“Fui a confesarme y el sacerdote me forzó, abusó de mí”
“Todo comenzó un día de la Virgen del Pilar, después de una confesión. Él me forzó, yo me resistí y me castigó”. Así arranca el desgarrador testimonio de Valeria (nombre ficticio), protagonista, a su pesar, de Víctimas de la Iglesia. Relato de un camino de sanación, de la editorial PPC, el primer libro que relata los abusos sexuales de un sacerdote a una mujer en España.
El volumen describe en primera persona el proceso de supervivencia de una mujer abusada durante meses por un sacerdote, y el camino emprendido, en el ámbito eclesiástico, psicológico y judicial, para buscar reparación y justicia. En esta travesía Valeria se ha visto acompañada por un sacerdote, José Luis Segovia (Josito en el relato), uno de los hombres de confianza del arzobispo de Madrid, Carlos Osoro. Y por el psicólogo Javier Barbero, en la actualidad concejal de Seguridad y Salud del Ayuntamiento de Madrid. Ambos recorrieron junto a esta mujer un camino que culmina con la publicación de este libro, en pleno debate sobre si la actuación de la Iglesia ante las víctimas de abusos sexuales por parte de clérigos -sean menores, mujeres u hombres- se está quedando a medio camino.
“Como un depredador que acecha a su víctima, él llevaba mucho tiempo cercándome. De manera gradual y sutil había ido neutralizando mis defensas al tiempo que tejía una red que, sostenida en la confianza, impedía presagiar lo que iba a suceder. Cuando consideró que ya estaba lista, me asaltó”, escribe Valeria, quien admite que “quien abusó de mí consiguió corromper mi mundo de relaciones, me traicionó al brindarme ayudas que siempre se cobró y me manipuló al cargar sobre mis espaldas deberes morales y religiosos que él no dudaba en incumplir”. Y es que, en todo caso de abusos de autoridad, y los abusos sexuales también lo pueden ser, siempre se da el mismo cliché: una persona que te domina, oprime tu mundo y te hace sentir culpable.
La huella del miedo
Y aterrada. “Si algo recuerdo de aquellos años es el miedo. De hecho, la huella del miedo ha quedado impresa en mi vida. Y lo ha hecho hasta tal punto que se ha convertido en mi peor tentación”, prosigue el relato, que traza un recorrido que hoy, más de seis años después, le ha llevado a dar el paso de relatar, en primera persona, el horror padecido, las tentativas de suicidio, el aislamiento, la profunda tristeza y la manipulación de cuerpo y alma a manos de quien se supone un servidor de Dios. Y, en ocasiones, el silencio o la tentación de mirar hacia otro lado de la propia Iglesia y de la sociedad.
Aunque el relato huye del morbo y de los detalles concretos, sí refleja el modus operandi del depredador, las terribles consecuencias de las vejaciones sufridas –manifestadas, entre otras, en una anorexia-, el silencio y rechazo de algunos católicos, las lagunas del proceso canónico. “Reconozcámoslo -subraya en la primera parte del libro el sacerdote José Luis Segovia- durante mucho tiempo la Iglesia ha tenido pavor a mirar a los ojos de las víctimas. Las ha silenciado, siquiera mirando hacia otro lado o haciéndolas sospechosas, y a los culpables los ha convertido en meras piezas de un triste juego de ajedrez en el que la respuesta consistía todo lo más en cambiar la pieza de la casilla”.
Alejaron al sacerdote
Esto también sucedió en el caso de Valeria: después de decidirse a denunciar el caso, la primera respuesta de la Iglesia fue la de sancionar privadamente al sacerdote, y alejarle de su víctima. “Cuando decidí denunciar mi caso confié en que las decisiones adoptadas serían definitivas. No fue así. El culpable decidió acortar la duración de su condena y regresar a algunas de sus actividades apostólicas (…). Mi reacción fue visceral y automática. Indagué, acumulé pruebas y tomé una decisión”.
Denunció ante las autoridades civiles, y acudió a testificar. Los tiempos en la Iglesia también habían comenzado a cambiar, y hoy el sacerdote ya no lo es, y la víctima fue compensada económica y moralmente. Porque este libro, además de un relato crudo de abusos, es el testimonio de una “sanación” de una mujer que hoy continúa siendo creyente y ha conseguido seguir adelante. El perdón hacia el agresor es otra cosa.
“Yo no decidí convertirme en víctima, pero sí dejar de serlo. Por eso me gustaría pediros que no hiciérais de esta experiencia compartida un escándalo, un objeto de lucro o un pase de facturas”, culmina su testimonio Valeria. “Hoy sé que hay vida después de los abusos, que es posible disfrutar de los sentidos corporales: sentir el placer del tacto, el agrado del olfato, el gozo de la mirada, la complacencia del oído y el deleite del gusto”, termina.
Para ello ha sido imprescindible el trabajo de Josito y el de Javier Barbero. El psicólogo cierra el volumen con una reflexión acerca del lugar de las víctimas de abusos en la sociedad y en la Iglesia. “Llegó a mi consulta con un enorme bagaje de sufrimiento -relata-. Una mujer dañada, asustada, sabiendo que se aproximaba a un espacio desconocido para ella, en el que tenía que plantear algo que había experimentado y que era extremadamente duro, hiriente y humillante: los abusos realizados por un sacerdote”.
“En la primera sesión le planteé dos cuestiones básicas. En primer lugar, si quería dejar el lugar de víctima en la centralidad de su vida (…). Dicho en otra clave: uno puede vivir con cicatrices, pero no con heridas abiertas (…). En segundo lugar le dije que yo tenía una posición clara. No iba a haber equidistancias en mi discurso. La conducta de ese maltratador es, sencillamente, una inmoralidad, sin ningún tipo de matiz, y él es el responsable fundamental del abuso. Me da igual su infancia, sus condicionamientos institucionales, su posible ausencia de educación sexual, las dificultades de vivir el celibato en la sociedad actual, su soledad mal gestionada... No me importa tampoco que en otras áreas de su vida pueda ser muy piadoso, o muy brillante, o muy solidario, o muy... Me da lo mismo. Él era un hijo de puta que había generado mucho daño. Sin matices”.
“Yo soy un psicólogo creyente, subraya Barbero, pero creo que necesitamos llamar a las cosas por su nombre, precisamente para poder gestionarlas (…). Para que una persona abusada por un miembro de la Iglesia pueda ser sanada necesita de la compasión de la institución y de los profesionales que intervienen. No solo de su empatía. Es decir, vínculo significativo y compromiso con la persona. Nada más. Y nada menos”.