Con sólo sentir el curso que toma el cuchillo dentro del pedazo de carne, Jorge puede notar si está chiclosa, deshidratada o tiene la consistencia natural de los músculos de una vaca. Jorge, un carnicero que pide omitir su apellido, podría hacer esta evaluación con los ojos cerrados porque lleva 40 años en ese trabajo. Creció en el negocio de su papá en el estado de Jalisco y ahora tiene su propia carnicería.
A cientos de kilómetros, en Ciudad de México, los estudiantes del posgrado de carnes de la Facultad de Veterinaria de la UNAM no usan cuchillo ni miran la media res, observan datos estadísticos. Tablas con valores que miden la fuerza de corte, una técnica cuantitativa para determinar la suavidad que tiene un pedazo de carne. Cruzan esa información con datos como edad del animal y uso de beta–agonistas, es decir medicamentos “promotores de crecimiento”.
En el centro del país, estado de Michoacán, una familia de ganaderos recibe una oferta inesperada: polvo saborizante para que la carne de sus vacas, sea el corte que sea, tenga el sabor de la arrachera o incluso el de otro animal.
En el sur, paquetes de consistencia oscura van por tierra hacia la frontera con Guatemala. También van por aire, y a veces quienes llevan la carga son veterinarios en avionetas. De este lado de la frontera la llaman sal milagrosa, del otro lado chocolate. “Todos saben que el clenbuterol viene desde México”, dice Chino, un muchacho que traslada vacas en esa zona fronteriza. Sustancia ilegal en ambos países, el kilo de clenbuterol se trafica “a unos 200 mil pesos (cerca de diez mil dólares)”. Se usa un gramo por tonelada de alimento, si ponen de más, las vacas mueren.
Estas escenas son algunas de las situaciones que atraviesan una vaca y sus restos antes de llegar a las carnicerías y supermercados de México.
Yo como carne, al menos hasta ahora. Crecí entre vacas, tanto que el nacimiento de un novillo es uno de los recuerdos más vívidos de mi infancia en Argentina. Durante muchos años pensé que las vacas seguían teniendo la misma vida que en mi infancia en la pampa. Hace poco comencé a oír de corrales de engorde, o feed lot y luego a leer acerca de ganadería intensiva en México, donde vivo desde hace muchos años.
Empecé a preguntarme cómo es la vida de las vacas que luego llegan a millones de mesas como la mía. Cómo es la vida y cómo también la muerte. Qué hay en esa carne que nos venden empacada, congelada y a pedazos en supermercados, mercados y carnicerías. La carne que surte a miles de taquerías mexicanas. Este reportaje es resultado de esa búsqueda.
Se colocan con una pistola que dispara un chip dentro de la oreja de las vacas. Son implantes de hormonas y los usan prácticamente todos los ganaderos de México, aquellos que tienen tres o cuatro animales como los empresarios que crían miles de vacas por mes.
Los implantes de hormonas hacen que el animal genere más kilos de carne con menos kilos de alimento. “Pueden mejorar la ganancia diaria de peso en un 10 a 15% y al usarse en la etapa de finalización de un engorde intensivo se consigue un aumento del 18%”, según artículos científicos.
Los implantes hormonales se venden en veterinarias, en teoría solo bajo receta, pero en realidad cualquiera puede comprarlos. Algunos de los productos y marcas: Synavix S (benzoato de estradiol y progesterona, para novillos); Synovex H (benzoato de estradiol y propinato de testosterona, para vaquillas); y Synovex C (Estrógeno y progesterona, para becerros en crecimiento). Cuestan entre 40 y 55 pesos mexicanos por implante por animal, alrededor de dos dólares. Son de uso frecuente porque mucha gente los cree inofensivos, son una experiencia popular y barata para el engorde acelerado.
–¿Las hormonas añadidas en orejas permanecen en la carne?– pregunto a un veterinario. Es alguien que conoce de composiciones químicas, 20 años de experiencia, pero me pide no revelar su identidad.
–Sí. Y las hormonas que les ponen a los animales son varias –responde quien llamaremos Veterinario–. Son estrógenos, progesterona. Normalmente los ponen en la oreja cuando entran a los corrales de engorde. Si se los ponen dos veces les llaman reimplantes. Pero eso va perdiendo efectividad y en los últimos 30 días, al final lo que les ponen es un beta–agonista, el innombrable (clenbuterol)que es ilegal, y también el zilpaterol, que es legal“.
“El innombrable”, le dice Veterinario al clembuterol. Al otro lo llama por su nombre, zilpaterol
Clorhidrato de zilpaterol es el componente, Zilmax la marca comercial más exitosa. Un medicamento que se vende con cierto secretismo. Basta con asomarse a grupos de ganaderos en redes sociales donde algunas personas ofrecen el producto pero no dan precios ni precisiones abiertamente, sólo inbox.
Es un anabólico que modifica el metabolismo. Sólo está autorizado en México, Estados Unidos y Sudáfrica. Europa, Asia y los demás países del mundo lo prohíben por razones de las que nadie quiere hablar aquí. Quien sí se anima a nombrarlo es una persona que llamaremos Ganadero de Michoacán. Alguien con varios campos, empresario de alto nivel, pero también alguien que pide no revelar su identidad. Ya resulta evidente: la ganadería en México es un tema de oscuridades, miedos y silencios.
“El Zilmax es el primo hermano del clenbuterol pero es común en todos lados”, dice por teléfono Ganadero de Michoacán. Acepta la entrevista porque quiere contar lo que muchos callan. Su voz suena entre enojada y apesadumbrada aunque también con el aplomo de quien está decidido a sostener sus convicciones. No usar zilpaterol ni recurrir a hormonas le significa más tiempo, esfuerzo y dinero. “Ellos con 8 kilos de alimento hacen 1 kilo de carne, nosotros necesitamos 11 kilos –dice–. Y engordar a un animal en pastoreo regenerativo toma 30–34 meses desde que nace hasta el sacrificio, a ellos en ganadería intensiva les toma 18–20 meses”.
Time is money: con el ingrediente mágico de la Z son entre 39 y 100 dólares más de ganancia por cada vaca. Mucho dinero.
Con chip de hormona en la oreja el animal tiene hambre todo el tiempo. Come más, come mucho de un alimento que tal vez sin ese hambre voraz la vaca no querría ni comer. En general los ganaderos intensivos –es decir casi todos– le dan gallinaza y pollinaza: mierda de pollo y gallina mezclados con aserrín y los deshechos de la crianza intensiva de esos animales, mezclados con granos, forraje y prácticamente lo que sea. Con zilpaterol además ganará más músculo. La pregunta es cuál será el costo para el animal y cuál para el consumidor de su carne, ¿por qué está prohibido en casi todo el mundo excepto aquí?
Leo 10 artículos científicos buscando respuestas.
El fabricante de Zilmax asegura que no hay peligro “los niveles de residuos en tejido muscular son solamente alrededor del 10% de los valores en tejido hepático y los residuos en tejido adiposo esencialmente no se encuentran”. Los científicos confirman, parece que el zilpaterol es casi invisible. Debido a su composición química, gracias a su “ausencia” de cloro en el grupo cíclico“, el animal lo absorbe en 12 horas y en otras 12 horas desaparecerá todo rastro. Los ganaderos cierran el círculo, dejan de suministrarlo dos a tres días antes de matar a la vaca. Así, aunque haya consumido esa sustancia por meses –gran parte de su vida–, la carne de la vaca en teoría no tendrá huellas del fármaco.
Sólo un artículo aborda el tema de las contraindicaciones o efectos adversos: aumentos en la mortalidad del ganado bovino tras el uso de zilpaterol y ractopamina (CONASA): “el riesgo acumulado y la tasa de incidencia de muerte fue 75 a 90% mayor”.
En YouTube, la empresa Lesca ofrece kits para controlar si la carne cumple con los niveles permitidos de zilpaterol. “¿Por qué? –se pregunta el Dr. Thomas Nick, presentador del anuncio– Porque existe un riesgo potencial de efectos cardiovasculares si es consumido”.
Apenas eso, pocas voces. Pareciera que el zilpaterol, negocio próspero, es un tema que nadie quiere mirar a fondo. Mientras tanto, esta versión de clenbuterol light –o invisible– sigue drogando a las vacas que ve como máquinas y tal vez a nosotros también. No sabemos.
Más oscuro todavía está el terreno ilegal que transita el innombrable.
Bien lo conoce Chino, el muchacho que traslada vacas en la frontera México–Guatemala. Dice que el clenbuterol se usa para engordar al ganado. Que se trafica con las mismas lógicas de la cocaína y otras sustancias, que se vende a precios increíbles.
Chino tiene la piel morena y los brazos fuertes de quien ha trabajado toda su vida. Es robusto, grandote y fuerte. Un tipo curtido, de esos que imagino andan por la vida sintiéndose tranquilos. Sin embargo, apenas accede a hablar de este tema por unos pocos minutos. Otra vez ronda el miedo.
Cuando les dan alimento con clenbuterol, dice, “se ponen como locas las vacas, todas nerviosas, todas trabadas”. Su gesto de muchacho rudo se torna lastimoso. Ha visto violencia, creció en zona de pandillas, y aún así le afecta el asunto de las vacas con clenbuterol. Lo entristece de una forma diferente. Le recuerda a los golpes, los toques eléctricos, los maltratos asociados a un animal que está fuera de sí.
En su celular guarda algunos videos tomados hace pocos meses. Son vacas drogadas con chocolate, como le dicen en Guatemala al clenbuterol por el color que tiene la sustancia. Me muestra sólo un par porque asume: “no te gusta ver cosas feas”.
El clenbuterol provoca un efecto parecido a la adrenalina. En apenas 15 a 45 minutos aumenta la frecuencia cardíaca, la presión de la sangre, dilata los bronquios y acelera el metabolismo. Tanto altera que puede provocar muerte instantánea o cojera en bovinos. En caballos retrasa el parto, en otros mamíferos como perros la sustancia se transfiere al feto y en ratas fracturas de huesos, efectos cardiovasculares, inmunosupresión y problemas de aprendizaje y memoria.
Es peligroso para el animal y también para el ser humano que consume carne que lo contenga: la sustancia persiste, residual, aún cuando la carne sea cocinada. La prueba está en la orina de muchos futbolistas mexicanos.
Fue un gran escándalo en 2011: cinco integrantes de la selección mexicana dieron positivo en un control de dopaje durante los partidos de la Copa Oro, que se juega en Estados Unidos. Los suspendieron, hubo conferencias, desmentidos y exámenes de la Agencia Mundial Antidopaje (WADA, por sus siglas en inglés). Después se comprobó que los drogados no eran ellos sino las vacas que se habían comido. El anabólico que aparecía en su orina provenía de la carne premium que les daban en su dieta de alto rendimiento.
El escándalo fue mayor porque en México el clenbuterol ya llevaba 9 años prohibido.
Dos años más tarde aún, un estudio oficial mostró que el problema seguía: en 582 restos de animales ya faenados pero aún no trozados “se detectaron residuos de Clembuterol en el 26.2% de las canales.
Desde 2018, el clenbuterol está entre las 32 sustancias prohibidas según la Ley de Salud Animal y penado su uso con multas económicas y hasta 8 años de cárcel, Aún así, hasta el presidente, Andrés Manuel López Obrador, reconoce que el engorde artificial y el uso de sustancias en ganadería intensiva persisten. “Tenemos tache en esta materia”, dijo el 11 de septiembre de 2020.
Las leyes mexicanas tienen huecos. Por ejemplo, establecen un “Programa de Proveedor Confiable” –es decir libre de clenbuterol– que no es obligatorio sino voluntario. Entonces, los mataderos deciden si acatarlo o no y mientras se supone que el Estado inspecciona. Pero entre 2011 y 2017 en todo el país hubo apenas 185 inspecciones, un promedio de 26 visitas a rastros y ranchos cada año o una inspección cada 15 días, revela Una investigación de la periodista Beatriz Pereyra.
Vuelvo entonces con Jorge, el carnicero. Hablamos por teléfono. Está en Jalisco, una región ganadera donde en años recientes se han detectado muchos casos de uso del anabólico ilegal.
–¿En la carne se puede identificar si tiene clembuterol?
–Sí. Definitivamente la carne se vuelve más musculosa y más deshidratada. En el momento en que cortas se torna pegajosa, como chiclosa.
–¿Sus abastecedores le dan certificados de que no hay clenbuterol ni tóxicos en el producto?
–No. Nos dan una nota con la procedencia de la carne. La mayor parte de rastros (legales) le pertenecen al gobierno, entonces yo creo que si estoy comprando en un lugar regulado por el gobierno se debería de entender que la carne está certificada.
Se enoja un poco Jorge. La duda le ofende porque él se abastece por la vía legal, más cara y con menor margen de ganancia. Aún así, no tiene certezas.
Lo siente el carnicero al pasar el cuchillo porque lo hecho miles de veces, pero también se nota en la canal, el cuerpo casi completo de la vaca muerta. Quienes habitan esos mundos de rastros y mataderos dicen que la carne de un animal engordado con anabólicos se ve roja, tensa, musculosa. Se ve.
María de la Salud Rubio es doctora en carnes. Habla a toda velocidad con absoluta precisión, sin perder el hilo de sus comentarios ni desatender un instante –ni una palabra– lo que dicen los demás. Cita estudios y muchos datos sin aburrir. Desborda pasión por su trabajo, que también va sin pausa ni respiro. Agenda imposible: clases, conferencias y avanza en sus investigaciones: inocuidad alimentaria, carne in vitro y tropical meat, su hipótesis acerca de vacas que han vivido en pasto y tienen pocos días de engorde.
La experta en carnes nació en Córdoba, Andalucía, y como marca de origen brota su tonada junto a su ser frontal, sin diplomacias. “Estudié veterinaria pero no quería ser clínica, no quería cuidar perritos, no era mi vida”, dice. Eligió la rama menos común, tecnología de alimentos. “Pero no voy por ahí para que la gente coma carne, sino porque me gusta la ciencia –aclara–. No voy a estar convenciendo o des–convenciendo a alguien para que coma carne, cada uno que haga lo que quiera”.
María de la Salud Rubio se doctoró en Texas, la tierra de los vaqueros en Estados Unidos. Ahora, con varias décadas de experiencia, cerca de 100 tesis dirigidas, unas 200 conferencias dictadas y nivel II del Sistema Nacional de Investigadores, es parte del Centro de Enseñanza Práctica, Investigación y Producción en Salud Animal, de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), las más importante del país. Su vida es laboratorios, fórmulas, gráficas de proteínas y mundos crípticos e incomprensibles para otros mortales.
Estudia vacas, camarones, cerdos, corderos y ovinos. Analiza sus músculos, morfología, desarrollo en diversos ambientes y el impacto que ahí tienen. Su interacción con microorganismos pero sobre todo bacterias como la Salmonella. Es capaz de analizar 1,165 lomos de carne para escribir un artículo acerca de patrones para evaluar color en carnes de bovinos.
“Eso que ves ahí es la proteína. Es como un cucurucho. Son tejidos conectivos, el armazón del músculo”, explica emocionada ante una imagen en blanco y negro que parece un dibujo pero es ampliación de una imagen microscópica. Todo ese universo ve la doctora en carnes donde otros vemos sólo rayitas.
Dos veces por semana dicta clases de Ciencia de la Carne de la Facultad de Veterinaria de la UNAM. Me invita y así curso un trimestre como oyente porque quiero tratar de entender.
Las clases son mañanas completas en zoom. Hoy la doctora presenta fotografías de 6 pedazos de carne y pide a los alumnos que analicen el color de cada uno porque con base en el color se puede deducir qué tan estresado estuvo un animal. Si tenía mal carácter, si era novillo o ternera, si estaba nervioso o asustado.
Un pedazo de carne puede analizarse también con técnicas que resultan en información cuantitativa: su firmeza. Para medirla se usa un aparato que parece un taladro adherido a una mesa. La máquina que perfora el pedazo de carne y a partir de ese instante, cruzando datos de fuerza y resistencia, elabora un parámetro de grasa intramuscular.
Un parámetro que nos puede decir si el animal vivió drogado o no: el que consumió zilpaterol tiene un 6.77% de grasa, el que no consumió 10.08%. “El zilpaterol aporta musculatura pero genera dureza –menciona la doctora–. Entonces después eso encadena el uso de…”, hace silencio y sus alumnos completan “…ablandadores”.
Aparece así otra escena de intervención sobre las vacas criadas para ser carne: adulterarlas después de muertas.
A la gente le gusta la carne blanda. Y para que eso ocurra hay dos opciones: esperar a que el cadáver madure –mínimo 24 horas, ideal 14 días, dice la experta– o agregarle sustancias (que tampoco querríamos ver en un bife). Se usan tres técnicas para ablandar. “Mecánica”, con máquinas que atraviesan la carne con cuchillas como grandes alfileres y dejan rayada la superficie del músculo. “Estimulación eléctrica”, que son corrientes aplicadas sobre el cuerpo completo de la vaca recién muerta para romper las fibras musculares. Y “marinado químico o enzimático”, que es agregar sustancias de diversas maneras pero sobre todo por inyección.
“Es una forma muy bonita de decir 'vamos a cometer fraude'”, resume la doctora Rubio.
Porque inyectar no sólo tierniza, también aumenta volumen y peso. Una práctica ya conocida en pollos que se extendió a las carnes rojas. “Por ejemplo, un trozo de carne inyectado crece aproximadamente un 30%. Y así un sirloin de 400 gramos puede llegar fácilmente a unos 650 gramos”, explica bastante encabronado Ganadero de Michoacán.
Jorge el carnicero recuerda: “En una ocasión una persona me ofrecía carne y cuando noté que me la ofrecía más barata que los demás le pregunté si estaba inyectada. Me dijo '¡por supuesto que sí! Si no no podría dárselo a ese precio'. Era por lo menos un 15% más bajo de lo que regularmente puede costar. Me dijo que su carne incluía un 30% de agua pero tampoco puedo saber, quizás tenga un 40 o hasta un 50%. Y ni se si es agua potable o qué”.
¿Qué se inyecta a las carnes ya trozadas en México? Soluciones de agua con sales de sodio y potasio, di y tri–fosfatos y ácidos (lactatos acético y cítrico). Es preocupante el agregado de soluciones salinas en un país donde al menos un 25.5% de su población adulta padece hipertensión arterial. Pero también en un país donde el agua no potable es un problema de salud pública, preocupa que “los métodos de marinado pueden representar un riesgo para la salud pública por la internalización de patógenos superficiales hacia el interior de la carne (...). Se han reportado brotes de E. Coli O157:H7 o Salmonella spp. asociados a carne de res marinada”, según el último artículo publicado por la doctora Rubio.
La inyección lleva hacia adentro de la carne los microbios que pueden estar en su superficie exterior o en superficies con las cuales hace contacto. Algo que en México puede ser desde un recipiente plástico a la ciudad toda, porque es común ver camionetas que trasladan carnes al aire libre sin aislamiento ni cadena de frío.
Ahora volvamos a mirar el filete de carne que está en la vitrina del supermercado: brillante, rojo, terso. Primero fue una vaca hormonada para comer sin pausa (y alimentada con basura mixta). Después drogada para ganar más kilos en menos tiempo y ganar además más músculo que grasa. Luego, ya muerta, fue ablandada con perforaciones o toques eléctricos. Y al final también inflada con algo que dicen son sales aunque no sabemos bien qué es ni cuánto le pusieron.
Miro los trozos de carne durante un rato y admito mi fracaso: No soy capaz de distinguir si el color indica algo, si la carne es dura por anabólicos o fue ablandada. Apenas tal vez veo las rayitas que dejaron ablandadores mecánicos. Apenas soy capaz de saber que el sello “TIF” indica que proviene de un rastro fiscalizado. En los congelados del supermercado –que son muchos– directamente nada puede notarse.
“Tiene que existir alguna manera de saber qué tiene”. Me voy a dormir con esa idea, me despierto en medio de la noche, amanezco igual. “Alguna una forma de verla con microscopio o analizar químicamente”, me digo.
En medio, me comunico con 18 laboratorios por teléfono y envío otros tantos correos electrónicos. Algunos me contestan, otros guardan silencio. La filial de una gran empresa internacional que tiene los preparados me responde un seco “no, no lo hacemos” cuando pido buscar residuos de anabólicos, clenbuterol, beta–agonistas y soluciones salinas.
Finalmente sólo dos de los 18 laboratorios acreditados en la Ciudad de México para ensayos en temas alimenticios, categoría “casos especiales”, respondieron que podrían realizar el estudio.
La empresa privada ONESITE Laboratories, donde el análisis de cada muestra cuesta $2,441.80 sólo buscando clenbuterol y sodio (USD $123). El otro, el estatal Centro Nacional de Servicios de Constatación en Salud Animal (CENAPA), que depende de la Secretaría de Agricultura buscan todo pero es más caro, $ 3,863 pesos por cada muestra (USD $ 195). Así, analizar diez pedacitos de carne como para tener una panorama mínimo puede costar entre 1,200 y 1,900 dólares y realizar un verdadero muestreo representativo de unas 100 pruebas al menos podría costar cerca de 20,000 dólares.
Sin mucha esperanza busco en el Estado. En los 463 rastros certificados TIF que presume en 2021. El Servicio Nacional de Sanidad, Inocuidad y Calidad Agroalimentaria (Senasica) hace inspecciones pero los resultados de laboratorio que analiza provienen de los propios mataderos. O sea, quien realiza las pruebas y concentra resultados es el rastro mismo porque los propietarios de la información son los mataderos, me explica por teléfono una trabajadora de Senasica. En el área específica de establecimientos TIF me atienden con amabilidad y confirman que tal vez cuentan con información pero no es pública ni se puede difundir. Si quiero saber qué tiene exactamente ese bistec, tendré que tramitar solicitudes de información vía leyes de transparencia.
Identidades encubiertas, secretismo, terror: hablar de industria cárnica es casi tan oscuro como hablar de narcotráfico.
Hay dato que sí existen: en México se matan 8,2 millones de vacas cada año; en México comemos unos 69 kilos de carnes –de distintos animales– al año.
Una carne que se va poniendo cada día más turbia.
“Ahora vinieron a ofrecerme un saborizante. Porque el suero que le inyectan puede ser ablandador y saborizante. Me ofrecieron sabor arrachera, sabor carne de res y pollo”, dice Ganadero de Michoacán. Es decir, carne adulterada para que sepa a carne. Res con sabor a pollo. Pollo con sabor a res. Res con sabor (artificial) de res.
¿O será el sabor un recuerdo de un pasado ya inexistente?
La Real Academia Española, en sus primera y segunda acepción, define carne como “parte muscular del cuerpo humano o animal” y “carne comestible de vaca, ternera, cerdo, carnero, etc., y muy señaladamente la que se vende para el abasto común del pueblo”. Esto que nos venden, esto que comemos, tal vez ya quede fuera del concepto.
Hoy es la última clase del Curso en Ciencias de la Carne. Se estudia el uso de antioxidantes, formas de mejorar la conservación. Hay una extensa lista de sustancias naturales posibles de usar que van desde la pimienta al tomillo, entre otras. Pero también se utilizan gases, explica la doctora Rubio.
En la industria, al momento de empacar se disparan sobre la carne y de inmediato cierran con una película plástica encima.
Se usan varios tipos de gases “pero este sí es un problema –dice la experta–, el monóxido de carbono. Se me hace peligroso porque reacciona con la mioglobina, se pega irreversiblemente al hierro en lugar del oxígeno y se queda de ese color aunque esté podrido”.
La imagen es brutal (como lo fue un escándalo de este tema en Brasil, que vincula al gigante JBS). Un disparo de gas hará que la carne oscura, en proceso de putrefacción, pase a verse roja y brillante.
No sólo por un ratito, para siempre. Un toque de gas que dará a los bistecs brillo de lucecitas en los refrigeradores del supermercado.
Maquillaje final.
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