Las amas de casa: mujeres invisibles

Ama de casa.

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¿A qué edad se jubilan las amas de casa? Escribo en femenino porque es una profesión desarrollada histórica y socialmente por las mujeres, aunque no reconocida como tal. Si bien estamos inmersos en pleno siglo XXI, donde nos educan con otros valores para lograr la igualdad entre géneros, continúa vigente y asentada la concepción de que el hogar y las tareas domésticas (ambas en femenino) deben asumirlas aquellas, a pesar de que han cambiado algunos parámetros sexistas para que esta realidad desaparezca a favor de un modelo de trabajo compartido.

  Esta manera de pensar forma parte de la cultura y la mentalidad desarrolladas por nuestra sociedad machista. Por eso, es necesario aclarar a quienes siguen pensando así qué papel han desarrollado las mujeres en ese contexto y cómo les ha afectado. 

  No se trata únicamente de enfatizar que el trabajo doméstico no está regulado ni que carece de horarios que determinan cuándo comienza y termina. Tampoco que no hay derechos para aquellas que lo han ejercido durante décadas y menos aún que no han podido disfrutar de días de descanso o de vacaciones. La cuestión es remarcar otros aspectos, asociados al papel tradicional de las amas de casa, nuestras madres y abuelas, que tuvieron que edificar sus vidas haciéndose fuertes en medio de una adversidad sociocultural y dependiendo siempre del permiso y la autorización de sus maridos para realizar cualquier cosa, hasta desembocar en su invisibilidad.    

  Las mujeres de este país que no pudieron acceder a la enseñanza o que se vieron abocadas a abandonar la escuela a una edad temprana hicieron de su casa su lugar de trabajo, gracias a la obligatoriedad impuesta por el patriarcado y la moralidad religiosa, empujadas así por la presión del tradicionalismo que las fustigaba con esta idea. La división de géneros era evidente para todo: los hombres, para el sustento familiar; las mujeres, para las labores domésticas.

  De este modo, la casa se convirtió en su única perspectiva y horizonte, condenadas a utilizar piedras de lavar, donde se desgajaban los brazos frotando continuamente para limpiar la ropa sucia que otros traían, con la “suerte” posterior de comprar una lavadora que supliese ese cometido; a tender, doblar y planchar esa misma ropa de manera incesante; a hilvanar, coser y remendar la que se iba deteriorando; a fregar la loza y los suelos del bendito espacio que otros pisaban; a hacer y cambiar las camas que esos otros ni se molestaban en arreglar; a barrer y limpiar el polvo que se acumulaba en la superficie de mesas, armarios y portarretratos, deteniéndose muchas veces para observar las fotografías que contenían estos últimos y que denotaban el paso de los años y los cambios en la familia; a preparar la comida a distintas horas del día, con un olor que despertaba un apetito voraz y que le daba calor a ese espacio concreto de la cocina, mirando de reojo que todo estuviese dispuesto para que, de nuevo, otros disfrutasen con tranquilidad. A ser mujer en su casa.

  A final del día, cuando todos habían invertido su tiempo de la mejor manera posible, a ellas solo les quedaba pensar que el siguiente sería igual, una vez tras otra, un mes tras otro, una estación tras otra, un año tras otro, una arruga tras otra.

  Por si esto era poco, se le sumaba la condición de ser madres porque no tenían otra opción y se les impedía opinar si estaban a favor o en contra de dar ese paso. Esa misma sociedad las empujaba irremediablemente a que cumpliesen con su función reproductora y hasta las propias mujeres condicionaban al resto con sus comentarios despectivos cuando, llegadas a una edad, no se habían casado ni tenido hijos.

  Esto implicaba afrontar uno o varios embarazos, sin dejar desatendida su obligación de ama de casa. Luego, estaba la fase de parir y, de nuevo, retomar dichas tareas domésticas, preocupándose desde entonces por criar a sus hijos porque, lo queramos o no, la educación y el cuidado de estos últimos corrieron siempre a cargo de las madres, con la responsabilidad que ello suponía. La propia vigilancia social, construida bajo la idea religiosa de que la mujer debía ser sumisa y cumplir con su papel de resignarse a los designios del hombre, se encargaba de que se formalizase este cometido. Cambiar pañales y lavar culos fueron los alicientes de ese horizonte.   

  Ahí seguía la casa, convertida en un espacio que, poco a poco, fue tomando forma a manos de esa figura inquebrantable, que muchas veces sufría en silencio, mientras el marido contribuía conscientemente a cimentar la idea de que él era quien verdaderamente trabajaba, desarrollaba una profesión y ganaba el salario con el que se mantenía la familia. Él era el que, dentro de los preceptos del patriarcado, entregaba parte de dicho salario a su mujer, que ella se encargaba de distribuirlo para los gastos familiares. Realmente, la idea era que el dinero le pertenecía a él y que ella debía darle las gracias y reconocer su esfuerzo y su valía como hombre. Me pregunto cómo se sentirían todas esas amas de casa que, cada primero de mes, esperaban para que se produjese ese gesto, sabiendo que ellas también trabajaban a destajo para el regocijo de otros y que no recibirían ningún salario.

  De ese dinero, surgían los pequeños ahorros que, a escondidas, constituían los recursos para afrontar determinados imprevistos y necesidades paralelas que aparecían con el paso del tiempo. Siempre pensando en que otros tuviesen cubiertas todas sus necesidades; nunca en las suyas ni en su amor propio porque, de nuevo, estaba mal visto socialmente que empleasen algo de ese dinero para arreglarse. La autoestima y la seguridad como mujeres quedaban otra vez en un segundo plano.

  Esto era la muestra de que las amas de casa eran administradoras del espacio, el tiempo, el dinero, los sentimientos y los éxitos y los fracasos familiares, condicionando paralelamente su juventud, su madurez y su vejez para que otros cumpliesen sus sueños, aficiones y aspiraciones.

  Poco más les quedaba. Quizás sentirse arropadas por otras como ellas que, también en silencio, cumplían con todas esas obligaciones. El apoyo entre ellas, cuando lo había, era una pequeña válvula de escape para evadirse de esa rutina y para relacionarse entre sí, en lo que hoy en día conocemos como socializar. Mientras los hombres lo hacían en los bares y las reuniones, donde siempre estaba presente su masculinidad, ellas apenas llegaban a conversaciones con otras vecinas, a veces incluso solo a través de la ventana del hogar, que se convertía en un medio para estar comunicadas con el mundo.

  Todo el universo estaba en la palma de su mano y sin moverse de esas cuatro paredes porque el aislamiento fue otro de sus condicionantes, ya que la mayoría no tenía carné de conducir. Su libertad de movimiento era la que les brindaban sus respectivos maridos cuando las llevaban en su vehículo para realizar algún recado o alguna obligación doméstica. Esto lo suplían caminando hasta la correspondiente parada de guaguas, muchas veces alejada de donde vivían, o hasta el supermercado, cargadas a la vuelta con la compra y llevando de la mano a sus hijos porque no tenían con quien dejarlos.

  Estas han sido las amas de casa: niñas que, del día a la noche, se convirtieron en mujeres y, en un abrir y cerrar de ojos, en esposas y madres. Mujeres que ponían su tiempo, su rostro y su voz para resolver todo tipo de problemas. Mujeres que crecieron escuchando las anécdotas y las circunstancias personales por las que pasaban sus maridos e hijos, en cuyas conversaciones aparecían nombres que asumieron como propios cuando nunca lo fueron. Mujeres invisibles y explotadas, que han sustentado la economía y a las que los hombres les debemos mucho más que una explicación. 

 

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