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Entre bonches y poliada

Nieves González Arrocha

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Cada día, al llegar a casa, lanzaba mi libro de caligrafía sobre el sillón de la entrada y bajaba corriendo como alma que lleva el diablo al garaje donde estaba el chinchal. Crecí entre pilones, fardos de capa, bonches, moldes de madera, anillas, mazos y ese característico olor que inundaba casi toda mi casa: el olor a tabaco.

Con apenas cinco años aprendí a mojar y sacudir los fardos con la ayuda de mi padre, y justo cuando cumplí los seis, mi abuela me enseñó a despalillar. Enrollaba la hoja de tabaco en mi pequeña mano mientras tiraba de la vena con miedo a romperla y que luego no se pudiese utilizar. Separaba cuidadosamente las dos partes de la hoja, colocándolas con delicadeza sobre el muslo de mi abuela, que las amontonaba, enrollaba y ataba con una de las venas de las que quedaban en el suelo. Ayudaba en todo lo que podía: cogía el picadillo para hacer los bonches, colocaba las montañitas para formar los mazos, mezclaba los polvos con el agua para hacer la poliada, la misma que luego utilizaba para pegar los trabajos del cole; nada tenía que hacer el pegamento de barra o el prodigioso Imedio con la gran poliada, ¡qué invento!

Conocía desde entonces el sacrificio que hacía mi familia por mantener el negocio y las horas que allí pasaban. Todos estaban implicados. Mis hermanos le daban la vuelta a los bonches dentro del molde y volvían a cargar la prensa, que siempre intentaban apretar al estilo Rocky Balboa. Parecían algo ridículos, la verdad, pero yo me divertía mirándolos mientras canturreaba la canción Gonna fly now.

El trabajo de mi madre era el más artesano. Con un prodigioso giro de muñeca, cortaba la hoja de capa con la chaveta y enrollaba el tabaco. Aunque sin duda, el mejor momento era cuando hacía la perilla; ese toque final que le daba al puro, tan delicado y cuidadoso, era digno de museo, una auténtica obra de arte.

Cuando ya no podía ayudar más, me sentaba en un pequeño taburete de madera a los pies de la mesa de trabajo de mi madre a leer la cartilla del día o a practicar las dichosas tablas de multiplicar. Era feliz. Me sentía plena. Miraba a mi alrededor y sentía orgullo. Aunque no era todo de color de rosas, allí, en aquel lugar, en aquel garaje convertido en chinchal, podía sentir que mi familia estaba unida, sentía que nada malo pasaría y que los problemas se podían solucionar, como mismo hacía mi abuela, que arreglaba el destrozo de la capa que, sin querer, rompía aprendiendo a despalillar.

Hoy, ya convertida en una mujer, echo de menos aquellos momentos, esa época en la que me tenían paciencia, esa en la que ni el tiempo ni los errores parecían importar tanto. Echo de menos un “tranquila, la próxima lo consigues seguro”. Echo de menos el garaje de mi casa, el taburete de madera, las manos de la abuela, la mirada de mi madre… Echo de menos el olor a tabaco.

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