Érase una vez el Circo del Sol: 'Totem' o la magia de la evolución
Suena una melodía hipnotizante, de reminiscencia hindú, que se entremezcla con sonidos de animales y naturaleza. De las alturas desciende el hombre de cristal, ataviado con un traje confeccionado con 4.500 piezas de ese material. Es la chispa que prende la vida. Debajo, se manifiestan sus primeras formas, los anfibios, en una explosión de color y acrobáticos movimientos sobre una mastodóntica estructura, de más de una tonelada de peso, que representa el caparazón de una gigante tortuga, símbolo del origen para numerosas civilizaciones antiguas.
Así arranca Totem, el espectáculo que el Cirque du Soleil (Circo del Sol) estrenó el pasado jueves en la ciudad suiza de Ginebra, última escala de esta gira de la prestigiosa compañía canadiense antes de recalar en el sur de la isla de Gran Canaria, en Meloneras, donde instalará la gran carpa blanca en la que se representarán, a partir del 5 de julio y hasta el 22 de septiembre, nueve funciones a la semana (de martes a domingo, con sesión doble desde el viernes).
Apenas 28 metros separan el asiento más alejado del centro del escenario donde 48 artistas (8 de ellos músicos) interpretan este viaje mágico no lineal por la evolución de la humanidad, “de los anfibios a los cosmonautas”, en un montaje ideado por el reputado escenógrafo canadiense Robert Lepage (Quebec, 1957) e inspirado en la obra de Charles Darwin sobre el origen de las especies.
Y es esa cercanía propia de los espectáculos de carpa la que, a pesar de la capacidad del recinto (acoge a 2.500 personas), confiere a Totem un cariz de intimidad que lo distancia de las funciones de pabellón del Circo del Sol que ha acogido hasta la fecha la isla de Gran Canaria. El artista no aparece como un ente lejano, como una pequeña pieza de ajedrez que se mueve en medio de un tablero inaccesible, sino como un ser que el espectador casi puede tocar, que deja ver la expresión de su rostro o el músculo tensado hasta el límite.
A esta sensación contribuye una abrumadora puesta en escena en la que destaca una plataforma de ocho secciones y más de cuatro toneladas de peso sobre la que se proyectan vídeos con imágenes reales del nacimiento de un río, lava hirviendo o un cielo estrellado. Basado en un puente peatonal retráctil de la ciudad de Londres, esta plataforma se mueve como la cola de un escorpión y lo mismo es capaz de convertirse en puente por el que transitan los personajes como en una lancha que navega y que salta con las olas. Está ubicada entre el escenario principal y el decorado de juncos que oculta a los músicos que tocan en directo una virtuosa composición que combina diferentes estilos, con una fuerte presencia de sonidos étnicos. La dirección musical del espectáculo, que tiene acento español -se llama Alejandro Romero y es de Sevilla-, no dejó nada al azar. Contactó con la etnia micmac, en Canadá, para trabajar con voces y lenguas reales. Y el resultado emociona. Totem no puede entenderse sin estos ritmos tribales ni tampoco sin el estallido cromático de los vestidos o el juego de luces.
Un montaje frenético
Desde esa chispa inicial del hombre de cristal, Totem es pura electricidad. Un inicio frenético, arrebatador, marca el pulso de un montaje que combina, a través de 17 escenas, los espectaculares números acrobáticos y circenses, la vertiente más conocida -y elogiada- del Circo del Sol, con una vis cómica que explota mejor que nadie el payaso ucraniano Mikhail (Misha) Usov, marinero cariacontecido que lo mismo hace música con unos cazos repartidos por todo el cuerpo y una pelota de ping-pong que magia para convertir una bolsa de plástico en un cisne.
El clown ejerce de hilo conductor junto a su contrapunto, el escuálido e histriónico Valentino, personaje interpretado por el estadounidense Jon Monastero, un playboy italiano que trata de encandilar a una espectadora. Y es que Totem incorpora en su narrativa el juego de la seducción unido a la idea de la perpetuación de la especie. Un concepto que recorre de forma transversal el montaje a lo largo de numerosas escenas, desde el ejercicio de anillas en la que un trío de artistas (dos hombres y una mujer) vuela sobre el escenario con música de Bollywood a través de torsiones y tensiones asombrosas, de esas de aguantar todo el peso del cuerpo con una sola mano, hasta el dúo de trapecistas que se funde en un tierno abrazo después de encoger los corazones de los espectadores en un salto sin red en medio del cortejo. También subyace en el número en el que un malabarista vestido de torero hace bailar por bulerías un diábolo en medio de un tablao flamenco antes de marcharse con una mujer con peineta, o en la escena culmen del espectáculo, en la que una pareja de patinadores caracterizados como indios navajos, Denise y Massimo, compañeros sentimentales también en la vida, danzan piruetas a velocidad de vértigo en una ceremonia sobre una pequeña plataforma en forma de tambor.
Totem
es un viaje por el tiempo y las civilizaciones que no atiende a un orden cronológico. El espectador se sumerge en China y en otoño de la mano de cinco malabaristas que, subidas a monocicletas y vestidas con los colores de la cosecha, consiguen el más difícil todavía, que (casi) ningún cuenco se caiga después de lanzarlos desde sus pies a sus propias cabezas o a las de sus compañeras, en una coreografía circular en la que el público celebra la enmienda de los (escasos) errores cometidos como si de una victoria se tratara.
Las civilizaciones perdidas de América del Sur sirven de inspiración para el vestuario de la decena de artistas que saltan sobre las barras rusas para representar el anhelo de volar de la humanidad y las tribus amerindias, para el número de danza de aros que pretende simbolizar la eternidad.
Entre medias, el montaje de Lepage homenajea a Stanley Kubrick y su 2001: Odisea en el Espacio con un guiño a su memorable escena del mono y los huesos, en esta ocasión representada por criaturas simiescas que desnudan y abandonan en la selva al moderno hombre de negocios con maletín y enganchado al teléfono móvil. Y también concede espacio a la ciencia y al descubrimiento de la electricidad, a través de un número de malabares con bolas fluorescentes de colores que dibujan trayectorias elípticas dentro de un gigante embudo transparente.
El Circo del Sol ha llevado Totem a más de 50 ciudades en los últimos nueve años. Más de seis millones de espectadores han visto ya un montaje que se representará en Ginebra hasta el 16 de junio y que posteriormente viajará hasta Gran Canaria (hasta septiembre) y a la ciudad holandesa de La Haya.
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