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¡Qué vejez más mala!
La moción de censura (qué cosa efímera: fue solo hace una semana y se nos antoja ya más antigua que Tamames) puso varios asuntos a pelear en mi mente. El primer debate conmigo misma fue el de la compunción por un nonagenario con mirada triste de mastín, que parecía querer irse a casa. Espontáneamente, mi tendencia ante esa visión es la de preguntarme si se habrá tomado sus medicamentos, si querrá echarse una cabezadita.
Si descontextualizamos la imagen de Tamames en el Congreso, cualquiera puede sentir la inercia de compadecerse, antes de volver a ponerse a sí misma los puntos sobre las íes y entender que el provecto profesor ha llegado ahí, a alinearse con los hiperbólicos trasnochados de la ultraderecha española y con sus chulescos palmeros, por su propio pie y voluntad. Es lo que tiene querer pasar a la posteridad, que a lo mejor pasas, pero de lado. Que pusiera a la venta su discurso en Amazon, al día siguiente de la moción y al módico precio de cinco euros, es una brutal metáfora de esto que digo.
La ultraderecha no se caracteriza precisamente por defender los derechos de quienes más lo necesitan; ellos son más de hipócrita caridad que de reconocimiento de la dignidad y los derechos de quienes no son “de los suyos”
Por tanto, primer escollo interior: sentir y a la vez sortear, razón y contexto mediante, la conmiseración que a cualquiera le nace al ver un cuerpo anciano en un lugar inapropiado. Al momento entendemos que está ahí porque le da la gana. Tamames no es Nietzsche (ya quisiera), a quien los nazis, gracias a los afanes de su hermana, pudieron manipular históricamente su obra. Consideración, la que exigimos para otros cuerpos con dependencia, o que claman por una muerte digna, atención sanitaria, descanso, alimento, hogar, calefacción o sencillamente poder acceder a cualquier sitio por sus propios medios. La ultraderecha no se caracteriza precisamente por defender los derechos de quienes más lo necesitan; ellos son más de hipócrita caridad que de reconocimiento de la dignidad y los derechos de quienes no son “de los suyos”.
Segundo escollo: sortear la voz interior –y las muchas voces externas- que nos pueden tildar de edadistas o cosas peores si decimos que Tamames está muy mayor para echarse esos amigotes tan estrafalarios e imaginarse que es Sócrates cantándole las veintisiete a los atenienses. El reproche moral a nuestro supuesto edadismo, a quienes sostenemos que efectivamente el profesor no tiene edad para comprometer su honorabilidad de esta manera, es cuanto menos infantiloide. Edadismo es -entre otras cosas aún peores- los macabros protocolos de 2020 que se investigan en las residencias de la Comunidad de Madrid. O dejar de llamar a actrices que superan los cuarenta años. O gritarle a tu abuela. Pero no lo es sostener que Tamames no tiene edad para andarse de mociones con la extrema derecha.
Hay dos tipos de personas, las que envejecen madurando y las que, conforme envejecen, se van poniendo más verdes. En ambos casos hay un deterioro físico, pero la evolución personal es de signo contrario
Llegada a este punto, me surgía la siguiente reflexión o, mejor dicho, la siguiente constatación de la realidad: hay dos tipos de personas, las que envejecen madurando y las que, conforme envejecen, se van poniendo más verdes. En ambos casos hay un deterioro físico, pero la evolución personal es de signo contrario. Quienes maduran lo hacen camino del agradecimiento a la vida, de asunción de lo realmente importante, de retroceso del ego en favor del ser y el estar, sencillamente, que no es poco. Quien se acepta íntegramente, incluidas sus arrugas y achaques, comienza a vivir por entero, y eso suele suceder con cierta edad.
En el otro extremo se sitúan los “cuanto más viejos, más pellejos”, que diría el sabio pueblo. Todos conocemos a personas mayores a las que se les han enconado el rencor, el añorado privilegio, el costumbrismo atávico, el miedo agresivo o el ego incontrolable, y se convierten literalmente en viejos capaces de zurcirte un paraguazo, o exigirte pleitesía. Más duros de pelar, quienes envejecen sin madurar ni siquiera pueden contar con nuestra simpatía. En el ámbito público, identificamos sobre todo a hombres que pasan los últimos años de su vida soñando con la gloria, o administrando venganzas, o repartiendo bilis de forma insaciable en conferencias, libros o reseñas. “¡Todo mal!”, claman sus catilinarias. Nos recuerdan más al viejo hidalgo de Bienvenido, Míster Marshall que al obstinado abuelo de El cochecito.
Corresponde a la gente amiga y a la familia acompañar –si es posible, Alice Miller nos previene en sus libros de que no siempre lo es- a las personas que envejecen duramente, así como disfrutar de los mayores que pasan los últimos años viviendo con gratitud y despojados de lo mundano. Los demás somos meros testigos de las circunstancias personales de cada cual. En lo civil y político, solo podemos desear y pedir que se promueva lo mejor para los mayores y –también- exigir que las instituciones no se usen para estrategias electorales que afligen tanto como cuestan, y son para nada.
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