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El nuevo curso escolar

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Se inicia el curso escolar. Se preparan los padres los niños y parte de la familia para semejante acontecimiento si nos atrevemos a llamarlo así. Ellos, los niños, ilusionados y temerosos. Los adultos, preocupados y con la ansiedad que provoca el miedo a equivocarse de colegio, de clase, de profesor o de niño. Miedo a las cuentas que no salen. Santo Dios, doscientos euros en libros para un enano de ocho años y casi cien para un microbio de dos, más libretas, libretitas, lápices, gomas, uniformes y demás zarandajas. ¿Y para qué? Para ir a un lugar donde conviven con niños como ellos que llevan las mismas carpetas, los mismos libros y cuadernos, los mismos estuches, y demás cosas tan inútiles como innecesarias a veces.

Y todo para que tiendas, comercios, mercados y marcas con las uñas afiladas desde hace meses hagan el agosto a costa de los niños que devoran cualquier cosa que se les proponga en anuncios repletos de estrellitas fulminantes; para que los colegios se traguen los mismos anuncios y las mismas pamplinas que van a costarle a las familias más de lo que pueden. Y no digamos si tienen tres hijos porque eso ya es el sueldo de una madre que trabaja en un centro comercial o en un supermercado. Esa es la cuenta que se hacen los padres y se quejan por las calles y en la casa y en el bar y no entienden por qué no sirven los libros del hijo mayor para el siguiente y el siguiente y por qué no basta con la misma mochila y tienen que comprar la de Superman un año, la de Minecraft al año siguiente y la del Hombre de Las Nieves este curso.

Esos padres se preguntan por qué ya no hay maestros que expliquen las cosas sin libros, enseñen a pintar con los mismos pinceles del año anterior o ejerciten a sus alumnos a que hagan sumas y restas de memoria. ¿Por qué tienen los niños que llevar calculadoras a clase? ¿Por qué necesitan uniformes, iguales, iguales botellas de agua, iguales objetos para una misma clase? ¿Es que el agua no es la misma en la escuela? ¿No pueden beber del grifo igual que van al mismo baño? No me cuenten que el uniforme favorece la igualdad. Hay escuelas a las que cada uno va como buenamente puede y el maestro aprovecha la clase para educar lo mismo a treinta sin importarle el color del abrigo que lleven. ¿Quiénes crean las desigualdades? Los mismos que proponen una falsa igualdad en la ropa y no comprenden que no todos pueden tener calculadora, internet, bolígrafos de luz verde con música de los Furius Monkey House. Los mismos que, envalentonados por el abuso de editoriales, casas de discos y creadores de modas infantiles, descargan sus productos sobre los hombros de familias que tendrán que hacer malabares este mes para pagar el piso o la compra. Porque esos niños con el mismo uniforme no comen lo mismo al llegar a casa, ni llevan las mismas zapatillas de marca ni los mismos calzoncillos decorados con el último muñeco de una serie japonesa.

Y esos niños crecerán pensando en su inocencia que ellos son los primeros en todo y pueden vestirse y peinarse y llevar camisetas de Kylian Mbappé a ciento ochenta y cinco euros porque pueden, porque son los más listos y los mejores del planeta de los simios. Y cuando empiecen a salirles el acné que les llega a todos por igual, pensarán que son unos desgraciados por un grano de más y que el mundo es injusto con ellos porque ya no pueden cabalgar a lomos de Fújur, el dragón blanco de “La historia interminable”, simplemente porque ya no tienen edad para ello. Ya no van al colegio ni acarrean carpetas de Spiderman porque ahora toda esa mentira va quedando atrás y ya sólo les queda la terrible realidad: el mundo no está para bromas ni anuncios fosforescentes y ahora deben pensar en ponerse a estudiar de verdad para poder trabajar y comer. Se acabó lo que se daba incluidos los calcetines decorados con dinosaurios, los lapicitos de colores y las mochilas de pesos imposibles. Son casi adultos y deben decidir sobre su futuro. Y nos guste o no pensarlo, al final seremos los culpables de que prefieran convertirse en una masa perfectamente uniformada marchando al compás de una sociedad que les ha lavado el cerebro cuando eran sólo unos niños y parecía que iban a empezar a usarlo. A no ser que lo remediemos si aún estamos a tiempo.

Elsa López, 8 de septiembre de 2024

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