Leo que ha habido un campeonato mundial de ‘abrazaárboles’. Se equivocan ustedes si piensan que voy a decir que es ridículo etc. etc. Nada de eso, a mí me encantan los árboles y en esos días poéticos que tengo paseando por los espléndidos bosques de La Palma incluso hablo con ellos y les doy las gracias por su belleza y su sombra, como si de ángeles se tratara, pero abrazarlos ya es otra cosa, sobre todo si en el campeonato ese el campeón es el que más tiempo permanece abrazado al árbol, todo ello sin su consentimiento, ya que no sabemos si al árbol, organismo vivo, tal vez no tanto como aquellos ‘ents’ del Señor de los Anillos, les gusta que los soben tanto, que invadan su espacio, que mezclemos nuestras impurezas humanas con la ancestral virginidad de la naturaleza. Bueno, reconozco que a veces, en un arrebato ecológico y climático descontrolado, me he venido arriba y los he abrazado, pero no sin invocar antes su consentimiento, ya que no quiero convertirme en un Rubiales de la naturaleza. Los abrazo, pero poquito y brevemente, y a decir verdad, me quedo a gusto, en plan Greta navegando en un velero engañoso, con velas muy lindas por arriba y un motor muy potente por abajo, y sí, no es por presumir pero los ángeles árbol me hablan en el lenguaje más antiguo y elocuente de todos, el del silencio.