Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
Ellos y nosotros
Uno puede ser forofo de un equipo de fútbol. O de otro. O de ninguno, según le venga en gana. Típicamente uno es del equipo de su pueblo, y nadie espera que justifique racionalmente esa preferencia. Incluso científicos, gente obligada en su actividad diaria a explicar por qué defiende una afirmación y no la contraria, pueden amar a un equipo de fútbol y no dar ninguna explicación: todos entendemos que es un espacio aparte, este del afecto irracional, y que un físico hincha del Betis puede tener tanta razón en una disputa profesional como otro aficionado del Sevilla. Y la misma que un tercer físico al que no le interese el fútbol en absoluto.
Casi todo el mundo ha cambiado de novio alguna vez, con menos frecuencia de cónyuge. Se cambia de profesión. Hay quien cambia de país, de nacionalidad. Pero suele ocurrir que quien nace del Atlético de Dondecristoperdiólaboina lo siga siendo hasta su muerte, aunque a veces se haga del Barça o del Madrid como segunda opción. Y se ofende enérgicamente si alguien duda de su fidelidad a sus colores.
Cuando ese forofo grita que su equipo es el mejor nadie se ofende. Claro que tampoco su prestigio intelectual va a aumentar un ápice, porque no hay un razonamiento en la afirmación. Lo que hay simplemente es una proclama de pertenencia a un grupo, a nosotros, los hinchas de este equipo, frente a ellos, todos los demás. Y normalmente no pasa nada.
En la religión pasa como en el fútbol: se puede ser forofo de una, de otra, o de ninguna. Mejor dicho, debería pasar, porque en algunos países (no voy a señalar, que está feo) los ministros de una religión se meten en la enseñanza y en los exámenes esa religión cuenta como las demás asignaturas para el progreso del alumno. Países donde no han aceptado un acuerdo muy sencillo: no vengas a enseñar religión a mi escuela y yo no iré a enseñar ciencia a tu iglesia. Así que toda la ciudadanía sale instruida en una religión, la «buena» de ese país. Ya quisiera un equipo de fútbol ser designado para enseñar deporte en exclusiva en toda la educación pública, cobrando por ello.
Los hinchas de una religión pueden portarse como los más exaltados del fútbol. Por ejemplo, el devoto andaluz que en la procesión de Semana Santa proclama a gritos que su Virgen «le da por culo a todas las demás Vírgenes», como cuenta Ramón J. Sender en La tesis de Nancy.
Y si en el intercambio entre aficiones deportivas hay a veces una batalla campal, que puede acabar muy mal, ¡qué vamos a contar de las discusiones entre hinchas de religiones distintas! Pero aunque tanto el fútbol como la religión produzcan muertes, una sociedad civilizada no prohíbe a ninguno de los dos, porque el origen de la violencia es otro.
El fútbol tiene poco más de cien años, las religiones unos pocos miles. Pero la necesidad de distinguir entre ellos y nosotros tiene cientos de miles de años, tantos como la evolución. Grupos de humanos, y antes de homínidos, combatían por recursos escasos, y era importante saber quién era de los nuestros y quién era ajeno. Y nadie podía sobrevivir por su cuenta, solo la protección del grupo lo defendía a uno de un entorno hostil.
Por eso todos queremos pertenecer al grupo. Como todos los elementos evolutivos, este deseo forma parte de la naturaleza humana: podemos elegir ser futboleros, o religiosos, o no serlo; pero no podemos elegir si queremos formar parte de la manada o no; este deseo viene de serie.
El aficionado y el religioso que proclaman su fe no hacen más que asegurar su pertenencia a un grupo concreto, ni más ni menos. Hasta ahí, no habría nada que objetar. Pero cuando se empieza a señalar: esos de ahí enfrente son malos, porque pertenecen a un grupo que no es el nuestro, la cosa se pone fea. Hay gente que necesita enemigos y los busca donde sea. Y una vez señalados los individuos ajenos a nuestro grupo, antes o después llegará la ocasión propicia para privarlos de acceso a puestos apetecibles, a suministros públicos, en casos extremos hasta de la vida.
Pero en todos los casos de ataque a quienes un grupo identifica como ajeno a nosotros, el principio está en la palabra. Con la palabra se los señala.
Esta semana la librería La Vorágine apareció con pegatinas en las ventanas que decían lindezas como «Asesino de mi pueblo». Como no vienen firmadas, no se sabe de qué equipo es el que las pone, pero se puede comprobar con facilidad que la gente de La Vorágine no asesina a ningún pueblo, y defiende hasta donde puede a muchos. Servidor es uno de sus aliadxs, como llaman a quienes pagamos una modestísima cantidad para sostener una librería que hospeda una reunión pacífica prácticamente a diario, de grupos demasiado pequeños para tener local propio. Allí he asistido a presentaciones de revistas en cántabro, por ejemplo, a talleres de ilustración infantil, a recitales de poesía…
Si hay un sitio necesario en este Santander donde el viento amenaza asfixiarnos, ese es La Vorágine, sin ninguna duda. El lunes estuve allí en una asamblea multitudinaria, ordenada y tranquila, y vi las pegatinas todavía en las ventanas. ¿Quién con cierta edad no recuerda las amenazas a librerías?
Decía Vonnegut que los niños son el mensaje que Dios envía para asegurarnos que el mundo va a seguir existiendo. Vonnegut había visto demasiada muerte de humanos a manos de otros, y le quedaban demasiadas neuronas en buen estado de uso, como para tener que esforzarse en creer en la viabilidad de nuestra especie. Y necesitaba de la literatura para decirlo.
Pero la lógica del ellos o nosotros lleva hasta acabar con los niños. Los de ellos, claro, pero puestos así ¿cómo no esperar que ellos estén dispuestos a acabar con los nuestros?
Se me ocurren pocas desgracias mayores que la muerte de un hijo de tres años por enfermedad o accidente. Pero las hay, estos días hemos visto una: perder un hijo de tres años porque alguien lo mata. Estos días hemos visto eso y una reacción asombrosa: los padres de ese niño, que lo saben muerto por una maldad que dice ser islámica, buscan a un imán, lo abrazan, los tres lloran juntos.
No podemos desprendernos a voluntad del legado evolutivo: la división entre ellos y nosotros forma parte de todos. Lo que sí podemos hacer es meter en nosotros a todos los que respetan a los demás y están convencidos de que cabemos todos. Sean del Betis o del Sevilla. Y en ellos a los intolerantes, a los que matan en nombre de creencias o clubes que comparten con gente perfectamente respetable.
Que entre nosotros existan padres como los de Barcelona, que comprenden hasta lo más íntimo que esta es la división correcta entre ellos y nosotros, y que su acción nos conmueva como lo hace, es una prueba de que podemos sobrevivir como especie. Que haya comentaristas y periódicos que han atacado ese abrazo de padres e imán, o quienes amenazan a las librerías, es una prueba de que esa supervivencia no está garantizada: hay que luchar por ella.
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