Probablemente el lector se sorprenda al encontrar en el catálogo de la colección Qué hacemos un título que gira en torno a la literatura, a su problematización, a su función ideológica. No es el único: también nosotros recibimos el encargo con cierta extrañeza. La relación de títulos que engrosan la colección abordan temas urgentes, sirven para organizar la resistencia, para combatir el miedo y para hacer frente al peligro que supone la política de corte neoliberal que está ocasionando la pérdida de derechos a la ciudadanía –en estricto: la clase trabajadora– que costaron años y luchas conquistar.
La colección Qué hacemos plantea la necesidad de construir una alternativa y, en consecuencia, se pregunta qué hacer con los bancos, con la deuda, con la educación, con el trabajo, con la memoria histórica, con el medio ambiente. Son temas que nos preocupan a diario, pues son cuestiones básicas para nuestro porvenir. Pero ¿y la literatura? ¿Es necesario preguntarnos, con la que está cayendo, qué hacemos con la literatura? ¿Hablar de literatura en estos tiempos de resistencia y lucha no es una pérdida de tiempo, incluso una distracción a la hora de afrontar las cuestiones verdaderamente importantes? ¿No constituye, incluso, una obscenidad perdernos por las nubes de lo literario cuando el enemigo quiere acabar con nosotros? ¿Acaso estamos preocupándonos por las rosas cuando apenas tenemos pan? No. Porque cuando hablamos de literatura, estamos hablando de otra cosa.
Hablar de literatura mientras la ciudad se derrumba es, en sí mismo, un acto de desobediencia. Llevábamos demasiado tiempo acostumbrados a ir a remolque de la agenda marcada por el poder. Parecía como si no estuviéramos dispuestos a golpear, solamente a cubrirnos la cara o la entrepierna si acaso al poder se le ocurría golpear primero. Y siempre golpeaba. Ha llegado la hora de dar un paso al frente, de pasar al contraataque, de que seamos nosotros los que pongamos sobre la mesa los temas que hay que discutir. Y la literatura es uno de ellos.
Pero ¿cómo abordar este tema, tan aparentemente abstracto y alejado de lo real? Existían dos caminos. El primero consistía en tratar la literatura como una mercancía –¿acaso es otra cosa?–, como un objeto con valor de cambio insertado en la sociedad de mercado y, a partir de ahí, examinar el modo en que se distribuyen los excedentes que genera la industria literaria; evidenciar con datos cómo la decisión entre lo que se publica y lo que no cada vez se concentra en menos manos: mostrar que en 1984 cerca del 50% de lo que se publicaba en España lo controlaba el 3,5% de las editoriales, y que en 1998, de los 425.000 millones de pesetas que facturaba el sector editorial, 115.000 millones pertenecían al Grupo Planeta.
Acercarnos de este modo a la literatura nos permitiría también reflexionar sobre la denominada piratería –si bien afecta sobre todo a la industria audiovisual, también empieza a abrirse el debate en el ámbito de la literatura–, para preguntarnos quién es realmente el enemigo: ¿el lector que comete un delito por leernos o el editor que extrae la plusvalía de nuestro trabajo? No hubiera sido una mala pregunta para abrir el debate.
Era, sin duda, una buena manera de enfocar el tema. Y, en parte, este Qué hacemos con la literatura se detiene a analizar este fenómeno. Pero consideramos asimismo que antes de plantearnos la nacionalización de los medios de producción de las palabras –tema sobre el que será necesario volver– resultaba imprescindible acercarnos a la literatura como discurso. Max Aub, en su extraordinaria novela Campo abierto, publicada en 1951 como segunda entrega de la serie sobre la Guerra Civil española titulada Laberinto mágico, retrata una escena en la que se debate, en plena guerra, la pertinencia de socializar el Teatro Eslava de Madrid.
En la discusión se plantea la necesidad de socializar el teatro, entendiendo dicha socialización como la expropiación a sus antiguos dueños de ese espacio formado por escena y butacas (el espacio físico “teatro”); pero, se rebate, la socialización será estéril si en el nuevo teatro socializado se sigue representando el mismo teatro que antes, el llamado teatro burgués, por lo que se concluye que el proyecto teatral revolucionario lo que deberá «socializar es “el” teatro». Esto es, el teatro no como espacio, sino como discurso. Porque, en efecto, lo que hay que socializar es el discurso para producir un discurso radicalmente otro.
Para hacer de la literatura un discurso otro, que contribuya a la transformación social, es previamente necesario desembarazarse de las nociones idealistas y neohumanistas, dominantes hoy, que hacen de lo literario un discurso puro y autónomo, inocente, capaz de transcender las tensiones históricas en que los textos se inscriben. Todos empezamos a leer con el discurso humanista en el inconsciente: empezamos a leer creyendo encontrar en la literatura un modelo de vida, una respuesta a todas nuestras preguntas, para divertirnos y para sumergirnos en otros mundos y para conocer lo que no vivimos, pensando que la lectura nos hará mejores personas, más cultas y educadas, incluso más libres y felices.
Claro que esta interpretación de la literatura es asimismo histórica: en un mundo post-religioso como el capitalista, donde todas las respuestas ya no están previamente escritas ni se resuelven por medio de una revelación o acto de fe, la explicación del mundo hay que buscarla en otro lado. En este sentido, Terry Eagleton señala en El acontecimiento de la literatura que cuando la religión ha fracasado y ya no nos sirve para explicar el mundo, ésta es reemplazada por el arte o la literatura.
Es en este momento histórico cuando nace la concepción de lo literario como un discurso que, con una misteriosa autonomía, es capaz de interpretar el mundo, de darnos las respuestas que necesitamos, de salvarnos de los peligros de representar este mundo hostil e incomprensible. En este sentido, no es casualidad que el crítico de la New criticism I.A. Richards dijera que “la poesía es capaz de salvarnos”. La concepción dominante de la literatura nos habla, en efecto, de la literatura como una religión desplazada.
Tenemos una fe ciega en la literatura. Creemos que la literatura nos salvará, pero rara vez la literatura ha salvado a alguien o nos ha salvado de nada; ni siquiera nos ha dado una respuesta que nos permitiera ser más libres o vivir más felices. Al contrario, la literatura no es un camino ni hacia la libertad ni hacia la felicidad; más bien es un camino hacia la ilusión. Es cierto que la literatura, como el conocimiento en su conjunto, puede conducirnos a la desilusión, esto es, puede oponerse a la ilusión que la ideología dominante construye. Sin embargo, lo habitual es que la literatura, más que como oposición, funcione como elemento de reconocimiento ideológico que facilita nuestra inserción en el sistema, enmascarando con un discurso aparentemente autónomo y puro el funcionamiento del capitalismo.
Y de esto se trata cuando nos preguntamos Qué hacemos con la literatura: de romper con el discurso dominante, de enfrentarnos a la noción de literatura que se nos impone, de arrancarle el velo de idealismo que nos impide verle al texto literario su rostro histórico. Se trata de problematizar la literatura como discurso, reflexionando acerca de nuestra experiencia como lectores, pero también de explorar nuevas vías para la producción de un discurso literario disidente que nos permita abrir grietas en el capitalismo, para tumbarlo y para construir una sociedad libre de explotación. Porque, en definitiva, es de lo que se trata.
David Becerra es coordinador del libro Qué hacemos con la literatura, escrito junto a Raquel Arias, Julio Rodríguez Puértolas y Marta Sanz. Más información, en la web de la colección: www.quehacemos.org