¿Vivir más es caro?
El pasado mes de octubre, Óscar Arce, Director General de Economía y Estadística del Banco de España, afirmaba: “Vivir más es caro, comporta costes adicionales de todo tipo”. El envejecimiento poblacional –explicaba en la Jornada Institucional Previsión BBVA 2019- tiene profundos efectos en todos los ámbitos de la economía y pone en cuestión la sostenibilidad del sistema de pensiones. En este contexto deberían explorarse las posibilidades de promover y sacar el máximo partido del ahorro privado de los hogares. En particular, teniendo en cuenta el elevado porcentaje de las familias que son propietarias de la vivienda en la que residen, se deberían potenciar “productos financieros que permitan hacer más líquidas esas carteras inmobiliarias con las que llegan muchos españoles a la época de jubilación, por medio de productos financieros del tipo hipotecas inversas”. Dicho de otro modo, ante la previsible disminución de la “generosidad” de las pensiones, las personas jubiladas, deberían ir pensando en hipotecar su vivienda para “financiar parte de sus decisiones en consumo corriente”, es decir, para vivir.
La reflexión del representante del Banco Central enlaza con dos rasgos característicos del discurso hegemónico sobre la población y la vivienda en España: por una parte, el envejecimiento de la población –fruto del alargamiento de la esperanza de vida y la reducción de la fecundidad- nos aboca a una crisis demográfica; por otra, la vivienda no debe ser considerada tanto como el derecho básico que promulga la Constitución, sino un activo financiero que cada uno debe adquirir y con el que, eventualmente, negociar.
La preocupación por el envejecimiento ha reemplazado otros factores demográficos sobre los que mucho se había discutido en el pasado. Los miembros de mi generación, precisamente porque nos vamos haciendo viejos, podemos recordar cómo, en nuestra juventud, la crisis demográfica que llevaría la humanidad a la debacle no debía proceder tanto la estructura de la población, sino de su volumen. Eran los tiempos del informe del Club de Roma (1972), cuando el crecimiento aparentemente irrefrenable de los humanos –la “bomba demográfica”- agotaría de manera ineluctable los recursos mundiales.
Hoy, la paulatina disminución del crecimiento poblacional ha hecho evidente el error de aquellas previsiones y ha puesto de relieve el carácter en buena medida ideológico de los temores que estas suscitaron. Así, el discurso neomalthusiano ha dado paso a otra narrativa: la combinación de la baja fecundidad y el aumento de la esperanza de vida nos conducen al envejecimiento y a la decadencia demográfica. Así, la alarma acerca del volumen de la población ha sido sustituida por los temores sobre su estructura, la “bomba demográfica” por el “invierno demográfico”, Malthus por Spengler.
El envejecimiento, se nos dice, que tiene su origen en el cambio de valores individuales y colectivos, entraña riesgos enormes para las sociedades europeas: su pérdida de peso en el contexto mundial, la imposibilidad del reemplazo generacional y la incapacidad de frenar la inmigración foránea que acabará “fundiendo nuestras virtudes raciales”, como advertía ya en los años treinta del siglo pasado el ilustre demógrafo Josep Antoni Vandellós. A ello debe sumarse la imposibilidad de pagar las pensiones y, por ende, de proveer a la población una vejez digna.
Hete aquí como dos triunfos humanos extraordinarios -la progresiva emancipación de la mujer y la prolongación de la esperanza de vida- han acabado siendo presentados como un problema. Se olvida así una larga serie de factores que los demógrafos no se cansan de recordar: las transformaciones en curso han permitido la incorporación de la mujer al mercado laboral, aumentar la proporción de personas que cotizan durante largos años, mejorar la formación de la población e incrementar extraordinariamente la productividad. Se obvia, asimismo, que la disminución de la fecundidad no comporta necesariamente la reducción de la población, que los hijos viven mejor y durante más tiempo y que las migraciones deben ser consideradas hoy un factor estructural en la reproducción de las sociedades. Pero su voz se pierde, no en el desierto sino en el ruido atronador de las falsedades mil veces repetidas por los medios y las redes sociales. La “crisis demográfica” está aquí y se utiliza para justificar todo tipo de medidas regresivas: de la privatización de servicios públicos a la reducción de prestaciones sanitarias y la fragilización del sistema público de pensiones.
El discurso catastrofista en materia de envejecimiento coincide con la vulgata sobre la vivienda, aquella que proclama que, lejos de constituir un derecho básico, la vivienda debe ser vista ante todo como un bien de inversión, definido esencialmente por su valor de cambio. El mecanismo que mejor puede proveer este bien es el mercado y cualquier interferencia de los poderes públicos tendrá efectos deletéreos. Así, contra toda evidencia, se afirma que la liberalización del suelo hará bajar los precios, que la provisión de vivienda protegida comportará el aumento de los precios en el mercado libre, que la población prefiere de manera natural la propiedad como régimen de tenencia y que la gestión pública de la vivienda –ya sea pública o cooperativa- conduce indefectiblemente a la ineficacia y al fracaso.
Era cuestión de tiempo que ambos discursos, el relativo a los riesgos del envejecimiento y la doctrina acerca de la liberalización de la vivienda, acabaran convergiendo. Así, se afirma, la solución al problema –por otra parte, innegable- de las pensiones no debería pasar tanto por propiciar el pleno empleo, favorecer la incorporación de las mujeres al mundo laboral, elevar los salarios (y las cotizaciones) diezmados por la reforma laboral o financiar parte de su coste a través de impuestos. No, la solución debe buscarse en la vivienda. De este modo, cada uno, después de haber pasado buena parte de la vida pagando al banco para disponer de un lugar para vivir, al alcanzar la vejez deberá retornar su propiedad a la institución financiera para suplir las pensiones menguantes. “Vivir más es caro”. Acumulación por desposesión, lo llaman.
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