Entre los días 17 y 18 de diciembre de 2020, una empresa española organizó una montería que se convertiría en el gran ecoescándalo del cierre del año en Portugal. Todavía se están investigando los hechos; lo que sabemos hasta ahora es que una quincena de cazadores, en su mayoría extremeños, viajaron a una finca al norte de Lisboa y abatieron allí a 540 animales, principalmente venados y jabalíes. Un vecino de la finca recuerda “escuchar disparos cada 10 segundos durante muchas horas. 'Se oía: 'pam, pam, pam', y eran tiros, tiros, tiros y tiros. Tantos, que mi hija me preguntó qué era y le respondí: 'No lo sé'. Y así estuvieron 'horas y horas y horas'”.
Al parecer, cientos de animales fueron prácticamente fusilados contra uno de los muros de la finca por estos turistas de allende el Guadiana. Puede que algún niño portugués todavía tenga pesadillas por lo sucedido, pero esa masiva matanza, de la que la mayoría de españoles nos hemos horrorizado justamente, es insignificante en comparación con la matanza que la mayoría de españoles hemos encargado a lo largo de 2020.
El pasado verano Greenpeace alertaba de que España se encuentra actualmente a la cabeza del consumo de carne de Europa. Cuando las recomendaciones médicas sugieren un máximo de 300 gramos a la semana, nosotros vendríamos consumiendo 275 al día: es decir, comemos al día la carne que deberíamos ingerir, a lo sumo, en una semana. Para dar alcance a estas recomendaciones, nuestra ingesta debería reducirse en un 84%. Como si hubiéramos hecho nuestro el lema de Lou Reed: My week beats your year (mi semana vence a tu año).
Greenpeace se remite a las últimas cifras facilitadas por la FAO. En efecto, desde 2014 España lidera ininterrumpidamente el consumo anual de carne en Europa, seguida casi siempre por Portugal. En 2018, último año del que hay datos disponibles, consumíamos 98,79 kilogramos por persona al año; nos seguían Portugal con 94,68, Islandia con 91,4 y Polonia con 88,48 (casi diez menos que España). Ello no quiere decir que el resto de lo que comemos sean verduras, porque también estábamos cuartos en cuanto a pescado. De hecho, España consumió ese año el doble de pescado y marisco que la media europea (21,39 kg) y un 23% más de carne que la media (76,19).
Parece que, en el marco europeo al menos, España se va quedando sola en su frenesí carnívoro: en porcentaje de vegetarianos y en integración de cocinas foráneas con menos presencia cárnica nos encontramos también a la popa de Europa. El sector cárnico es la principal industria de alimentos en España. Cada vez apostamos más por la ganadería intensiva: somos el país europeo con mayor número de animales en jaulas y el segundo con menos porcentaje en libertad (1 de cada 10). Si evaluamos solo el sufrimiento animal, a la luz de estos datos España sería el país europeo donde es más problemático éticamente consumir carne, ¿será casualidad que sea también el que más carne consume?
Algunas voces —pocas— han llamado la atención sobre esta situación. Por ejemplo, el responsable de agricultura de Greenpeace España: “El excesivo consumo y producción de carne industrial en España está contribuyendo a la destrucción del planeta”. La asociación Justicia Alimentaria también ha lamentado frecuentemente “la sobredimensión de la producción cárnica en el Estado español”.
Las razones son complejas. Hemos aludido a la caza recreativa, cada vez más glorificada en el discurso político pese a espectáculos dantescos como el del diciembre pasado en Portugal. También se ha escrito mucho sobre la histórica porcofilia del cristianismo hispánico, a la que regresaremos en otra ocasión. El franquismo sociológico también tiene su legado de monterías y carnivorismo.
Existen razones más de andar por casa. Es posible que las incertidumbres de los tiempos que corren, la cronificada crisis económica y la reciente “fatiga pandémica” encuentren un consuelo en esta clase de productos. Quizás durante aquel cierre total de marzo no aprendimos a tocar el violín, como nos proponíamos, pero sí que nos vieron rasgando alguna melancólica paletilla. Y a juzgar por las colas de carnicerías y charcuterías, las pasadas “Navidades atípicas” fueron una verdadera orgía de carnes y embutidos. El resultado: pese a haber tenido un solo confinamiento domiciliario nacional, los españoles somos los europeos que más hemos engordado desde el inicio de la pandemia.
Con semejantes costumbres, no es de sorprender que, cuando el español se pone a reflexionar sobre las causas y las lecciones de esta pandemia, se le olvide que las epidemias de hoy tienen mucho que ver con la industria cárnica. Un artículo de Año Nuevo en El País aspira a “reorganizar las prioridades de la humanidad”: desafortunadamente, su única alusión a la dieta consiste en reivindicar la biodiversidad de “las variedades de plantas o animales adaptadas a su medio y que sirven de alimento a la especie humana”. (El mismo interés en la biodiversidad que evidencia el refranero castellano: “El pato y el lechón, del cuchillo al asador”.) En otros artículos del estilo escritos desde España —verdaderos monumentos a lo que los doctores llaman tratamiento sintomático— la cuestión dietética es igualmente eludida. Siempre es más sencillo responsabilizar al cambio climático y a “individuos como Bolsonaro”.
Alguien se podría extrañar al oír estas cosas acerca de un país que se precia de su estilo de vida mediterráneo. En realidad, en España la dieta mediterránea desapareció hace décadas, en lo que ha sido descrito como “un claro giro con respecto a la dieta más tradicional”. La dieta mediterránea se jubiló más o menos cuando lo hicieron nuestros abuelos, si no antes. En 1961, primer año en las estadísticas de la FAO, España doblaba la media mediterránea europea de pescado y marisco, pero estaba por debajo de la de carne. En 2018, sigue duplicando la media de pescado, pero se ha colocado a la cabeza del consumo de carne, con un 28% más que el promedio. De los nueve países del sur de Europa con costa mediterránea, solo Eslovenia y Montenegro consumen menos verduras por habitante que España, aunque ninguno consume más carne o más pescado.
A todos los efectos, hemos entrado en otro club. Si sumamos el consumo en 2018 de carne, pescado y marisco de todo el mundo, España ocupa el cuarto puesto de 170 países (agrupando China con sus “regiones especiales”). Los países mediterráneos europeos quedaron muy atrás: Italia en el puesto 23, Malta en el 26, Croacia en el 41 y los restantes más allá del 50. Aun cuando incluyamos en nuestra definición de carne los despojos y las grasas animales (entre las que la FAO incluye lácteos como la mantequilla o la nata), Portugal y España quedan invariablemente a la cabeza del Viejo Mundo… y esperemos que sea un mundo viejo el que representan.
Aquello de la “España de charanga y pandereta” es un tópico venido a menos, que las restricciones de la actual pandemia han contribuido a enterrar (si bien la tercera ola sugiere que hubo algún panderetazo de más). Pero sí somos, más que nunca, España de pacharán y caldereta. España huerto de Europa y alérgica a las plantas, que requiere con urgencia volver a ser lo que es: (re)descubrir el Mediterráneo.
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