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IA y creatividad: una herramienta, no un sustituto

Ilustración de Ángela López Camacho.

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La repentina irrupción de la inteligencia artificial (IA) está cambiando nuestras vidas, con un impacto tanto en cómo trabajamos hasta en cómo nos comunicamos. Pero con su vertiginosa penetración en nuestras actividades en línea, surge un riesgo latente: que la transformemos en un sustituto de nuestras capacidades humanas.

Hoy, más que nunca, tener una presencia en Internet es esencial, casi obligatorio. Desde gestionar una cuenta bancaria hasta reservar un vuelo, buscar empleo o pagar impuestos, formar parte y saber movernos en el mundo digital es imprescindible. Sin embargo, este proceso de virtualización de nuestro alter ego digital puede distorsionar nuestra esencia, especialmente con la llegada de las herramientas de IA. Al incorporarnos al mundo virtual, corremos el riesgo de caer en la tentación de convertirnos en una versión digital de nosotros mismos que no refleja nuestra verdadera identidad.

Tomemos, por ejemplo, las aplicaciones de citas. Hay quienes, además de emplear filtros para manipular fotografías y mejorar su aspecto, utilizan la IA para interactuar con posibles parejas, entregando a un algoritmo el devenir de algo tan personal como una conexión potencialmente romántica. ¿Qué sucede cuando el mundo real y el virtual se encuentran en estos casos? Nos enfrentamos a expectativas que no podemos cumplir porque el «yo» que proyectamos a través de la pantalla no es real.

Algo similar está sucediendo en el mundo académico: un estudiante universitario que usa inteligencia artificial para escribir ensayos o resolver ecuaciones no solo está engañando; está dejando de aprender, y, por ende, renunciando al conocimiento. Este tipo de dependencia no solo limita el conocimiento, sino que fomenta una peligrosa complacencia intelectual.

La peligrosa falacia de delegar nuestra creatividad

Una cosa es utilizar herramientas que optimicen nuestro trabajo y productividad, y otra muy distinta es ceder nuestra imaginación y pensamiento. Por ejemplo, el auge de aplicaciones que producen libros en minutos plantea una disyuntiva ética: ¿podemos llamar «autores» a quienes solo escribieron «prompts» para que una aplicación desarrolle un texto? Si encima añadimos el auge de aplicaciones que permiten pasar un texto generado por IA por otra aplicación para que lo «humanice» y resulte imposible detectar si la autoría de dicho texto es humana o artificial, el fraude está completo. El uso de una calculadora, un corrector de textos, o generar una imagen o vídeo empleando la IA (indicando que tales contenidos fueron elaborados con dicha tecnología) no es problemático. De hecho, los efectos especiales de producciones cinematográficas y otros contenidos audiovisuales se están beneficiando de manera extraordinaria de estos avances tecnológicos y, recientemente, Coca-Cola lanzó su tradicional mensaje publicitario navideño con un vídeo creado con inteligencia artificial, desatando cierta polémica por ello. Lo que es un problema es hacer pasar ciertos contenidos creados por IA como propios.

El problema no solo se sitúa en las fronteras de lo ético, sino también en lo práctico: delegar ciertas actividades a la IA nos vuelve más ignorantes, perezosos y menos críticos. Si dejamos de aprender, sacrificamos, además, nuestra capacidad de innovar y resolver problemas. A largo plazo, esto no solo afecta a los individuos, sino también a nuestra sociedad.

La IA como herramienta, no como sustituto

La imaginación y la creatividad no son recursos reemplazables, pues constituyen una expresión de nuestra identidad. En el campo de la comunicación, encomendar la formulación de ideas, la experiencia vital y el talento creativo de nuestra especie a las máquinas puede parecer conveniente, rápido e incluso económico, pero también nos priva de la singularidad de nuestra humanidad y capacidad para conectar con nuestros pares de manera auténtica y significativa. Cada eslogan, texto, recurso visual y, en definitiva, cada estrategia de comunicación ya sea comercial o política debe partir de un relato humano, con emociones, que inspire y añada valor para lograr los resultados que buscamos.

Por otro lado, la IA se nutre de información extraída de datos producidos por seres humanos, pero el resultante, la información procesada por esta tecnología, no está libre de errores ni sesgos, en ocasiones intencionados. Las «decisiones» tomadas por los algoritmos al procesar vastas cantidades de datos reflejan las prioridades y los prejuicios de quienes los programan, lo que puede promover e incluso consolidar narrativas falsas.

En un mundo que prioriza la rapidez y la simplicidad, confiar ciegamente en la IA puede llevarnos a realidades manipuladas que limitan nuestra capacidad de cambio e innovación. Este cóctel de inmediatez, sesgos y pereza intelectual amenaza nuestra creatividad y nuestro progreso como sociedad.

La autenticidad como bandera

Imaginemos un futuro en el que galerías de arte y bibliotecas incluyan secciones dedicadas exclusivamente a «obras creadas por humanos». Estas obras serían más valiosas, no solo por su contenido, sino por ser un testimonio de la creatividad y sensibilidad únicas de nuestra especie.

La IA nos ayuda a ser más eficientes y productivos, a investigar y procesar datos, a experimentar y explorar nuevas posibilidades, pero no reemplaza la intuición y la creatividad humana. Porque, al final, lo que nos inspira, conmueve y logra impacto verdadero no son los datos, sino las ideas genuinas y las historias que nos unen y compartimos.

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