Vivir en la frontera

21 de marzo de 2022 14:19 h

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“En lo que he vivido he visto tantas mudanzas, que no sé vivir”. Teresa de Ávila (1515-1582)

En uno de los “pecios” que aparecen en “La hija de la guerra y la madre de las patrias” (Destino 2005), el escritor Rafael Sánchez Ferlosio viene a decir que la vida nos puede engañar. El sujeto marginal del siglo XX que logra salir adelante proclamando que la calle se lo ha enseñado todo, hace lo mismo que el burgués acomodado que se adapta a la lógica de las cosas. Tanto uno como otro claudican ante la realidad. La cruda adaptación es lo opuesto a la experiencia. Es decir, “adaptar y acostumbrar la mirada al mundo como es es, a la vez, cegarla para ver cómo es el mundo. Con su -no sé vivir-  Teresa de Ávila expresa el extrañamiento del mundo y de la vida, el sentimiento de alienidad, de distancia y de vulnerable desnudez con respecto al medio dado, sentimiento de intemperie, que es justamente el solar raso sensiblemente receptivo a la experiencia. Hoy, lo mismo que en siglo XVI, en todo -saber vivir-, ya sea de siervos o de señores de la calle, hay objetivamente como una especie de coágulo obstructor, de indisoluble trombo circulatorio de estolidez o de encanallamiento”.

Aunque los hechos no nos gusten, somos testarudos en aferrarnos a ellos y si nos soltamos, nos sentimos perdidos. La realidad se impone a veces como amnesia y esto es una de las formas de la pereza. Tenemos que revelarnos ante la cruda realidad y una de las maneras de conseguirlo es habitar el límite, lo difuso, lo inestable, es decir, hacer un hogar en la frontera. Si las cosas son para todos más o menos parecidas en cuanto a la dificultad de ciertos asuntos comunes, para aquellos que viven en un territorio fronterizo siempre son mucho más complicadas. “Okraina” es una antigua palabra eslava que significa “zona fronteriza”, de la cual deriva la denominación de “ucraniano”. En el prólogo a “Poesía ucraniana del siglo XX(Litoral, 1993), el poeta, traductor y crítico literario Iury Lech Polanski, afirma que ese nombre lleva en sí mismo sus conflictos intrínsecos. Ucrania es la segunda mayor república de la desaparecida URSS, se halla situada en el centro de Europa y es tan extensa como la Península Ibérica. La población es de 44,13 millones de habitantes. Su historia milenaria siempre fue perturbada por invasiones constantes de otros pueblos. Logró su independencia en 1990 y su soberanía como Estado en 1991. Dice el poeta ucraniano: “Debido a que esta tierra hacía de forzada división entre Oriente y Occidente y durante cinco siglos defendió a Europa del avance asiático, el desarrollo de Ucrania se vio constantemente convulsionado por las invasiones y ocupaciones de los tártaros, las hordas mongoles, los principados medievales lituanos, el expansionismo de los polacos o de los zares rusos, así como por los anhelos de la dominación nazi. No obstante sus desventajas geopolíticas, Ucrania siempre fue algo más que una mera cuña entre el despotismo y el imperio de la razón”.

Habría que añadir el paso de Napoleón y, por supuesto, la dominación absoluta y sin paliativos ni perdón de la Unión Soviética en casi todo el siglo XX. Cuando se vive en una frontera no tienes que salir a ver el mundo, el mundo vendrá a verte a ti. Cada invasión dejará sus señales de poder, quemará tu casa y le sacará los ojos a los tuyos, impondrá sus símbolos y tendrás que explicar a los niños, a los que quedan, que todo ha cambiado, que ahora hay unos señores que pisotean las coles. Como un árbol que podado más de la cuenta apenas puede volver a brotar, tras el saqueo hay que empezar de nuevo. Tajo al árbol y tajo al retoño. En la frontera nada permanece, todo cambia, por eso la emigración y el exilio son tan habituales. La escritora brasileña más importante, Clarice Lispector, no nació en Brasil sino en el seno de una familia judía del oeste de Ucrania en 1920. “Era una época de caos, hambre y guerra racial. Su abuelo fue asesinado; su madre fue violada; su padre fue exiliado, sin un céntimo, al otro lado del mundo. Los restos desgarrados de la familia llegaron a Alagoas en 1922. Allí su brillante padre reducido a la condición de vendedor ambulante de ropa usada, apenas conseguía alimentar a su familia. Allí, cuando Clarice todavía no había cumplido nueve años, perdió a su madre, a causa de las heridas sufridas durante la guerra”. Esta posible trama para una tragedia griega, la apunta Benjamin Moser en la introducción a “Todos los cuentos” (Siruela, 2019) de la autora de Chechelnik (Ucrania), que se forjó como una escritora pionera y sobresaliente en el mundo machista y extraño de un largo exilio en el trópico. En ese entonces, en las universidades brasileñas había menos mujeres que judíos, y estos últimos eran muy escasos. El camino que abrió para el resto de las mujeres americanas, una niña eslava, en este caso, ucraniana, después de haber perdido todo en la travesía de una vida dura y amarga, es digno de alabanza y de profunda admiración. Ella fue una hija de la frontera, y nosotros todavía no hemos bajado de la montaña.

Los países de la frontera en muchas ocasiones son anexionados, ocupados, saqueados; sus defensas son vencidas y cambia el color de su bandera y si los vándalos se quedan muchos años como los turcos hicieron en Grecia, influyen hasta en la gastronomía. Pero el pueblo, la comunidad de seres humanos unidos y separados en la adversidad, incluso en la derrota, nunca será vencido. “A un hombre se le puede derrotar, pero no vencer”, decía el viejo Hemingway para recordarnos que lo poco que queda puede ser suficiente para volver a empezar. La persistencia de una cultura común en un territorio tan extenso y disputado como Ucrania, desde el periodo pre-eslavo (siglo VIII a. C. al siglo IV d. C.) y la etapa eslava a partir del siglo IV, ha sido posible sobre las ruinas de los pueblos que se establecieron al norte del mar Negro. Esta cultura que ha sobrevivido a tantos vaivenes, siempre ha estado dividida entre la producción del interior y la del exterior, la de los que se quedaron y la de los que tuvieron que recurrir al exilio. No sólo emigran las personas, sino también la cultura que llevan dentro, y si es la de un país fronterizo o en guerra, ésta se guarda de un modo más perenne por puro instinto de supervivencia. Así tuvieron que hacer los españoles que fueron al exilio tras la caída de la República. Las universidades de México, de Estados Unidos, de Francia, etc., tomaron buena cuenta de ello contratando a lo que era lo mejor de España, para que enseñaran con su talante democrático, su buen hacer y su sabiduría contrastada, en un mundo que los acogía como refugiados. Desde María Zambrano hasta Ramón J. Sender, la lista de mujeres y hombres de valía del exilio español fue interminable. Cuando se vive en la frontera, hay que resurgir de las cenizas como el ave fénix. Las cenizas fertilizan, y esto lo decimos como una oración que no sabemos a quién rezar. En Europa hay muchos países cuya historia fue generada en la frontera, Polonia, la misma Alemania, Bulgaria, Serbia y muchos más. Si queremos ver huellas de todas las culturas euroasiáticas en un solo, hermoso y pequeño país, podemos ir a Macedonia; allí admiraremos lo que se ha salvado de la ruina que dejan todos los imperios al declinar. Hay lugares fronterizos cuyos límites se han estabilizado; eso sí, siempre después de mucha sangre derramada, como la milenaria y desconocida Bulgaria, que parece un belén o una pintura de Brueghel el Viejo; pero hay otros territorios donde las cosas no están tan claras y siguen en la impronta de tener que ser pioneros en su propia tierra.  

Llevo varios días releyendo a Rafael Sánchez Ferlosio, no sólo el libro que al principio citaba, sino además “Vendrán años malos y nos harán más ciegos” (Destino 1993), y por otro lado, también releo una excelente selección de poetas ucranianos que editó Litoral con patrocinio de la Unesco, en 1993, cuando acababa de nacer Ucrania como Estado soberano. Uno de los veintiún poetas seleccionados es Vasyl Simonenko (1935-1963). De origen campesino, dejó un importante legado poético, censurado y prohibido por las autoridades soviéticas; falleció a los veintiocho años a causa de un cáncer. Los dos últimos versos del poema que les presento, puede que alberguen toda la historia de Ucrania, incluyendo lo que ahora le sucede:

“El pasado no será retornado,

ni se enmendará lo pasado.

El ayer –es como un sueño

que flamea en los ojos.

Al igual que las praderas primaverales

se esconden del limo,

así se oculta en los estratos de los días y las noches,

pero igualmente vive-

olvidado y recordado.

El tiempo no se detiene,

la juventud corre.

Y ningún instante

puede ser recobrado.

Para vivir una vez más

de un modo distinto“.

De “Zemme tiazhinnia” (Fría gravedad)

Tener que vivir otra vez “de un modo distinto”. Esto es lo que significa vivir en la frontera. En la frontera en cuanto a su matiz político o histórico, porque las fronteras geográficas como las barreras montañosas o los grandes océanos, no se pueden modificar aunque sí atravesar. Al leer las biografías de las y los poetas ucranianos, la mayoría de ellas están marcadas por la tragedia, donde la cárcel, la censura, los trabajos forzados y el mismo destierro, es lo más habitual. Otro poeta, Vasyl Holoborodko, por defender la lengua ucrania y su oposición al régimen soviético, fue enviado como castigo a un koljoz (granja colectiva) y prohibieron la publicación de sus obras. Sus poemas no se conocieron en Occidente hasta 1970. Miren qué maravilla:

“Eres como la arena

Aprieto con fuerza mis dedos.

 

Eres como un pajarillo

Construyo para ti una jaula.

 

Eres como el agua del río

Busco para ti un cántaro.

 

Pero tú ya eres bosque

Pero tú ya eres campo

Pero tú ya eres camino“.

“Letiuche vikonche” (Ventana voladora)

Esta selección de poetas ucranianos, me la regaló Paula hace más de diez años; una sobrina que sabía que me interesaba mucho la literatura eslava. Recuerdo leer por las noches a Sara, a su hermana Marta y a Paula, un libro bellísimo de Juan Eduardo Zúñiga, que es una declaración de amor a la literatura rusa: “El anillo de Pushkin”. Se quedaban dormidas después que Elisa Vorontsova, la más bella mujer de Odesa, le entregara al poeta y amante un anillo mágico que le iba a proteger de todos los males. En el Instituto de Los Sauces, en Historia del Arte se estudiaba la película  “El acorazado Potemkin” (1925) de S. Einsenstein. Las escaleras de Odesa no sólo forman parte del inicio del cine, sino también del despertar temprano de nuestra conciencia ante la injusticia. Esta bella ciudad y sus escaleras tan famosas, puede que pronto sean de nuevo bombardeadas. Sus ciudadanos protegen sus monumentos pero ni siquiera el anillo mágico de una generosa y guapa condesa, tendría poder ante el bombardeo que se avecina. Prometo un extenso artículo sobre mi rendida admiración por la cultura eslava para otra ocasión, pero ahora, no tengo más remedio que volver a la tremenda lucidez de Rafael Sánchez Ferlosio:

“(Progreso científico) El sucederse de las reflexiones sobre un mismo objeto o campo del conocimiento va generando ciencias diferentes, que se escalonan en una vía ascendente de menor a mayor racionalidad y perfección. Ejemplo de ello es el siguiente: Táctica del bombardero, Estrategia del bombardero, Psicología del bombardero, Antropología del bombardero, Teodicea del bombardero, que es el estado actual de los conocimientos, desde el que ya se vislumbra la suprema Aufhebung (anulación) que habrá de coronar tan fulgurante progreso del saber, dando finalmente la Teología del Bombardero”. En otra entrada el pensador español escribe:

“El hombre histórico es un producto de la guerra y no puede hacer que la guerra y la Historia sea como él quiera. -Pero es lo único que hay-, se me dirá; lo cual parece, en efecto, ser cada día más desesperadamente cierto, pero tal vez todavía no tan cierto como para aceptar que sea también el único que podría haber”.

En ese “podría haber” se aloja la esperanza de la humanidad; aunque Homero dijera que a los hombres les gusta el hierro, ciertas cosas han cambiado desde de entonces y no es que hayan disminuido las desdichas sino que se ha modificado el enfoque que tenemos de ellas. Sin embargo, olvidándonos de lo aprendido, la guerra nos vuelve paranoicos y ya veníamos tocados. Ya no es solo Alemania, sino que el resto de países de la Unión Europea, si están en la Alianza Atlántica, también van a gastar un 2% del PIB en presupuesto militar. Estados Unidos se afila los dientes ante el negocio del siglo XXI. Esto no es seguridad, es paranoia. ¿Existe algo de margen o de independencia en política exterior? ¿Qué puede hacer un país, un presidente, una palabra, alguien que pide un poco de piedad, ante la escalada militar que se avecina? Una cosa es la cultura europea: un monumento universal; y otra es la política europea: un castillo de naipes. Mientras los altos mandatarios se aclaran, en las escuelas las maestras tienen que enseñar a los niños la deriva de los mapas, las flechas que recorren una cartografía de países coloreados, movimientos históricos que se acaban clavando en una tierra donde siguen creciendo las amapolas sobre la tierra en que los héroes o los inocentes vertieron tanta sangre. Los profesores enseñan a los infantes una Historia que los propios mandatarios ignoran o desprecian y por ello mismo, manipulan. Como hace el PP o Vox en España de un modo descarado y vergonzante. Primero el olvido y después las sorpresas. En España, por el amor de la derecha al franquismo (asistencia de Pablo Casado a una de la siete misas que se hacen en este santo país por Franco y Pinochet, –una de ella en Santa Cruz de Tenerife para más inri-), aún no nos hemos aclarado con el asunto de la Guerra Civil en nuestro sistema de enseñanza y en nuestras enciclopedias y diccionarios. Y no digamos a nivel de memoria histórica, como sí ha hecho Italia o Alemania. Este último, acaba de denegar la entrada a una conocida nazi española, hija de un ex edil del PP que acudía cargada de simbología fascista a un encuentro ultra. Fue devuelta a la piel del toro en el primer avión. En ese país están muy vigilados los nazis y aquí se les da carta blanca. En Ucrania, los fascistas tiene el batallón Azov y en España, los fascistas tienen a unos cuantos camioneros jaleados por Vox. Son como niños. Sin embargo, como país nos creemos capacitados para aclarar un conflicto en Irak o en Ucrania. Pero por supuesto, que debemos ayudar. Las ONG y la Cruz Roja en un convoy y las defensas antitanque y la munición en un vuelo especial de las Fuerzas Armadas. Suenan los cañones otra vez de Europa, los fascistas aprovechan y se han callado los violines. La canción Lili Marlen cantada por Edith Piaf reencarnada en Rosalía; pero en rubia teñida y eslava, bailando en una plaza de Kiev, mientras las aguas del Niéper van a desembocar en un mar prohibido. Más allá, un americano pobre no puede comprar por las sanciones el alcohol más vendido en Estados Unidos, una botella de vodka. En Polonia hace años que no se programa música rusa. En ningún concierto ni festival de ese país católico, sonará Tchaikovski ni se escuchará a Shostacovich. Me pregunto si los adolescentes polacos, tendrán que leer “Guerra y Paz” o “Ana Karenina” de Tolstoi a escondidas. Me asombraría comprobar que el arte de Kandinsky o Malevich y que el cine de Andrei Tarkovski o Alexander Sokurov, no se enseñara en la antigua Universidad Jagellónica de Cracovia.

“(Diosas) Entre dos grandes bestias, no sé cual más feroz, Naturaleza e Historia, se agolpa, despavorida, la progenie humana. Pero al igual que sus más primitivos ancestros, sigue alzando por dioses, rindiendo aterrado culto y ofreciéndoles mortales enemigos. Así adora por madre a la inhumana bestia de la Naturaleza y por maestra a la cruenta bestia de la Historia”.

Podemos extender el concepto de frontera a la propia vida del ser humano. No solamente Teresa de Ávila tuvo muchas mudanzas. La mudanza es el estado natural de la existencia. No somos árboles. A veces tenemos que salir por patas. Nos mudamos de la infancia a la adolescencia y de la madurez a la vejez. Nos mudamos de la soledad al bullicio y de la familia, de nuevo a la soledad. Nos mudamos a los ojos de nuestros hijos, y ellos se mudan a un mundo que nosotros no podemos ya conocer. Vamos de la imaginación al deseo. Vamos de la fe al desengaño. Surgimos del subconsciente y volvemos a él todas las noches. De matutinos melancólicos, pasamos a vespertinos que esperan oír una campana cuando se ponga el sol. Y no es la campana de los sueños. Un ajetreo general nos tiene en un sin vivir yendo siempre de un estado a otro. Es la verdadera energía oscura que tanto andan buscando los físicos. Todo son fronteras donde no existe el reposo y la vida nos expulsa del lugar donde quisiéramos quedarnos un tiempo indefinido. Nuestros hijos viven en una frontera histórica que les lleva a abandonar un mundo que ni siquiera conocieron y a ser proyectados hacia otro que, en todo lo que va de siglo XXI, parece incierto a todas luces. Si aplicamos el concepto de frontera a la salud, al amor, al trabajo o al entorno natural que tanto olvidamos o avasallamos, la conclusión será un campo arrasado lleno de víctimas. La brecha riqueza/pobreza. La brecha norte/sur. La brecha este/oeste, que ahora mismo es trending topic. La frontera entre tú y yo. Si el mundo es, primariamente, hostil al individuo como afirmaba Juan Eduardo Cirlot en su “Diccionario de símbolos”, y según se puede observar, continúa siéndolo, no queda más remedio que pensar que hay fronteras por todos los lados. Nos sentimos siempre desplazados de un lugar a otro. Sea el espacio en cuestión, físico o metafísico.  

Entre saqueo y saqueo se siembra el trigo, se encurten las coles y los pepinillos. Las niñas vuelven a estudiar para ser ingenieras o doctoras y los ancianos toman te contemplando el azul del cielo antes de que llegue la oscuridad del invierno. Entre saqueo y saqueo, recibimos noticias de los exiliados, contamos uno a uno los que permanecen vivos y creamos un coro de ángeles rubios. Y con los muertos, tan numerosos, hacemos una linda canción para emocionarnos a la hora de los licores. Todos cantamos y lloramos en la misma mesa, todos somos eslavos a la lumbre que nos salva del frío o de la bestia de la Historia. Todos vimos en una jodida frontera. Entre las páginas y páginas, a las que acudo para intentar comprender tanta desdicha y en el libro “Vendrán años malos y nos harán más ciegos” que he citado, encontré hace cuatro días un papelito de marcador. Toda una huella. Es un ticket de un locutorio telefónico donde por un tiempo, trabajó Sara, mi compañera, que por supuesto leyó el libro: 22 de junio de 2001, 19:13:04 CTI apagado. Gracias por su visita. En el anverso, la suavidad de su letra y escrito a bolígrafo: Guacho 1139, Esmelda 100, Paco 500, colombiano 572. Todavía eran pesetas. Aquel locutorio era una forma de romper la frontera que existe entre los que acudían a llamar y los que al otro lado del mundo, en otra hora, acudían invisibles a contestar. La raya de los emigrantes. En aquel pequeño locutorio vi y escuché cosas increíbles y maravillosas. Entre la calle Castillo de Santa Cruz y la calle La Palma donde se encontraba el local existía un límite. La primera, era la calle más transitada y la segunda, de menor recorrido, languidecía, sólo quedaba una triste cafetería en la esquina; pero se hallaban a cinco metros, paralelas una a la otra, en el centro de la ciudad y muy cerca de la Plaza de La Candelaria. Hay siempre una frontera entre los inmigrantes y los nativos; van por calles diferentes, se hacen sitio, separándose, desconfiando buscan un rincón para sí solo, un lugar propio en tierra extraña. Y si hablan el mismo idioma, también sucede lo mismo. No es una cuestión de entenderse. Más bien es de no quererse entender, porque se trata de sobrevivir para volver y mejorar lo dejado. Mezclarse puede crear responsabilidades y eso nos desvía de lo principal. Entender este otro mundo, esta comida, esta manera de divertirse o de preocuparse de cosas tan raras, es una ardua tarea que no suele emprenderse o no hay tiempo para ello. Aunque hablemos el mismo idioma, aunque el amor medie y parezca todo natural, sabemos que la alianza no va a durar más de dos años. Por mucha agua que mane la fuente, la cultura parece ser una barrera cuando debería ser todo lo contrario. Pero esto en realidad, sucede cuando lo que hay es una falta de cultura. Ese desconocimiento mutuo es lo que nos hace ser impermeables a los demás. Con una verdadera cultura, que es lo que permite un auténtico acercamiento, la nacionalidad no importaría, incluso las fronteras políticas dejarían de ser tan importantes. Los cubanos, iban a bares sólo de cubanos; los colombianos y ecuatorianos si compartían los mismos locales, sin problema, al igual que bolivianos y peruanos; son continentales y sus países hacen frontera; los escasos brasileños, quedaban sueltos y los nativos de Santa Cruz, sin preocuparse ni lo más mínimo del baile de los latinos, se iban a la playa de Las Gaviotas de resaca a bañarse en bolas; porque son muy modernos y no se mezclan con cualquier cosa. Por mucha multiculturalidad, en el siglo XXI se siguen creando guetos, no sólo en ciudades tan conservadoras como Santa Cruz de Tenerife, sino también en ciudades progresistas como Barcelona. Hay un contra sentimiento que es racial e incluso clasista. Entre los débiles es sorprendente, pero entre los fuertes es un despecho. La mayor parte de los emigrantes siempre quieren regresar, pero los exiliados sólo pueden hacerlo si cambia políticamente su país. Si los que viven en una frontera política como los ucranianos, a raíz de la guerra tienen que emigrar, se encontrarán con otras fronteras idiomáticas, culturales, racistas o vete tú a saber. Y puede ser que este mundo tan lamentable, cambie porque ellos se han movido teniéndolo todo jodido como Clarice Lispector, y no porque nosotros nos hayamos quedado en el mismo lugar siguiendo el acomodaticio mantra burgués de la lógica de las cosas o el otro más laja de la calle me lo ha enseñado todo, para seguir de cualquier forma en el mismo lamentable lugar. Y todo ello, sospechando que el más pintado de la barra, nos pueda acribillar en cualquier momento, con “es necesario que todo cambie para que todo siga igual”, como decía el sobrino garibaldino al viejo príncipe de Salina, en la novela “El Gatopardo” de Tomasi de Lampedusa. Y venga ajetreo, seamos isleños o continentales, vayamos donde vayamos, llevamos la raya con nosotros a todas partes en una interminable mudanza que no nos deja vivir.

Espinosa, no el filósofo, sino un médico español decía: “Cuando crees saber todas las respuestas, llega el Universo y te cambia todas las preguntas”. En la isla de La Palma el Universo, que puede modificarlo todo, se presentó en septiembre pasado en forma de volcán. El saqueo ha sido brutal y hay barrios completos enterrados por muchos metros de colada. Muchos isleños lo han perdido todo, lo tangible y lo intangible, ni siquiera han quedado ruinas de aquello que les había costado los esfuerzos de toda una vida. En aquel edén anterior, se enfrentaban a las cuestiones con respuestas dignas de encomio y levantaban una casa hermosa con viña, huerta y jardín y otra para sus hijos. Los foráneos sembraron palmeras. Todoque, El Campillo, El Paraíso, Las Manchas son ahora mismo una frontera arrasada. Sus habitantes desplazados por la horda del volcán, se hallan en un destierro. Un exilio cercano y no por ello menos doloroso, pues contemplan a pocos metros todos los días, tanto la causa de sus desgracias como la tremenda mudanza de sus consecuencias. Teresa de Ávila, se queda corta ante la dimensión inabarcable del, ¿cómo voy a vivir ahora? de estos hombres y mujeres de la isla de La Palma que sólo Dios sabe cómo se mantienen vivos. El pueblo ucraniano se encuentra preso de la cruenta bestia de la Historia y el pueblo palmero del Valle de Aridane, se halla preso de la inhumana bestia de la Naturaleza. Todos vivimos en una frontera o en varias a la vez, y al morir, cruzamos la definitiva, con ganas de partir y ya sin posibilidades de regreso. Y esa es la última mudanza, la última frontera.

ÓSCAR LORENZO

San Andrés y Sauces

Isla de La Palma

21-03-2022 

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