Literatura a contracorriente
Lo mejor de ser un escritor que escribe a contracorriente –con la invitación a pronunciar esta charla eso parece que me consideran, y yo soy una persona muy obediente— es que uno rara vez se da cuenta de ello. En realidad, en este oficio, uno nunca puede estar demasiado seguro de nada. Al menos en el momento en el que se escribe. Todo son maravillosas incertidumbres. Solo después, una vez publicado lo escrito, tal vez, lleguemos a alguna certeza acerca de lo que hemos hecho, a través de los comentarios de los lectores. Y ni siquiera. Aquello que hemos escrito con la absoluta convicción de que “es” una cosa, de pronto, descubrimos que “atesora” otros matices; que, afortunadamente, está cargado de otros significados; además o, incluso a expensas, de lo que habíamos pretendido proponer. Esa es la ciencia de la materia que nos ocupa: la literatura. Así que me atreveré a apuntar que lo que sí parece evidente es que el escritor seguro, convencido y con certezas acerca de la validez y la oportunidad de lo que escribe (ese escritor consciente de que su libro contiene los ingredientes necesarios para obtener una gran difusión, con gran tirada de ejemplares, u optar a tal o cual premio de gran cuantía económica), ese escritor sí que no es un escritor a contracorriente. Probablemente habrá escogido los temas, construido las tramas y los personajes, elegido la prosa apropiada para situarse ahí. Y todo ello le proporcionará beneficios inmediatos, pero, muy probablemente, le escatimará el éxito perpetuo; el total, el absoluto, el de los autores que permanecen y los libros que quedan.
Siguiendo con mi incertidumbre, la verdad es que yo no sé muy bien cómo definir ni al escritor ni a la literatura a contracorriente. Reflexionando un poco acerca de ello, me voy dando cuenta de que, si acaso, el escritor y la literatura a contracorriente no cumplen estrictamente el veredicto de la preposición “contra”. No se opone a nada, no va contra nada. Más bien lo que hace el escritor a contracorriente es eludir, evitar (en algún caso transgredir, aunque ni siquiera esto sea imprescindible), ciertas cosas. Lo que hace es situarse al margen. Pero, una vez más, ¿a propósito? ¿Con idea de romper lo establecido? ¿Con el expreso fin de contradecir la norma? Muchas veces tampoco. Porque lo que hace el escritor a contracorriente es, simplemente, centrar su atención, la atención de lo que escribe, en aquello que le importa, en lo que siente imperiosa necesidad de abordar, tanto temática como formalmente: Franz Kafka, Julio Cortázar, Ismail Kadaré, Kjell Askildsen… Un escritor a contracorriente no es el que se sitúa en la corriente para que esta lo arrastre, sino el que no se deja arrastrar. Pero tal vez no tanto por beligerancia como por una cuestión de simple buen gusto, y porque en el margen de esa corriente es donde el escritor encuentra sus pepitas de oro.
A lo único que normalmente tenemos que plantar batalla frontalmente es a la incertidumbre. La escritura tiene una épica, pero es una épica sin oponentes claros, tan inciertos como la incertidumbre de si hemos sorteado todos los peligros; es una épica del escritor contra el propio escritor y sus miedos y sus tentaciones. Ni siquiera Bukowski, que parecería el escritor a la contra por excelencia, escapa a esta épica ni a nada de lo que llevo dicho. Escribió en contra de algunos poetas y de un cierto tipo de poesía, lo hizo también en contra de su padre, de ciertas convenciones morales y literarias, incluso en contra de sí mismo. Habló de sexo y de procacidades para, tal vez, soliviantar algunas conciencias. Pero al final lo que realmente nos sobrecoge de todo ello es la honestidad con la que lo hizo, que no es otra cosa que su manera de responder en su literatura a aquello que le importaba, sin hacer caso a nada más. Eludir lo que le dictaba el mundo, y hacerse caso a sí mismo. Cuando se aparta el sexo, el lenguaje soez, las borracheras y todas esas cosas que tanto llaman la atención de su literatura, uno se encuentra con una escritura espléndida; se puede escuchar, en la música de su prosa y de su poesía, el martillear de las teclas de su máquina de escribir. Puro jazz. Y lo que queda es la desnuda humanidad del Hombre contada por un hombre específico, único, singular. Y eso, al fin y al cabo, es la literatura. En palabras de William Saroyan: “Contar la historia del hombre en la Tierra”.
Creo que eso es lo que hicieron todos esos escritores que me gustan —muchos de ellos de este país—, contar, a su manera, la historia de todos nosotros en este mundo: J. D. Salinger, John Cheever, Richard Brautigan, Raymond Carver –y todos ellos, cómo no, desde la más amarga de las incertidumbres, no solo literarias, sino existenciales.
En mi caso, la primera lucha que tengo que librar siempre es contra un carácter débil que me hace dudar todo el tiempo si seré capaz de arrancar, escribir una línea, la primera línea, y la segunda, y la tercera. Nunca sé si seré capaz de escribir un nuevo poema, un cuento o una novela. “Por qué me digo siempre no soy capaz, no soy capaz, todo el tiempo esas palabras que no son ciertas y me niegan y entorpecen de un modo tan sutil, contra mis propios actos, contra la evidencia de este preciso instante”, he escrito. Aunque nada me indica que a esos autores que tanto me gustan no les pasara lo mismo. De hecho muchos de ellos se suicidaron: ¿habrá manera más radical de sentirse incapaces de seguir escribiendo? ¿Habrá modo más contundente de ir a la contra de la propia escritura que interrumpirla para siempre? ¿Existirá un escritor más a contracorriente que el que arremete contra su propia vida? Pero la verdad es que, al menos por ahora, no aspiro a ser tan contrario a todo. Aparte de esas secretas veleidades conmigo mismo a la hora de luchar contra mis propias trampas y mi innata capacidad para “no escribir nunca todo lo que podría escribir” –lo cual, visto desde otro punto de vista, puede resultar hasta un tanto higiénico—, mis confrontaciones son bastante sutiles, nada radicales, y, desde luego, en absoluto destructivas, como el maltrato a la salud personal o (que nadie lo desee) el suicidio. Sí es verdad que algunas de las cosas que he escrito pueden resultar especialmente duras –esto lo sé a través de algunos lectores—, pero en realidad no es mi pretensión: yo me limito a tratar de escribir lo mejor posible diciendo honestamente aquellas cosas que me emocionan, que supongo que no es poco. Aunque a esto hay que añadir que el mero hecho de conseguir emocionar, y de hacerlo con cierto grado de honestidad (ética, moral, estética), entiendo que puede ser extraordinariamente duro para muchísimas conciencias. Estoy pensando ahora en Cioran, pero también en Sylvia Plath, Lovecraft o en un escritor brasileño contemporáneo que me gusta muchísimo, Rubem Fonseca, y ninguno de ellos tiene gran cosa que ver con los otros. En el caso de Lovecraft es un escritor de género, muy entretenido, y en el de Fonseca, además de duro, también puede considerársele bastante divertido. Pero es que el humor es un arma afilada, una forma inteligente de ejercer la contra. Y ejercer la contra no significa ni mucho menos renunciar a la seducción, abandonar el entretenimiento. Para que Fonseca denuncie en sus libros aspectos sociales de su país (generalmente relacionados con la violencia y la injusticia), y eso llegue al lector con la suficiente eficacia, el humor y el aspecto lúdico resultan primordiales. De hecho, el género social por antonomasia es la novela negra, en el que mejor se reflejan problemáticas sociales y coyunturas políticas. Es el género, tal vez, más evidentemente a la contra de cosas concretas.
Y sin embargo yo, en el único género en el que he sido relativamente consciente de situarme a la contra ha sido en la poesía. Pero esto porque en España el caudal-reserva-espiritual-de-los-usos-y-maneras-métricos-de-nuestra-fuerte-tradición está tan establecido como canon que a poco que uno trate de salirse de él para buscar una música acorde a nuestros tiempos (cómo debería decirse el mundo en la poesía contemporánea) se encuentra nadando río arriba; esto es recibiendo el desdén, el menosprecio, cuando no la descalificación, de quienes se encuentran cómodamente nadando en la corriente de la tradición filológicamente institucionalizada. Pero aún así soy optimista, y puedo decir con agradecimiento que, mientras muchos poetas se escandalizan y soliviantan, otros tantos lectores no habituales de poesía me han ofrecido su respaldo y su apoyo. Para qué pretender más.
Escribo una poesía que no es poesía, sino una mezcla de géneros; novela, cuento, memoria, diario. Lo mismo que he hecho con alguno de mis libros de narrativa. Un editor me rechazó “Cuaderno de mis mayores” argumentando que, hombre, eso no es una novela. “Claro que no”, le dije, “es un libro de cuentos”. Tiempo después, un editor me dijo: “Pero esto no es precisamente un libro de cuentos”. “Claro que no”, le respondí, “está claro que es una novela…; y sin embargo pertenece al género de la memoria, al epistolar, y en periódicos y revistas e internet he publicado sus capítulos como si fueran cuentos”, debí añadir.
Encontrar la medida justa a la hora de mezclar varios géneros me parece una tarea siempre estimulante, que desconcierta a los editores, pero obtiene un resultado estupendo en los lectores, pues se encuentran con una obra específica, que se define a sí misma en sus páginas. Estoy pensando ahora en “El cuaderno rojo”, de Paul Auster, en “Una pena en observación”, de C.S. Lewis, y en “El arte del yo-yo”, de Juan Bonilla. Hay un momento mágico en el que el escritor comienza a trabajar y, de pronto, se da cuenta de que su libro, el libro que ha empezado, participa de varios géneros, y sabe exactamente cuál es la proporción de cada uno; todo está ya ahí. A mí me pasó con “Cuaderno de mis mayores” y luego con “Cuadros de Hopper”.
Margen de los géneros, contracorriente al fin. Me pregunto cómo he llegado hasta aquí. Si al final me convenceré de que soy un escritor a contracorriente y por eso he sido invitado a dar esta charla. ¿Se puede decir de alguien que ha publicado seis libros tan breves que es algo respecto de algo en la vida? ¡Ay! ¡La brevedad!
Dice José María Merino que los lectores prefieren la novela al cuento porque ésta les permite vivir largamente en el libro; lo que no les gusta es morir cada poco, como en los libros de cuentos. Yo, sin embargo, aún me he perdido todos esos grandes clásicos de más de 500 páginas. Soy lector de novela corta, de cuentos y poemas, y, por lo tanto, creo que no podría ser autor de otra cosa. No creo haber citado aquí a ningún autor que acostumbre a ir más allá de las 200 páginas. Mis novelas no superan las 150. Y claro, no puedo dejar de acordarme de aquel único librito de Julián Ayesta, “Helena, o el mal del verano”, de Rulfo y su “Pedro Páramo”, pero sobre todo, del compañero de viaje que finalmente no hemos tenido, el venezolano Israel Centeno y su bello “Iniciaciones”, o del compañero de viaje que finalmente sí he tenido, Menéndez Salmón, autor que con el éxito de su breve novela “La ofensa” contradice el precepto de Merino; el caso sigue siendo llevar la contraria, hacer la puñeta, pero sobre todo escribir bien, buena literatura.
0