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Atiza Pereira
Apenas se le ve, pero se oyen sus gemidos urgentes, ahogados, mientras le ahogan tranquila, despaciosamente. Es una imagen de una película estadounidense que daban en la tele el sábado por la noche, sobre la localización y asesinato de Bin Laden. En el trozo que vi aparecían en segundo plano las torturas a que eran sometidos los detenidos para obtener información. Era necesario mostrarlas, aunque fuera de refilón, para que comprendiéramos la tensión a que se veían sometidos los interrogadores yanquis, principalmente una chica muy mona y un chico muy apuesto, héroes de la película, que se veían desmoralizados cuando sus esfuerzos no lograban avances y se quemaban, esa cosa que le pasa a mucha gente cuando su trabajo cotidiano es aburrido e intranscendente.
No vi mucho de la película porque tenía otras cosas que hacer. Y porque no creía que fuera a enseñarme nada nuevo: la verdad es que he pensado varias veces en el estrés a que se ven sometidos los interrogadores, policías o militares. Y por una tercera razón: porque las escenas de torturas no es que hieran mi sensibilidad, como piadosamente advierten las televisiones, es que me sacan de quicio. Qué le vamos a hacer, flojucho que es uno.
Pero la evolución nos ha hecho animales simpáticos, que reflejamos y compartimos en alguna medida las emociones de nuestros congéneres.
La misma evolución que nos ha dotado del mecanismo llamado de lucha o huida, que se pone en marcha cuando nos sentimos amenazados. La respuesta es igual si el peligro proviene de un terremoto, un tigre u otro humano: nuestras glándulas suprarrenales, siguiendo órdenes del hipotálamo, liberan adrenalina y cortisol en el torrente sanguíneo. El resultado inmediato es que el corazón se pone a correr sin freno, la respiración también se acelera, la sangre se espesa y se dirige hacia los grandes músculos… es decir, el cuerpo se prepara para la acción física necesaria: pelear o salir corriendo. Con una intensidad que la simple voluntad no puede alcanzar: en la situación de lucha o huida todo el mundo puede lograr hazañas físicas que no hay modo de repetir fuera de ella.
El efecto de lucha o huida también afecta al cerebro: el pensamiento se hace mucho más rápido para poder tomar decisiones con prontitud en una situación velozmente cambiante.
Pero si uno está sentado en una silla con las manos esposadas por detrás del respaldo no puede ni pelear ni huir. Puede pensar. No bien, porque las condiciones no son precisamente óptimas, pero sí mucho. Puede uno atender varias cosas, con un cerebro puesto al máximo de su potencia. Responder las preguntas del interrogador y a la vez imaginar una novela, por ejemplo.
Una novela que nunca escribirá. Por una sencilla razón: el efecto de lucha o huida potencia muchos mecanismos a costa de anular otros, no necesarios en la urgencia del momento. Como digerir. O reproducirse. O… recordar. El cerebro del humano en tensión está muy activado para tomar decisiones imprescindibles para resolver la situación presente, pero guardar recuerdos para el futuro no es esencial cuando lo urgente es arreglárselas para que pueda haber futuro. Cualquier futuro.
Así que las novelas que uno imagina en el cuarto de interrogatorios no sobreviven. Pero pueden quedar recuerdos muy nítidos mezclados con otros nebulosos y con ratos en blanco. Tengo de los tres de mi paso por una comisaría, hace ya bastante. Recuerdo muy bien a uno de mis interrogadores. Unas semanas antes, en la celebración de san José Obrero, nombre oficial entonces del Primero de Mayo, militantes del FRAP habían matado a un social (policía de la Brigada Político-Social). La gente detenida ese día tuvo que ser protegida en los calabozos de la Dirección General de Seguridad (DGS) por los miembros de la Policía Armada encargados de su custodia del intento de linchamiento por parte de los compañeros de la Político-Social. Se cuenta que el mismo ministro de Gobernación, Garicano Goñi, tuvo que bajar a calmar los ánimos.
Pues bien, en nuestra casa, al detenernos, la policía había intervenido tres panfletos y uno de ellos se refería a estos sucesos. El artículo empezaba: «Ante la ejecución de un policía el pasado 1 de mayo…». El policía que me interrogaba traía el panfleto en la mano, leyó exactamente ese trozo, me miró y preguntó:
—¿Tú estás de acuerdo con esto?
¿Qué podía contestar? Sobre todo imaginando que la respuesta equivocada podía desencadenar el infierno. Si decía que sí, malo: se entendería que estaba de acuerdo con que se matara al policía. Pero decir que no era dar por bueno el término ejecución, lo cual parece otorgar cierta justicia a la acción. La frase, en todo caso, estaba incompleta, e intenté agarrarme a eso.
El policía era delgado, llevaba un terno gris marengo con corbata a juego. Me interrogaba un dandi. Supuse que vestido así no tenía ninguna intención de hacer el trabajo duro. Y acerté, el único contacto que tuve con él fue breve y mediante la puntera de sus zapatos Oxford. Hasta las gafas de sol, elemento imprescindible del uniforme de un policía secreta, eran más elegantes que las de sus compañeros, y menos opacas: podía ver sus ojos despectivos y fríos cuando los levantaba del papel en el que leyó por segunda vez la frase de marras, deteniéndose exactamente en el mismo punto.
—¿Tú estás de acuerdo con esto? —volvió a preguntar.
—Hombre —intentando encontrar una respuesta aceptable desesperadamente—, es que esa frase que me dice usted no tiene verbo. Hace falta un verbo para saber…
Ahí cayó la primera patada. «Bienaventurados los que sufren por causa de la gramática…», pensé.
Volví a ver a este policía en la DGS, días después, cuando me subían de los calabozos del sótano al cuarto de interrogatorios, también con las manos esposadas a la espalda. Entre ambos encuentros había averiguado que el dandi se apellidaba Pereira. Fácil de identificar: el suyo era el único terno gris marengo de la comisaría.
En la DGS había policías encargados de asegurarse de que comiéramos la bazofia que nos daban. Era sabiduría de torturables, compartida con los comunes, que tras 24 horas de ayuno el primer leñazo te enviaba a soñar con los angelitos. Y arrearle a un tipo es mucho menos divertido si está inconsciente, ¡dónde vas a comparar! En el comedor nos juntaban a todos los prisioneros, cada día distintos. Recuerdo con nitidez una de las comidas, cuando los guardias amenazaban a uno que se negaba a comer: se había tragado un reloj de pulsera con la esperanza de que le llevaran a la casa de socorro en vez de al cuarto de interrogatorios.
Mi paso por los cuartos de interrogatorio fue comparativamente benigno. No se puede calificar de tortura a un par de guantazos y unas patadas: hacerlo sería un insulto a los compañeros que soportaron lo que sabemos. Pero hay una cosa que compartí con ellos y que las películas, por explícitas que sean, no muestran: el aislamiento y las sensaciones que produce. La comisaría era un edificio moderno, barato. El edificio de la DGS, ahora Comunidad de Madrid, tiene unos muros imponentes. Pero en ambos casos tú sientes implacablemente que nadie sabe que estás allí, que estás rodeado de enemigos que pueden hacer lo que quieran contigo. Y que incluso en el caso de alguien se enterara alguna vez de lo que allí pasa, hay un enorme aparato administrativo, médico, judicial y periodístico, perfectamente entrenado para justificarlo.
Por eso no puedo ver las películas de torturas, porque veo sin poder evitarlo lo que la pantalla no muestra. Por eso el sábado pasado me desentendí de las desventuras de los heroicos interrogadores estadounidenses. Por eso y porque, como les decía, no iban a contarme nada nuevo: he pensado muchas veces en el estrés a que deben verse sometidos los probos funcionarios encargados de los interrogatorios. He imaginado a Pereira llegando a casa esa noche, cansado pero satisfecho del deber cumplido. Su mujer le pregunta qué tal le ha ido el día. Sostiene ahora Pereira en la mano un whisky con hielo, que hace tintinear antes de dar un trago y responder:
—¡Uf! Terrible, como siempre. Imagínate que hoy ¡hasta había uno que se las daba de gramático!
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