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En el país de los cien ríos

Sierra de Gredos

Miguel Ángel Curiel

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Unos días antes de salir hacia Cuacos de Yuste llegó a T. desde Hospitalet una postal de A.G. con una inscripción. –Al albur de un soplo de aire Sierra de Peloche en la Apertura de la Hoz, Cantos Negros en La Borera, Las barbas de Oro de la Consolación–.

Al final con letra minúscula decía debajo “Dejo C. allí han comenzado a tratarme como a un judío ” A. G. ya habrá bajado a Badajoz, a La Serena, a su pueblo llamado Peñalsordo, a las orillas del Zújar, o Sujaira, río de las penas en árabe, que ahora irá seco. Ya desde Cuacos, unos días antes del 1 de noviembre, le mandé una postal como acuse de recibo a su vieja dirección del Carrer dels Banys Nous en Barcelona. En algún momento se cruzarían las palabras inscritas en el papel en algún lugar del espacio, pero no creo que me oiga en Peñalsordo por mucho que grite desde aquí.

A modo de inscripción le dejé en el reverso de la postal el nombre de trece soldados alemanes de la Segunda guerra mundial enterrados en el cementerio militar alemán de Cuacos. Todos ellos Enfants de entre 18 y 22 años muertos entre 1943 y 1944. En letra minúscula escribí debajo –soldados de la patria alemana– Ahora, hoy, 1 de noviembre día de todos los Santos, ligera lluvia sobre Garganta de la olla, desde el pays de los cien ríos –y escribo pays en un sentido puramente geográfico, a la manera francesa, descartando cualquier significado que lo acerque de algún modo al concepto de nación–. Un pays a pie de monte. [Jaraíz] Aquí y ahora, en la tierra dulce de los cien ríos donde tengo ya sólo muertos y vengo a hablar con ellos. Todos estos días he dado largos paseos para perderme entre los bosques y sendas de montaña que llevan a las cumbres de Tormantos.

Sabía que en realidad ya no había nada que escribir y por eso escribía cada noche sintiéndome solo un remanente de vida que mana de las manos. Quería perderme, no hallarme, sentir que me perdía de verdad para nacer de nuevo, pero como había vagado tantas veces por este pays siempre sabía el lugar exacto donde me encontraba. Perderse es un arte que no todos pueden lograr. Incluso me vendé los ojos y caminé a tientas. Aun así, palpando troncos y oyendo los cursos de agua jamás tuve la sensación infinita de haberme desorientado, de encontrarme perdido en la inmensidad de la nada. Un camino llevaba a otro, y este camino, más estrecho y escondido entre bosques muy tupidos, daba a otras sendas comidas por las zarzas, y así, de un camino salía otro que no te llevaba a lugar alguno. Después de haber estado vagando en círculo toda una mañana entre Jaraíz y Garganta de la Olla, me encontré de pronto con la depuradora de aguas residuales a la salida de Cuacos.

Allí, en la cubeta de hormigón blanco donde gira el agua que decanta la mierda y los fitosanitarios alguien había escrito con un palo tiznado –Nada puede ni debe permanecer tan puro. La pureza absoluta no es de este mundo–. La frase se decantó en mí y todavía no he podido olvidarla. Apenas a un kilómetro de Cuacos, por la hondonada boscosa que aparece después de los campos de cerezos, cayendo abruptamente desde la explanada del cementerio, corre la garganta de San Gregorio, que desemboca en la de Gualtaminos, y estas dos juntas, en la de Pedro Chate, hasta que llegan al Tiétar y desde el Tiétar todas estas aguas van al río. Cada quebrada es un curso de agua con nombre. Guardar todos estos nombres es custodiarlos. Has pasado hambre y sed y has podido comerte y beberte estos nombres y al fin olvidarlos. Los invocas de nuevo y te salvan de este tiempo angosto más tupido que los bosques de Yuste.

Allí, a la orilla del San Gregorio, junto a un viejo molino de agua, hay una poza apta para el baño. Me desnudé y me metí despacio en el agua. No había calado en la poza para nadar, el pequeño río aún acusa el fuerte estiaje del verano pasado, lo único a lo que podía aspirar era a echarme sobre una piedra a la que el agua después de siglos le había dado forma de cuna, una especie de cama de piedra de granito lavado, u horma en la que un hombre se amolda con la cabeza fuera del agua y habla con los alisos. Un bautizo o baño en la que me fumé un cigarro.

Aprendí a nadar en las Pilas de Collado y en el lago de Jaraíz, en las playas del Alberche y en los Arenales de T. No aprendemos a nadar en un único lugar, alguien muy cercano sostiene que fue en Santander ayudado por las olas de Liencres, donde de verdad nadé por primera vez. Admiro a los que no saben nadar. Siempre he creído que una carencia como esa debía estar compensada con alguna otra virtud que hacía de quien la ostentaba un ser especial. Incluso vi a tipos que no sabían nadar y para cruzar un río levitaban de una orilla a otra, y en ocasiones caminaban sobre las aguas.

En esa poza de la garganta de San Gregorio, permanecí en el agua hasta que se me arrugó el cuerpo. En aquel lugar, degradado, lleno de plásticos y preservativos, de vasos de cristal roto y latas de cerveza, con el agua hasta el cuello recité en voz alta la inscripción o poema que A.G. me había mandado unos días antes… -Al albur de un soplo de aire Sierra de Peloche en la Apertura de la Hoz, Cantos Negros en La Borera, Las Barbas de Oro de la Consolación-.

Un conjuro en la nada de restablecimiento de su tierra natal, los nombres para conjurarse, los nombres que escoltan su Guadiana en La Serena. Y entonces vi a mi amigo bajar desde Peñalsordo hasta las orillas del Zújar a cantarle a las aguas detenidas los años divinos de Barcelona y la veladas nocturnas hasta el amanecer en su apartamento del Carrer dels Banys Nous. En estas piedras casi siempre sumergidas se pueden ver ahora las marcas del agua, al menos cinco líneas, las del curso bajo o estiaje, la del otoño, la línea del invierno y la de la primavera en el deshielo. Debajo de la línea oscura que marcaba las aguas en el nivel más bajo del estiaje ha aparecido una nueva línea que he llamado la línea de la sequía, y que está casi en la base de las piedras y de estos royos fluviales.

Seguí unos cuantos días más vagando por el pays. Visité como todos los años el cementerio de Jaraíz y el de Garganta de la Olla y dejé sobre un sinfín de tumbas ramas de madroño con frutos y castañas. Sobre una lápida se puede dejar cualquier cosa, pues finalmente nada puede ni debe permanecer tan puro. La pureza absoluta no es de este mundo; así dejé también un juguete, un libro, un sueño, unas palabras, un vaso de vino, una orquídea, un viejo billete de autobús bajo una piedra del río. Las genealogías parecen árboles cuando en realidad son ríos al revés, y el más seco de ellos es el curso principal.

El lugar natural de la desembocadura de todas estas aguas del pays de los cien ríos es Monfragüe. El día dos, día de difuntos, salí muy temprano de Cuacos con la intención de llegar a pie a Monfragüe. Alguien me recogió a la salida de Torremenga, un viejo amigo de la infancia que me reconoció mientras caminaba por el arcén de la carretera de Plasencia. Se dirigía a Coria. Sabía que ya no estoy para esas caminatas.

Me dejó en Villareal de San Carlos. Fumamos un cigarro y se marchó para siempre. Pensé que estaba muerto, que hacía más de veinte años que había muerto en un accidente de coche. Le dije adiós y de pronto dejé de verlo. No sé qué es lo que hice exactamente en Monfragüe. Allí hay un silencio acumulado, prehistórico. Sabía que en realidad ya no había nada que escribir y por eso escribía desesperadamente. Las rocas se desgajan y mientras caen al río se oyen los chasquidos. De noche se parten, y oyes el grito de la roca, el eco ahondándose. En ese lugar se detiene el tiempo, o como en un partido de basket, al pedir tiempo muerto.

En ese mismo momento del clímax, ves abajo un río muerto, detenido, de aguas negras, verdosas. La última noche antes de volver a T., en el bar del albergue me senté en una mesa junto a unos alemanes, ornitólogos de Freiburg, el vino me ayuda a hablar, y entonces manan de mí las viejas palabras, mana mi lenguaje y mi forma de decir.

Les conté que venía del país de los cien ríos, apenas a unos kilómetros más al Norte, y para que no se olvidaran de mí, les di todos estos nombres para que los custodiaran. No olvidéis el Arbillas, ni La Garganta de Cuartos, en algún momento os podrían servir todos estos nombres. Pero más que memorizarlos, lo mejor es ir a ellos y bañarse en ellos. Como en aquella película donde Burt Lancaster, o Ned -el nadador- caminando hacia su casa, va nadando de piscina en piscina. Ned se sumerge en la piscina, emerge en el otro extremo y comienza su viaje.

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