinados sectores como la roca judicial contra la que chocan las olas de la manipulación política. Frente al denostado “7-4” de Domenico Scarlatti a las sonoras y amplificadas unanimidades de Marqués de la Ensenada.

La figura de Manuel Marchena se opone, en público y en privado, a la de Cándido Conde-Pumpido. El fiscal general al que esquivó en 2004 que después fue su compañero en el Supremo. El rival al que derrotó en la lucha por la presidencia de la Sala de lo Penal y ahora el frontón contra el que se estrellan algunas sentencias del tribunal.

En las últimas semanas el Supremo ha vuelto a las portadas por su decisión de imputar al fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, después de que el Tribunal Superior de Justicia de Madrid elevase una exposición razonada para imputarlo por el contenido de la nota de prensa donde desmentía un bulo del entorno de la presidenta de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, y que acusaba a la cúpula de la fiscalía de frenar un acuerdo con el defraudador fiscal para hacerlo desfilar por el juicio. El Tribunal Superior de Madrid vio indicios de revelación de secretos en la actuación del ministerio público, que había asumido en primera persona García Ortiz. Hurtado, el magistrado del Supremo, concluyó que no, pero siguió adelante con la investigación por la filtración del correo de la confesión e incluso pidió a la Guardia Civil volcar seis meses de conversaciones del Fiscal General en archivos informáticos para investigarlas. Finalmente, redujo la intervención a una semana. García Ortiz sigue investigado y hay amplios sectores de la fiscalía que ven a Marchena operando en la sombra de un choque institucional sin precedentes.

Antes de llegar al Supremo el propio Marchena había pasado varios años en puestos de confianza de la Fiscalía. Accedió a la cúpula judicial por el mismo camino que el resto de magistrados. Entró en la Sala de lo Penal por un acuerdo entre conservadores y progresistas de un Consejo en funciones, y consiguiendo menos votos que, por ejemplo, Luciano Varela. Fue nombrado presidente con 12 de los 20 apoyos disponibles del órgano de gobierno de los jueces. Y en 2019 renovó su mandato, que ahora expira, porque ninguno de sus compañeros se planteó en serio disputarle el puesto. Una rampa de ascenso que, en otros casos no muy distintos, se convierte en arma arrojadiza.

Marchena no deja el Supremo. A sus 65 primaveras, y si no se mueve del tribunal, su carrera todavía tiene varios años por delante. Sus enemigos declarados insinúan que si se queda en el tribunal, será para seguir operando en la sombra y ejerciendo su influencia.

Sin él en la presidencia, empieza ahora una pelea de difícil pronóstico entre Andrés Martínez Arrieta, el más veterano de la sala, y Ana Ferrer, la primera mujer en acceder al departamento en la historia del Tribunal. Ferrer ya ha sido señalada por la derecha como la candidata preferida por el Gobierno, más que suficiente para que el sector conservador del CGPJ se cierre en banda.

El liderazgo incuestionable de Manuel Marchena se puede medir aquí nuevamente por comparación a futuro. La Sala de lo Penal afronta una etapa convulsa, con muchas más causas contra aforados de las que está acostumbrada a tramitar de forma simultánea. Desde la ramificación del 'caso Koldo' que afecta al exministro José Luis Ábalos hasta la investigación abierta al fiscal general del Estado, además del juicio pendiente contra el senador José Manuel Baltar por conducir de forma temeraria. Después del procés o de la causa de corrupción que tumbó el Gobierno de Mariano Rajoy, la Sala de lo Penal tendrá que aprender a vivir sin el liderazgo formal de Marchena, con todo lo que eso supone dentro y fuera del Tribunal Supremo.

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