El relato de los migrantes deportados que lo vuelven a intentar: “En Marruecos la vida no está bien, esta es mi única opción”
La deportación es el momento más temido por muchos de los migrantes que permanecen en Canarias tras haber llegado en pateras y cayucos. Cada semana, cuatro vuelos de expulsión parten desde Gran Canaria a El Aaiún con al menos una veintena de migrantes. En uno de estos trayectos viajó Tarek. Ya está de vuelta en su casa en Marrakech, pero si pudiera, cada tarde intentaría regresar a España. “Es mi única opción para salir adelante”, cuenta. Entre las personas que han sobrevivido a la ruta canaria desde que comenzó la actual crisis migratoria hay varias que ya habían estado antes en España. Entre ellos, Tafik y Hassan (nombres ficticios). En ambos casos, la primera vez que emprendieron el viaje hacia Europa fue arriesgada. Uno llegó por la ruta libia y otro escondido en un camión de naranjas. También fue “traumático” ser repatriados por la Policía. A pesar de ello, no dudaron en volver a intentarlo cuando se presentó la oportunidad.
Cuando Tafik emprendió el viaje hacia Gran Canaria, ya sabía lo que era arriesgar la vida en una patera. Hace tres años partió desde Marruecos hacia Libia. Esta ruta, que une el norte de África con Italia, ha sido descrita por algunos expertos como un “infierno en la tierra” y era la más utilizada y la más mortal entonces. Allí pasó dos meses en una casa donde solo esperaba a que llegara su turno para embarcarse hacia Italia en una barcaza precaria. “Estar en Libia no fue bueno. Allí tienes la guerra”, recuerda el marroquí. Una vez en el mar, la gasolina para la travesía que duró dos días fue insuficiente y 50 personas perdieron la vida. Otras 20, entre ellas Tafik, sobrevivieron.
El joven marroquí de 21 años duerme ahora en uno de los campamentos de acogida de Canarias con cientos de personas más. Pero en Italia, la calle fue su hogar durante un año y medio, hasta que decidió trasladarse en una guagua hasta España para trabajar en Murcia. En esta región de la Península, Tafik encontró trabajo en una panadería, pero su jefe, también marroquí, no le hizo ningún contrato. La desesperación hizo que el joven aceptara. Por fin, después de una larga odisea, podría comenzar a enviar dinero a su madre en Marrakech, la única familia que le queda allí después de que su padre muriera cuando él tenía cinco años.
Todo iba bien hasta que tuvo un accidente laboral y se clavó una placa en la mano que tiene aún hoy. No tenía contrato, así que su jefe lo abandonó a su suerte en un centro médico. Al salir le esperaba de nuevo la calle, donde lo encontró la Policía Nacional, que lo detuvo y lo envió de vuelta a Marruecos. La misma suerte han corrido en las últimas semanas diferentes grupos de marroquíes que quedaron en situación de calle en Gran Canaria, como Khalil.
Él se alojaba en un centro de acogida de Tunte (San Bartolomé de Tirajana), pero una mañana, con al menos 50 personas más, decidió abandonar el recurso porque “las condiciones no eran buenas”. Comenzó a caminar hasta el hotel del sur de Gran Canaria donde había sido acogido al llegar, pero en el camino los localizó la Policía. Después de tres días en comisaría, fue deportado a El Aaiún, donde le esperaba una guagua en la que pasaría más de 12 horas hasta llegar a su pueblo. Desde su pueblo, Beni Melal, cuenta que él también lo volvería a intentar.
A pesar de la experiencia en Murcia, Tafik quiere volver para ir al médico para quitarse la placa de la mano y por fin trabajar. “Llevo tres años sin poder trabajar. No puedo coger cosas, no tengo fuerza”, cuenta. En el recurso de acogida del Ministerio de Migraciones en el que se encuentra ha sido atendido por una enfermera que le da tratamiento para aliviar el dolor. “Espero poder operarme pronto”, desea.
Viajar en un camión de naranjas
Hassan, marroquí de 32 años, no se separa de él. Llegó en la misma patera que Tafik después de haber pagado 2.000 euros por la travesía. Pasó también tres meses en un complejo turístico del sur de Gran Canaria. Desde entonces no duerme bien y cada noche le invaden los pensamientos negativos. “Tengo muchos nervios, me duele mucho la cabeza”, cuenta en el exterior del mismo campamento. No quiere quedarse en Canarias. Su objetivo es llegar a Madrid, donde ya vivió cuatro años hasta que lo deportaron.
Llegó a la capital hace diez años después de estar en Francia y en Girona. Alcanzó Francia “debajo de un coche grande, en un camión”, explica. “Me escondí dentro, tenía mucho frío pero dormía bien. Estaba cargado de naranjas”, recuerda. Creía que si pasaba mucho tiempo en Francia sería expulsado por la Policía, así que contactó con un familiar que le ayudó a pasar a Cataluña. De allí viajó hasta Madrid, donde trabajaba vendiendo ropa por las calles hasta que fue detenido. Los dos comparten un recuerdo negativo de la expulsión. “En la comisaría no había comida y teníamos todo el tiempo las manos atadas”.
Aunque saben que esa situación podría volver a repetirse, quieren hacer todo lo posible para regularizar su situación en España antes de que suceda. Si se van, intentarían volver de nuevo. “En Marruecos la vida no es buena, la única alternativa es estar aquí”, aseveran.
El miedo a la expulsión es más tangible aún para Amin, que desde hace siete semanas duerme entre montañas en Las Palmas de Gran Canaria. Arrastra desde que bajó de la patera un fuerte dolor en la pierna, pero en sus ojos puede verse cómo aún no ha perdido la esperanza. Intenta pasar desapercibido mientras reflexiona acerca de su futuro. Cada día puede comer gracias a la solidaridad de vecinos y vecinas de la isla, que recorren cada esquina de Gran Canaria para no dejar a un solo migrante en situación de calle sin alimento. Aunque su situación es límite, se conforma. “Es mejor estar en una calle de Europa que en Marruecos”.
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