La risa de Fernando Delgado

19 de febrero de 2024 20:19 h

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Me gustaba su risa. Ya saben, soy propensa a querer a la gente que me hace reír y Fernando Delgado me hacía reír. “Elsita, no seas mala, Elsita...” me decía ante algún chisme divertido que compartíamos a hurtadillas, o cuando yo le iba con cuentos y le explicaba cosas de la vida social y literaria a las que él andaba ajeno preocupado por cuestiones de debate político o social y temas más serios que los que yo le proponía. Algunas veces, en esas reuniones con personajes ilustres de la vida académica española, yo lo observaba y admiraba en él esa manera tan generosa de compartir los vicios literarios y luego, a solas, paseando de su brazo con esa costumbre suya de irse parando mientras hablaba y te agarraba del brazo como si temiera que fueras a escaparte, terminaba por rematar una idea o hilvanar otra, y llegaban los comentarios sobre este o aquella o lo de más allá y, entonces, aflojaba el abrazo y se reía. Era riguroso y sus críticas eran muy duras a veces, pero, por encima de todo, el respeto y el cariño a determinados personajes de nuestra vida en común era lo que prevalecía. Y por eso compartíamos el amor por José Hierro, por Claudio Rodríguez o por Rafael Morales y por tantos amigos que habían ido desapareciendo y que su memoria prodigiosa hacía volver una y otra vez recordando momentos, poemas, chanzas, chascarrillos y aventuras que a todos se nos iban olvidan

Sí. Vivimos muchas aventuras juntos. Tertulias y viajes. Y La Palma. A él le gustaba La Palma, le gustaba el norte de la isla y viajar con nosotros a Garafía, incluso una vez, en uno de esos días en El Tablado, cambió una idea que tenía sobre una novela que estaba escribiendo. Se había entretenido esa mañana en la venta de Rosa y cuando subió a casa a la hora de comer comentó que aquella tertulia en la venta le había hecho concebir una idea distinta a la que traía en mente. Se había enamorado, una vez más, de la isla. De todas las islas. Fernando Delgado tenía una herida abierta. Era la herida de Canarias. La de tantos intelectuales que se fueron un día; que hicieron su carrera fuera de ella y que, por ese extraño misterio de los que se quedan, fue una odisea mal entendida por algunos. Fernando pertenecía a esa generación de escritores que un día se lanzaron a la aventura de salir, de escribir y de pensar fuera de las islas, y no les fue perdonado. Muchos no entendieron lo que Fernando pretendía con ese viaje del que ya no regresaría.

Yo le debo muchas cosas además de la alegría: que abrazara a mis brujas con el mismo cariño que yo las había descubierto; que hiciera que me invitaran a la Moncloa con la pretensión de que una escritora canaria fuera reconocida fuera de las islas; que me llevara a conocer a Pedro en su casa de Faura, y aquel día en Sagunto y el arroz a banda más rico del mundo y, lo más importante, que me presentara a la Virgen del Valle inventada por él y me pidiera un poema para celebrar aquella fiesta con procesión incluida para la que Manolo incluso construyó unas andas para poder bajarla por las escaleras hasta el patio, el mismo patio donde años más tarde levantó una pequeña capilla donde la entronizó; que fuera a verme a la Fundación Antonio Gala de Córdoba y aprovechara para buscarle una corona a la virgen (¡Ay esas vírgenes de Fernando Delgado, su amor por ellas, su preocupación por sus mantos, sus velos…!). Recuerdo que ese día se fueron Manolo y él a pasear por las calles y visitaron tiendas hasta encontrar la dichosa corona. Volvieron muertos de risa al convento del Corpus para contarme que el dueño de la tienda de túnicas y aderezos virginales había pensado que eran pareja y que los dos vestían vírgenes y santos con el mismo rigor con que él los vendía. Nos estuvimos riendo toda la tarde con esa historia y otras zarandajas por el estilo.

Lo cierto es que ahora, cuando intento recordar todo lo que nos unía por encima de fotos, mensajes, cartas y poemas, lo que sobresale es su risa fuerte y clara y el sonido de su voz. El sondo de su voz como una tromba de agua cuando atravesaba las puertas de casa dispuesto a saberlo todo, escucharlo todo, decirlo todo. Él era así. Su manera de mirar, de mirarnos y decirnos cómo iba el mundo era la clave del éxito de su trabajo. Hace años escribí unas notas para la presentación de una de sus novelas. Y quiero volver a tener presentes esas palabras que vienen a remarcar el respeto que he sentido siempre por él y por su trabajo: “Alguna vez, cuando Fernando presentaba los telediarios de TVE que tanta popularidad le dieron me quedaba mirando su rostro aniñado y perplejo del televisor como si se acabara de lavar las manos y luego se atusase el pelo, las manos aún mojadas; siempre a punto de decirnos alguna travesura desde esa otra orilla de la pantalla. Y me quedaba con las ganas de oírle decir la impertinencia, el descaro o la perfidia. Pero él nos sonreía desde su nostalgia y nada nos decía que no supiésemos ya, excepto aquel último comentario entre burlón y tierno que nos dejaba un raro sabor en la garganta. El mismo sabor que nos deja cuando lo oímos en la cadena SER en las mañanas de los sábados. Siempre el guiño humano y ácido de un periodismo de actualidad, entre feroz y tierno. Porque Fernando tiene algo de nuestra gente del norte isleño, socarrona y amable; esa sonrisa especial de los niños antiguos dispuestos a la última travesura; algo del niño que fuimos, olvidada la cartera de la escuela en un rincón de la calle empinada y de piedras, dispuesto a la última del día. Tiene Fernando el semblante tallado como a golpes y como a golpes esa leve tristeza del ánimo; algo de desolación, de naufragio quizá. Baste leer cualquier página de cualquiera de sus libros para encontrarnos con él, con Fernando, y con el otro. ”La mirada del otro“, por ejemplo, una de sus novelas, no es más que un largo camino por la soledad. Hay una cita de Francisco Brines en la página previa a la introducción de la novela con la que intenta definirse a sí mismo:

            “Así uní las palabras para quemar la noche,

             hacer un falso día hermoso,

             y pude conocer que era la soledad el centro de este mundo“

Cierto. Se lo dijo un día cuando le dio el infarto a Manolo y lo llamó para darle un abrazo. “Estamos solos y moriremos solos”. Le dijo. No estoy del todo de acuerdo. Él nunca estuvo solo ni ha muerto solo. Lo quiso mucha gente y lo querremos siempre. Y a su lado estaba Pedro.

 

Elsa López

18 de febrero de 2024 

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