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5.000 almas

Reciben sepultura seis de los fallecidos en el naufragio de un cayuco en El Hierro

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A lo largo de nuestra carrera profesional, los periodistas cubrimos infinidad de noticias. Pero no todas lo son. O digamos, más bien, que solo algunas de ellas tienen trascendencia histórica. Son contadas. La del sábado en la costa herreña es una de ellas. La muerte confirmada de nueve personas y el deceso no oficial de, al menos, otras 48. Desaparecidos, los llaman. La muerte cara a cara frente a nuestras narices. Que sí, que hay otros 5.000 que lo han hecho en alta mar este 2024. Pero estos tocaban ya a la puerta. Estaban ahí. Acariciando el sueño con la punta de los dedos. El sueño de poder comer todos los días, de trabajar y ganar su propio dinero, de sacar a sus familias de la pobreza, de garantizar la educación de sus hijos e hijas, de gozar de derechos civiles, de ser tratados como lo que son: seres humanos. Con anhelos, con miedos, con fortalezas, con debilidades. Como todos. 

En ese cayuco que se fue a pique pasada la medianoche viajábamos todos. No murieron más de medio centenar de personas. Un poco de nosotros, incluso de aquellos que los niegan, se hundió con ellos. La falta de generosidad y bondad no pone a salvo a los que promueven debates alicortos y simplones en foros del más variado pelaje. Hablar de migraciones no es hacerlo del precio de la vivienda o del fomento del transporte público. Temas a los que de una u otra manera, con medidas más o menos acertadas, se les puede intentar poner remedio. Los movimientos humanos, como los de las aves, no tienen remedio. A menos, claro, que consideremos como solución repelerlos, dejando que países como Marruecos, Mauritania o Túnez los detengan y los abandonen en pleno desierto, tal y como ha denunciado un consorcio de periodistas de investigación internacionales.

Reducir el drama sin verlo ni palparlo, extendiendo un cheque. Como si eso en realidad pudiera salvarnos. Como si pudiéramos impedir que un correlimos vuelva a levantar el vuelo para invernar en lugares como Sudamérica o Australia. Una parte de la sociedad cree eso. Que es posible quebrar el vuelo de aquellos que buscan la supervivencia. Y compran soluciones simples a problemas complejos, pagando la receta con parte de la esencia que los hace humanos. Con parte de esa bondad, esa generosidad, esa empatía, en definitiva, esa humanidad, que algunos llaman despectivamente buenismo, y que es lo único que puede salvarnos en este universo en el que todos viajamos a bordo de un cayuco precario con destino incierto. Yo no sé ustedes. Yo quiero irme de  este mundo con la convicción de que hice lo que pude para achicar la indiferencia, el odio y la incomprensión que amenazan con hundir la embarcación en la que vamos todos. Aspiro a irme pensando que fui y actué como un ser humano decente, con sus luces y sombras, claro que sí, pero no como una mala copia.    

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