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Relato de una repatriación a Canarias por el coronavirus

Ramón Pérez Almodóvar

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El cierre de fronteras de España me encontró llegando a Buenos Aires, donde la gente siguió haciendo “vida normal” hasta el 20 de marzo. Sin embargo, nunca antes había tenido la sensación de ser una especie de apestado hasta que me invitaron a abandonar dos hoteles donde pasé los primeros cuatro días, por mi pasaporte español. Por más que dijera que era canario, que no venía de Madrid sino de Perú, que no pisaba suelo europeo desde principios de enero, y en modo tránsito, la paranoia instalada y la vigilancia policial por los hoteles de Buenos Aires me abocaron a deambular con mi ligero equipaje por los alrededores de la Avenida Mayo y la Avenida 9 de julio en busca de alojamiento al quinto día de llegar. En ninguno fui admitido. Ya me veía en la calle cuando en el último hotel donde me negaron alojamiento al menos me permitieron conectarme a internet, donde localicé un estudio particular donde pasé 27 días de la cuarentena decretada por el Gobierno de Alberto Fernández, aún en vigor.

A lo largo de mi vida he atravesado por situaciones complicadas. Por ejemplo, cuando el 26 de diciembre de 1989, en un control militar israelí cerca de Ramallah, entre Nablús y Jerusalén, un soldado paró el taxi Mercedes de nueve plazas donde iba sentado en el medio de dos amigos estudiantes de último año de periodismo, un ceutí y un madrileño. Estábamos en la tercera fila del taxi, completado por seis palestinos, cuando el soldado fue apuntando en la cabeza a todos los que iban por el lado derecho del vehículo, hasta que llegó a nosotros y cargó la metralleta mientras apuntaba a Manuel. Se me pusieron los pelos de punta, pero algo me decía que, teniendo pasaportes europeos, no nos iba a pasar nada. Todo quedó en la amenaza del soldado y en su recomendación para que visitáramos Masada, el Mar Muerto o el balneario de Elat en lugar de estar recorriendo pueblos palestinos.

A finales de septiembre de 1992 fui detenido por la policía kuwaití en la frontera con Irak, a donde había llegado en autostop saltándome tres controles de una zona militar de emergencia, a lo largo de la autopista Al Mutlaá que une por el desierto la ciudad de Kuwait con Irak y donde fueron asesinados unos 25.000 iraquíes que iban en retirada a su país después de la invasión en 1991. Fueron bombardeados por la aviación de Estados Unidos y los restos de las bombas e impactos de metralla se conservaban visiblemente cuanto más me acercaba a la frontera. Hice los últimos kilómetros a pie y cuando me disponía a llegar al puesto de los cascos azules de la ONU, entre las dos fronteras, fui detenido. Pero no se me pusieron los pelos de punta.

A los pocos días y una vez en El Cairo, donde trabajaba como corresponsal de El Mundo y Onda Cero, el 5 de octubre se produjo un espantoso terremoto que provocó centenares o miles de muertos, nunca se supo la cifra oficial pues la dictadura de Hosni Mubarak se encargó de ocultar los datos de la tragedia. Fue un gran susto que continuó con las sucesivas réplicas que duraron varios días.

En 1993, después del atentado en los garajes de las Torres Gemelas, que Estados Unidos atribuyó como ideólogo a un sheykh egipcio llamado Omar Abdel Rahman radicado en Nueva York, el periódico me encargó que fuera en barco, en avión o como pudiera, al lugar de residencia del líder religioso e hiciera un reportaje. Era viernes de Ramadán, mi amigo y profesor de árabe Gamal me dio la información sobre el origen del sheykh y en un transporte colectivo llegué hasta el oasis de Al Fayoum, al oeste de El Cairo, donde por pura casualidad, o por suerte, llegué hasta la casa de la familia de Abdel Rahman. Claro que, para ello, tuve que preguntar por la calle y después de hablar con dos de sus hijos me detuvo la policía. Me tuvieron una hora de pie en la comisaría sin saber qué hacer conmigo hasta que, ya entrada la noche y ante mis protestas, el gobernador de la región dio la orden de que me expulsaran y me llevaran de vuelta a El Cairo, acompañado por cuatro militares. No tuve sensación de inseguridad pues llevaba mi carnet de la Asociación de Corresponsales Extranjeros acreditados en Egipto.

Viví otro gran terremoto en abril de 2016 en Ecuador, seguido de muchas réplicas. Fue diferente al sismo de 1992, porque en Quito no se oyó nada, sino que todo el edificio comenzó a moverse de repente y pasaron largos segundos hasta que reaccioné. Después de pasar el primer gran temblor, cuando empieza la primera réplica el temor es que esa vez sea más fuerte que el primer sismo, así que se pasa un período en vilo, esperando a que la tierra se calme. Pero por ser algo natural e inesperado lo único que hay que hacer es no entrar en pánico.

He tenido más situaciones complicadas en mi trayectoria profesional como periodista o asesor en comunicación y análisis político, como un secuestro exprés en Guayaquil en marzo de 2009, pero nunca había tenido esta sensación de absoluta vulnerabilidad como con la COVID-19. Ni siquiera estaba en Perú, donde cuento con una red de amigos y conozco el sistema de salud. Estaba sin seguro médico en Buenos Aires pensando que, en cada tienda, en cada esquina o en el supermercado del chino ubicado al lado del estudio podía contagiarme en cualquier momento. Había pasado muchos días consumiendo demasiadas informaciones e imágenes del coronavirus.

No obstante, el miedo no solo paraliza, sino que debilita el sistema inmunológico, así que decidí no ver noticias catastróficas, hacer meditación y hablar con las arañas y las cucarachas del alojamiento; los chats y conversaciones con personas en distintos países, también en Canarias, me ayudaron a sobrellevar la situación.

Después de renunciar a regresar a Perú, por dos veces intenté en vano tomar un vuelo de repatriación de Buenos Aires a Madrid. La compañía Iberia solo admitía un método de pago, la tarjeta de crédito, y había que presentarla en el mostrador de facturación. Finalmente, a la tercera pude adquirir el billete de avión (la repatriación no es gratis) y salí el 16 de abril hacia el aeropuerto de Ezeiza muy temprano.

Al llegar, un sanitario equipado con un mono blanco con casco de seguridad tomaba la temperatura a todos los que entrábamos a la terminal. Me enseñó el termómetro, que marcaba 36 grados, y me dijo “perfecto, pase”. Ese fue el único control antes de subir al avión, junto con la obligación de llevar mascarilla las once horas y media que duró el vuelo. Al llegar a Madrid, el lugar de España con mayor tasa de contagios y de muertes con gran diferencia, la única medida de seguridad fue desembarcar por escaleras en lugar de un finger y dividir a los pasajeros de treinta en treinta en las guaguas de aeropuerto. Me llamó la atención que al abrirse la puerta por la que iba a salir todo el pasaje (estaba al lado pues viajaba en salida de emergencia) lo primero que vi fue a dos funcionarios de la Policía Nacional preguntando a la azafata si venía algún deportado. No sé; me pareció como si preguntaran por si venía algún pasajero de 120 kilos o alguna persona pelirroja, porque se supone que las deportaciones, y he visto varias, vienen acompañadas de un protocolo y un papeleo; son comunicadas con anterioridad.

La medida de seguridad de salir en guaguas en grupos de treinta personas fue un buen intento… que duró diez minutos, el tiempo que tardó en generarse una aglomeración a la entrada de la puerta donde nos iban dejando las guaguas. En pocos minutos, se armó un tapón en el control policial de migraciones y la cola salía por la puerta terminal de llegada como una serpiente gigante. La lentitud en el control no se debía a ninguna medida sanitaria añadida sino a la escasez de puestos habilitados y de personal.

Tras pasar el control, me dirigí hacia la salida de la T4 de Madrid-Barajas con la idea de subir al segundo piso y tomar el vuelo que salía minutos después hacia Tenerife. Fue imposible. Bajé de nuevo y salí de la terminal, donde solo había taxis como medio de transporte. Como tenía tiempo de sobra hasta la hora de entrada en el alojamiento que había reservado, volví a entrar a la terminal y me dirigí a la estación de Renfe para llegar hasta Atocha, cerca de donde pasaría las dos noches antes de tomar el vuelo a Tenerife el domingo 19 de abril. El tren iba prácticamente vacío a las 8.30 de la mañana, no hubo ningún control, ni al subir en la estación de Madrid-Barajas ni al bajar en Atocha, donde desayuné en un bar abierto en la estación. Salí a buscar un taxi que me llevó cerca de la Puerta de Toledo, donde estaba el hospedaje y el propietario me recibió sin mascarilla. No hubo ni un solo control sanitario a la llegada al aeropuerto ni en las estaciones de tren ni en ningún lado.

El domingo 19 salí en taxi tan temprano hacia el aeropuerto que al llegar no había ni policías, poco antes de las siete de la mañana. No hubo control sanitario de ningún tipo hasta llegar a la puerta de embarque ni ninguna autoridad me preguntó por qué estaba tomando el vuelo a Tenerife (se sabe que hay una serie de condiciones para viajar). Lo único destacable fue la llegada de una pareja de la Guardia Civil que preguntó a tres hombres sentados a mi izquierda en la sala de embarque, que justificaron su viaje porque “somos trabajadores de Mercadona; nuestro trabajo es ir por todos los territorios” y mostraron unos papeles. Como ya había empezado el embarque, me levanté y me fui hacia el avión, donde todos los pasajeros íbamos con mascarilla y había casi dos tercios de asientos libres.

Finalmente, al llegar a Los Rodeos, desembarcamos por el finger e hicimos una cola con distancia suficiente hasta la puerta de entrada a la terminal, donde esperaban tres guardias civiles y un sanitario que nos tomaba la temperatura. Una vez pasado el trámite, la gente se dividía entre los que salían directamente con su equipaje de mano y los que esperábamos las maletas en la cinta, pero una vez recibida pudimos salir tranquilamente, algunos tomar un taxi y llegar a nuestras respectivas casas.

Solo puedo sugerir que no debemos dejarnos llevar por el miedo que difunden algunos medios de comunicación de masas, pero siempre debemos cumplir recomendaciones como la distancia física interpersonal. Es posible que muchos hayamos pasado el coronavirus (en mi caso, tuve un par de síntomas en Buenos Aires, pero me pasaron a los tres días tomando remedios naturales y desconozco si era o no el famoso bicho). Lo que no logro entender son las prisas del Gobierno de Canarias por recuperar la actividad del sector hotelero o el consumo en centros comerciales, donde se podrían producir grandes aglomeraciones, en vez de fomentar el consumo de cercanía y de pequeños comercios.

Por ello, y dado que parece que el Gobierno no se lo está planteando ni lo va a hacer, se debería abrir un debate público desde ya para pensar en otro modelo económico-productivo para Canarias que minimice la dependencia del exterior, desde los alimentos hasta la energía. Algunas organizaciones y personas, como se observa en el comunicado emitido por Ben Magec-Ecologistas en Acción, ya han empezado a plantear ese necesario debate respecto al sector primario. Otros colectivos ya lo hacen desde el punto de vista de la destrucción de empleo. Porque un modelo productivo basado en la llegada de 16 millones de turistas que en muchos casos ven a las islas como un enorme bar o un burdel hace tanto daño o más que el Coronavirus y es absolutamente inviable desde el punto de vista ambiental, por mucho que la OCDE haya incluido el consumo de drogas y la prostitución como factores para medir el crecimiento del Producto Interior Bruto, como bien recuerda Federico Aguilera Klink.

Canarias ya estaba en crisis económica y social antes de la pandemia y se lo debemos a una oligarquía avara y a la incapacidad o falta de voluntad política, histórica, de los líderes de los partidos tradicionales para ofrecer un proyecto de futuro sustentable, donde prevalezca el bien común y no la codicia de una veintena de familias.

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