Virginia Mendoza, antropóloga: “Cuando pasas cuatro años sin agua, te levantas contra quien haga falta”
Cuando hablamos de sequías extremas, esas que dejan el suelo agrietado y convierten la supervivencia en un desafío, solemos pensar en paisajes polvorientos y exóticos, muy alejados de nuestro confortable mundo de grifos y piscinas. Pero la “sed” está mucho más cerca, en esos pueblos de España que sufren periódicamente la falta de lluvia y cuyas vidas y creencias giran en torno a la posibilidad de que el cielo les devuelva la esperanza.
La antropóloga y periodista Virginia Mendoza nació en Terrinches (La Mancha), un lugar de paso clave en la historia de la península, cuyos habitantes se vieron inmersos en las primeras guerras del agua. Allí surgió la primera sociedad hidráulica de Europa y allí se crió ella, marcada por los periodos en que había que racionar el recurso y colocar cacharros en los patios para hacer acopio si sucedía el milagro de la lluvia.
A partir de sus recuerdos en este “país de sedientos y de ahogados por la sed”, Mendoza vertebra un ensayo sobre el papel que ha jugado la falta de agua en nuestro devenir como especie, nuestras mitologías y nuestra forma de ver el mundo. Según ella misma resume, lo que pretende contar en La sed (Debate, 2024) es “la historia que se nos olvida cuando abrimos el grifo, y que llevamos grabada en los genes”, una historia que no puede ser más oportuna, en un contexto de sequía, cambio climático y tensiones por la falta de agua.
¿Somos una especie moldeada por la sequías?
Nuestra especie evolucionó en un ambiente de aridez, pero creo que no se puede decir nada tan contundente como que la sequía nos ha dado forma. Por eso hablo de la “sed”, que es nuestra reacción ante la escasez de agua, asociada a la vez del abuso de poder de unos pocos que desde siempre han querido apoderarse de ella.
Hace 4.000 años, en la zona donde usted nació, ¿la “Cultura de las Motillas” fue una especie de Mad Max manchego?
Sí, a veces se cita como uno de los primeros ejemplos de desigualdad social. Y tuvo que ver con el control del agua, porque en las primeras civilizaciones el poder y el estatus se basaba en el control del agua.
¿Llegó a valer más que el oro?
En algún momento, seguramente. Sin embargo, nuestra asociación al agua es mucho más antigua. Si retrocedes, vas viendo que los bifaces más antiguos de la industria achelense aparecen siempre al lado de los ríos, se cree también que los utilizaban como corredores naturales desde su campamentos base hacia campamentos estacionales que utilizaban en épocas en las que iban a cazar. Aquellos primeros humanos iban siguiendo los ríos. Cuando se establecían en cuevas también intentaban hacerlo con vistas al agua, porque además de protegerte te estás garantizando el acceso a las presas. Y si vas todavía más atrás, en África, te encuentras lo mismo. Los primeros restos de homininos se han encontrado en zonas de rivera, en antiguos lagos que hoy no existen. Se va viendo esa necesidad constante de estar pegados al agua.
A lo largo de la historia, cuando ha faltado el agua la estructura social saltó por los aires e incluso cayeron civilizaciones, ¿no?
La primera guerra documentada de la historia —la batalla de Umma-Lagash— fue una guerra del agua, por una tierra fértil. Más tarde tienes un largo historial de motines de subsistencia. Aunque a veces no se asocia directamente a la sed, haciendo una cronología de los años previos me encontré que en la mayoría habían pasado tres o cuatro años de sequía. En aquel tiempo, cuando se estaba terminando la cosecha, todo pendía de un hilo. Un año sin agua podía ser llevadero, al siguiente temías por la vida de tus hijos. Pero, si se juntaban tres o cuatro seguidos, te levantabas contra quien hiciera falta.
En 1983 un pueblo se levantó contra un señorito porque estaba regando sus campos en plena sequía. Con sus protestas consiguieron que el río volviera a llevar agua
Aunque ahora hay otros factores, está la cosa revuelta en el campo. ¿Veremos motines de subsistencia?
No puedo evitar verle cierta conexión, porque he estado estudiando cómo esto se va repitiendo. Las circunstancias no son las mismas, claro, pero estamos en esa misma situación. Se han juntado tres o cuatro años de sequía y es más fácil saltar. Independientemente de todos los otros factores que explican una situación tan compleja. Yo defiendo el campo y los agricultores, pero también sé que tenemos que hacer todo por combatir el cambio climático. Es una situación muy complicada. Hay que encontrar un equilibrio.
¿El mundo se ve distinto cuando has pasado sed? Los problemas que cuenta de su infancia en La Mancha, en Madrid pueden sonar lejanos.
Algunos alucinan cuando les cuento lo que pasó aquí en los años 90. Hace poco leí que la sequía “fue tan grave que Madrid estuvo a punto de haber cortes de suministro”, como si los que estábamos de verdad al límite no existiéramos. Unos años antes, en el 83, hubo incluso otra guerra del agua, en Villanueva de la Fuente, al lado de mi pueblo. El pueblo se levantó contra un señorito porque estaba regando sus campos. Se dijeron “¿qué está pasando aquí? ¿Por qué están tan lustrosas esas mazorcas?”. Tiraron los postes del tendido eléctrico y con sus protestas consiguieron que el río volviera a llevar agua. Son historias olvidadas.
¿Tiene un recuerdo personal de la sed?
Yo era una niña y acompañaba a mi abuelo, siempre estaba pegada a él. Hubo un tiempo en que por las tardes yo me iba con él a abrir y cerrar el agua del depósito del pueblo. Yo interioricé eso, pensé que el mundo funcionaba así. Teníamos agua tan poco tiempo que todo el mundo hacía acopio cuando mi abuelo abría el agua. Y ponían cacharros para recogerla si, por suerte, llovía. Eso te deja una huella, claro.
Por las tardes yo me acompañaba a mi abuelo a abrir y cerrar el agua del depósito del pueblo
¿Siente algo especial al ver el agua correr?
El primer impacto lo tuve hacia los diez años, cuando vi el Ebro. Me llevaron a Zaragoza y dije: “¿pero esto qué es? ¿De dónde sale toda esta agua?”. Y todavía hoy me enerva ver que un grifo no se cierra. Cuando estaba viviendo en Armenia, una cosa que me chocaba mucho en las zonas un poco más apartadas era que había muchas casas donde yo veía el grifo echando agua todo el rato. Para mí era un dolor. Y resulta que tiene una explicación. Para ellos el fluir del agua es muy importante por la relación con sus muertos. En Armenia en cada esquina hay una fuente, asocian el fluir del agua con el ciclo de la vida, es como si mantenerlas facilitara esa vida en el más allá. De hecho, cuando alguien emprende un viaje detrás del coche tiran un cubo de agua. Asocian el agua en movimiento con la buena suerte.
¿Una buena parte de las mitologías de las diferentes culturas de la Tierra tienen que ver con el acto de llover o llamar a la lluvia?
Sí, sí, mires donde mires hay infinidad de rituales en todas las religiones a lo largo de la historia. En España hay petroglifos asociados a la invocación de lluvia, algunos simulan el efecto del agua al caer sobre agua quieta.
Esas ‘danzas de la lluvia’ están más cerca en el tiempo y el espacio de lo que pensamos, ¿verdad?
Efectivamente. Por ejemplo, San Isidro es el santo al que más se le ha pedido la lluvia en España y buena parte de América latina. Yo tenía curiosidad de ver cómo lo vivían en Madrid y fui a la famosa fuente milagrosa y la ermita que hay al lado. Y vi a un cura rezando por la lluvia mientras todo el mundo besaba una reliquia del santo. O sea, que se sigue haciendo.
La tradición de San Isidro que conecta con un mito antiquísimo sobre el león y el toro que se persiguen en el cielo (las constelaciones) en función de los periodos lluviosos y secos, ¿cuándo empieza eso?
No sé exactamente en qué momento empieza, pero por escrito aparece en la epopeya de Gilgamesh. Ishtar sube al cielo y le pide a su padre que le mande al “toro del cielo” para vengarse por un rechazo y que traiga una sequía catastrófica. Eso te está hablando de esa asociación que ha tenido históricamente la constelación de Tauro con la lluvia. Es algo que se repite muchísimo, hasta el punto de que empiezas a ver cómo esos reyes acaban encarnando ese papel del toro. Los dioses de la lluvia más antiguos que he encontrado son hombres que mantienen rasgos del toro, sobre todo la cabeza, pero poco a poco el hombre va teniendo más protagonismo y acaban apareciendo hombres a los que solo les quedan unos cuernecitos y representan ese poder, asociado también a la fertilidad.
No es casual que la ‘A’, la primera letra del alfabeto, sea la simplificación de un buey, ni que “agua” es una de las palabras más antiguas, ¿no?
Está tan presente que hay culturas en las que se usa como raíz para crear la palabra que significa “bebé” o “niño” (como en “guaje”). Y en trabajos con simios a los que se enseñó el lenguaje de signos se ha visto que las primeras palabras que usaron fueron “agua” o “beber”. Y cuando las combinaban formaban conceptos relacionados, como “taza”.
Entre las primeras palabras que pronuncia un bebé están 'mamá' o 'agua'
¿Es posible, como usted sugiere, que la “sed” estuviera implicada en el origen del lenguaje?
No se puede decir rotundamente, pero evidentemente algo tuvo que despertar esa necesidad de hablar. Y cuando ves que en esos animales, cuando consiguen comunicarse con nosotros, lo que predomina es “bebé”, “agua” o “taza”… Por no mencionar que entre las primeras palabras que pronuncia un bebé están “mamá” o “agua”.
Y, cuando llueve, ¿qué siente?
Me da una alegría increíble. Yo veo llover y si encima hace tiempo que no llueve y salgo a aspirar ese olor que es mi favorito, el petricor…
¿Por qué el olor a tierra mojada es el favorito de mucha gente?
La razón puede ser heredada, por la alegría que podía suponer la llegada de la lluvia. Porque el petricor lo hueles si vienes de una época de sequía, es difícil notarlo en Santiago de Compostela. Ese olor implica que hayas vivido en una sequía, así que olerlo es una especie de alegría porque seguimos vivos y esto no se ha acabado.
Una versión de la caída de la ciudad de Teotihuacán, en México, es que la gente se enfadó con los dioses y los sacerdotes porque no cayó la lluvia prometida, ¿cómo de frecuente es lo de rebelarse contra los dioses por la sed?
Mucho. En el río que pasa por delante de mi casa, en Castelserás (Teruel), sucedió una historia curiosa. Cuentan que en una época de sequía extrema se hizo una rogativa y no llovió. La gente se enfadó y tiró el Cristo al río. No sabemos si es mito o realidad, pero parte de los rituales de invocación de lluvia pasan porque si llegas a ese punto desesperado castigas a esa imagen a la que estás pidiendo que llueva.
Ha sido muy común ponerle sal en la boca al santo, como diciendo ‘a ver si le da sed y hace que llueva’
Otra cosa que ha sido muy común, por ejemplo, ha sido ponerle sal en la boca al santo, como diciendo ‘a ver si le da sed’. Funciona como “magia simpática”, si le despierto sed al santo a lo mejor me empieza a hacer caso. De hecho, cuando se saca el cuerpo de San Isidro se deja la tapa abierta para que tenga conexión con el cielo. Y a San Isidro también se le llega a castigar, lo dejan en una ermita distinta durante días y no vuelve a la suya hasta que no llueva. Es frecuente ponerles sal o bacalao en la boca a los santos, e incluso meterles la cabeza en un lago o en un embalse. O directamente sumergir al santo, que es un poco extremo (risas).
¿El hecho de que “al final siempre llueve”, ha alimentado la superstición?
Independientemente de lo que crean las personas que lo practican, esos rituales a ellos les unen. Creo que no importa tanto que creas que tu santo va hacer llover, lo importante es que te estás uniendo a tu pueblo en un momento de desesperación para pedir lo mismo. Estos ritos sirven para, de alguna manera, atenuar ese miedo. Es verdad que se aprovechó de muchas formas, y lo que yo he visto al estudiar la historia es que el momento de auge de rogativas coincide con el de levantamientos. Y, en ese sentido, es cierto que la rogativa ha sido una forma de canalizar esa ira de manera preventiva, una herramienta muy útil.
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