Desvelar el final
“Solo se conoce el resultado de una vida cuando ésta ya ha concluido, nunca antes” Las palabras no son mías, creo que son de Alejandro Dumas en boca de El Conde de Montecristo. Y eso fue lo que pensé al recibir la noticia: mi vida no había concluido. Suponía que mis días iban encaminados a su fin y me consideraba feliz con el resultado de los trabajos hechos, los esfuerzos realizados por encontrar la armonía y el equilibrio necesarios para subsistir en un mundo con el que últimamente no estaba muy de acuerdo, pero con el que mantenía una discreta relación. Me sostenía la esperanza de ser una persona medianamente estable para encontrarme con la muerte cara a cara sin demasiados remilgos, incluso escribí un poemario en el año 2006, Travesía, un testamento literario con determinadas recomendaciones para que, llegada la hora, todo fuera más fácil para mí y para quienes me rodearan en el último trayecto. Ahora sé que no era así, que todavía no me había sido desvelado el final y aún me quedaban incertidumbres y contratiempos que dominar y, sobre todo, sorpresas y regalos que recibir como este honor que hoy ustedes me conceden.
Hace muchos años me preparé para mi doctorado en filosofía y lo hice con una tesis de antropología que era por entonces una de las ciencias que con más ahínco había decidido aprender. Me consideré afortunada con aquel Cum Laude y aprendí las dificultades que encierra tal distinción: años de estudio, lecturas, congresos y ensayos sobre medicina, sobre música o sobre arquitectura popular en el Museo de Antropología de Madrid, muchos seminarios con Julio Caro Baroja, José Pérez Vidal o Carmelo Lisón Tolosana en el Consejo de Investigaciones Científicas; viajes, investigaciones y trabajos de campo con mis viejos maestros y Ubaldo Martínez Veiga, mi director, que me fueron acercando a la comprensión de lo que era la antropología cultural.
Y ahí acabó todo. Una etiqueta más en un currículum que me acompañaría desde entonces. Nunca perseguí más honores académicos que no fueran aquellos que recibía por mis trabajos de investigación. Y nunca soñé con ejercer un oficio que no fuera otro que ser maestra de filosofía y enseñar a comprender las diferentes culturas de la tierra y las distintas maneras de vivirlas y entenderlas gracias a la disciplina que me permitía explicarlas. Mi meta pedagógica no era otra que enseñar a mis alumnos el difícil camino de la sapiencia; los territorios que el pensamiento debía recorrer para aproximarse a la realidad; advertirles sobre las desavenencias sociales y materiales motivadas por el contexto al que hubiésemos pertenecido; cómo poder sobrevivir en un planeta tan lleno de desigualdades sin menoscabar la libertad de los otros al entender lo que eran y por qué lo eran. Esa fue la meta que me propuse: estudiar y aprender para luego educar; entregarme a esa labor de intentar revelar a los más jóvenes cómo era el mundo que les había tocado vivir; cómo avanzar por él obteniendo las armas necesarias para desarrollar un criterio propio que les permitiera evolucionar sin miedo y sin necesidad de humillar a los que no son, no piensan o no sienten igual que uno.
Ahora sé que existen aún muchas cosas por alcanzar; que no ha terminado el camino y me quedan sorpresas por recibir, regalos que agradecer, amores que compartir. La vida es un sobresalto a veces y cuando pasan los días sin tener alguno sientes que te falta algo o que algo no va bien, que esa paz aparente que te rodea no es natural y que, quizá, ya estás muerta y no te has dado cuenta. Así las cosas, aparecen y desaparecen las inquietudes que te mantienen viva a pesar de todo, y un día, te llega una voz y te anuncia que van a otorgarte un premio mayor que el anterior; que ya no te premian un libro o un itinerario vital o unas ideas que has defendido desde siempre; que te premian el sencillo hecho de haber sido tú misma. Y entonces piensas que te están descubriendo el final de una vida entregada a la búsqueda de la verdad. Y sabes, tú lo sabes, que no es por haber amado mucho y a mucha gente; que no es por tener determinadas características que te inclinaron desde niña a defender lo que parecía indefendible; que no es por emprender mil batallas hasta conseguir que se reconozca en las mujeres el valor y la capacidad que parecía no pertenecerles; que no es por enfrentarte a las distintas manifestaciones del poder o a las sombras del poder que te rodeaba cuando lo creías injusto; que te premian porque una institución que representa el sentido común y el progreso, considera que has sabido vivir dando valor a esas causas por las que luchaste y piensa que eres digna de merecer lo que te otorgan; una institución que ha valorado tu voluntad y tu resistencia tanto como tu claridad, tu entrega y tu confianza ciega en el entendimiento.
Es difícil dar las gracias cuando se me concede este honor. No se trata de elaborar un discurso sobre algo que te inquieta y quieres resolver y, finalmente, resuelves; no es un tributo a los dioses que te fueron propicios en algo muy concreto y quieras agradecerlo con múltiples alabanzas, ni es una declaración de principios a los que te sientas obligada; es, sencillamente, entregarte complacida en los brazos de algo que aprecias y respetas: la Universidad de La Laguna. Una universidad que ha sido un modelo a lo largo de la historia para muchas generaciones; un lugar donde se reparten dudas y saberes; un lugar donde se reúne gente que aún cree en la importancia de “educare”, de conducir a los más jóvenes a encontrar el camino donde crecer y fortalecerse; un lugar del que siempre has recibido el aplauso cariñoso de amigos y compañeros del mundo del arte y la literatura: un lugar especial en mi memoria porque para mí decir Universidad de La Laguna es citar a mujeres y hombres que han sido referentes en mi vida. Mi madre, por ejemplo, una mujer que inició sus estudios en ella para acabar siendo licenciada en semíticas en la Universidad de Granada; Emilio Lledó o Javier Muguerza, que en momentos determinados de mi vida me ofrecieron enseñanzas y criterios a los que aferrarme. En resumen, un espacio abierto a la evolución y a la libertad de pensamiento.
Esa es mi visión de lo que significa La Universidad de La Laguna. Y a esa mirada añadiría algo de lo que carecemos y añoramos con frecuencia en muchas instituciones dedicadas a la búsqueda de la sabiduría: el amor para conducir por ese camino a los que vienen detrás; la entrega en la lucha por dar el discernimiento necesario para que los demás disfruten del placer de adquirirla. La universidad como un lugar sagrado donde depositar lo que hemos aprendido para que otros puedan recogerlo y transmitirlo de nuevo; una cadena de indagaciones hasta conquistar la ilustración necesaria para poder desentrañar la razón de las cosas que nos rodean.
La Universidad de La Laguna sigue siendo en mi imaginario ese lugar romántico donde uno se inicia en la lucha por la inteligencia y donde determinados seres humanos que saben y conocen ya el camino o al menos algunos tramos del mismo, se preocupan porque los demás puedan transitar por ellos de la mejor manera posible; un espacio de conciencia y libertad donde poder eliminar dudas y zozobras hasta encontrar algo de luz para poder seguir avanzando en medio de tanta oscuridad. Gracias, pues, por mostrarme el final de una vida entregada a buscar la libertad que concede el conocimiento. Y gracias por dejarme ser un tramo más de ese recorrido y formar parte de una comunidad que debería ser ejemplo para muchos de méritos y logros que honran a la sociedad a la que pertenecemos.
Elsa López
La Palma. 24 de abril de 2024
*Discurso de Elsa López tras ser investida 'Doctora Honoris Causa' por la Universidad de La Laguna
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