La transición política española, meticuloso juego de equilibrios y pactos implícitos, dejo sin abordar, entre otros aspectos nada baladíes, las relaciones del Estado con las confesiones religiosas y la laicidad. Dicho de otra manera: hubo un cierto consenso en no afrontar el regimen de privilegios y la notable influencia económica, social y política de la Iglesia católica en España, dejando “atada y bien atada” su posición. Un primer acuerdo internacional de 1976 renovando el Concordato franquista de 1953, y cuatro acuerdos posteriores, casi preconstitucionales –de 3 de enero de 1979-, consolidaban y blindaban normativamente la posición hegemónica de la Iglesia. El débil artículo 16 de la Constitución proclamaba la libertad de conciencia y religión, afirmando la neutralidad del Estado, pero matizando rapidamente este principio con una declaración de confesionalismo religioso al afirmar que el “neutral” Estado mantendrà relaciones de cooperación con la Iglesia católica y otras confesiones.
Se había aparcado el tema, pero la realidad de una sociedad compleja, profundamente secularizada, tremendamente desacomplejada en su imaginario religioso, y crecientemente diversa y plural, hace que a estas alturas de la película todo el sistema chirríe, presentando contradicciones, ocasionando situaciones absurdas, manteniendo injustos privilegios y generando creciente insatisfacción. El marco político y jurídico es hoy incapaz de dar respuesta coherente a las demandas tanto de neutralidad de los organismos públicos como de libertad de conciencia, y a las políticas públicas de pluralismo religioso.
Un resorte de automatismo inconsciente hace que recurramos a pensar en respuestas articuladas en uno u otro de los pilares sobre los que hemos construido nuestro pasado: clericalismo o anticlericalismo. O el integrismo religioso tendente a imponer la única religión verdadera y expulsar la herejía, o la negación e invisibilidad de lo religioso como inexistente. Pero la realidad de la sociedad española contemporánea nos invita a tratar de forma nueva la cuestión: las opciones de conciencia, religiosas o no, cambiantes, desmitificadas, construidas a la carta, mestizas y dinámicas, pueden ser abordadas con la misma simplicidad y naturalidad con que abordamos la pertenencia a otros fenómenos sociales –creencias políticas, identidades culturales, lealtades nacionales…- dando respuestas concretas y coherentes al ejercicio de derechos que conllevan –reunión, manifestación, asociación…-
Podríamos decir que tenemos un ordenador nuevo –la sociedad– con el último sistema operativo que hay en el mercado. Pero hemos hecho una partición en el disco duro y cuando queremos trabajar o hablar sobre religión arrancamos el ordenador con el sistema operativo de un antiguo Spectrum (Ley de Libertad Religiosa de 1980, Concordato 1979) y que lo más que ha hecho ha sido ir descargándose «parches» (Acuerdos de cooperación, legislación específica para cada materia…) para salir del paso. El resultado es que va lento, no se pueden ver ni imágenes, ni videos, ni resolver los problemas que se le plantean (mezquitas, símbolos, uso de la calle…) y cuando lo hace da resultados incoherentes que en otros ámbitos sociales nos harían sonrojar.
Lo que tenemos que hacer es resetear el ordenador y abrir la laicidad con el mismo sistema operativo que el resto de aspectos sociales (cultura, partidos…). Luego tendremos que ir revisando los ficheros viejos (educación, financiación, simbología,…) y actualizarlos para que sean compatibles. Y ya que estamos, podemos incorporar algunos elementos de Linux al sistema operativo, por no asumir sin más el sistema que nos quiera vender el mercado y para que sea más cooperativo teniendo en cuenta la opinión de los usuarios.
Santiago Castellá es coautor del libro Qué hacemos por una sociedad laica, una propuesta de reflexión en materia de libertad religiosa y laicidad. Más información en Qué hacemos.