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Gabriel Gatti: “Hemos creado una sociedad en la que hay gente que sólo existe cuando ya está muerta”

Gabriel Gatti, en una fotografía cedida

Sandra Vicente

31 de diciembre de 2022 18:38 h

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El sociólogo uruguayo Gabriel Gatti (Montevideo, 1967) es hijo de la desaparición. La dictadura se llevó a su padre y su hermana para borrarlos del mapa. Gatti, quien ahora vive en Bilbao y ejerce de profesor en la UPV, lleva años estudiando las desapariciones. Un día se dio cuenta de que había mucha gente a la que no se consideraba desaparecida, porque estaba de cuerpo presente, pero que también había sido borrada del mapa. Habla de los indigentes a los que negamos la mirada; de los migrantes que mueren en tierra de nadie; de los pobres que son tan pobres que no les sirven las políticas públicas. Y empezó a llamarles, también, desaparecidos. “En mi familia tenemos muertos que nunca mueren; yo hablo de los vivos que viven tan mal, que parecen muertos”, dice Gatti durante una entrevista con motivo de la presentación en Barcelona de su libro 'Desaparecidos. Cartografías del abandono' (Turner, 2022).

¿Qué es un desaparecido?

La ventaja del término es que es muy flexible y se puede adaptar a muchas situaciones, más allá de la definición clásica de desaparecido, que es la del represaliado político de los años 70. La desaparición va mucho más allá de lo que dicta el derecho internacional: ampliar la mirada nos permite entender que constantemente, como sociedad, producimos abandono. Hay muchos matices, pero lo que tienen en común todas las formas de desapariciones es que tratan de personas abandonadas.

Empieza el libro poniendo el ejemplo de las personas sin hogar que, de repente, se hicieron visibles durante el confinamiento. No habíamos reparado en su presencia antes, a pesar de que siempre estuvieron ahí.

Eso fue brutal. Estaba en el ombligo del monstruo, en California, un lugar donde todo es bello y estupendo. Y, de repente, cuando los que habitamos estos mundos fantásticos nos retiramos al refugio, vimos que había un montón de cosas en las que no habíamos reparado. No es que hayan aparecido, porque los monstruos, animales y mendigos, que decía Borges, siempre han estado ahí, pero no los veíamos. Que sean desaparecidos, a pesar de que físicamente estén presentes, demuestra la insuficiencia de nuestros mecanismos de percepción y gestión. Constantemente expulsamos de nuestro mundo a seres que no son como nosotros. La pandemia abrió una ventanita a ese mundo para el que no tenemos nombre, categoría ni mapa. Pero esa ventana se está cerrando.

Una de las constantes del libro es la dificultad de poner nombre a esas personas desaparecidas. Sostiene que los hemos convertido en subhumanos y diversas personas con las que habla les llama 'cosas' o 'bichos'. ¿No es eso muy despectivo?

No lo creo, es más bien un indicador de desesperación. Quien hablaba de 'bichos' era una vieja militante de la izquierda uruguaya, un país sensible a la pobreza y solidario con el vecino. Ella estaba desesperada porque no entendía quiénes eran ni que pasaba con esos seres a los que quería considerar vecinos, pero no podía. Gente a la que la pobreza extrema les ha expulsado totalmente de la vida en la comunidad y, por lo tanto, de lo que significa ser vecino de alguien. Es realmente necesario poder nombrarlos. Y, si su situación tiene que ver con el olvido, el abandono y la producción sistemática de alienación, entonces son desaparecidos.

No son nadie, aunque compartan los mismos espacios que nosotros, coman la misma mierda de comida, vean la misma televisión y se vistan igual

¿Cualquier persona a la que consideremos como un otro, sería un desaparecido, según usted?

No. Y ahí está la clave: los desaparecidos ni siquiera son 'otros'. La historia de Occidente es una historia de construcción de alteridad; con el indio, el negro, el pobre, la mujer, el vulnerable. Cuando construyo una alteridad, me relaciono con ese otro y tengo conciencia de que existe, porque es contrario a mí. Pero con estas realidades que describo, no hay otro porque no existen. No son nadie, aunque compartan los mismos espacios que nosotros, coman la misma mierda de comida, vean la misma televisión y se vistan igual. La alteridad es gestionable, pero esto no sabemos cómo sobrellevarlo.

¿La securitización es lo que nos impide verlos? Se nos dice que hay barrios muy peligrosos y, por eso, no vemos las tremendas bolsas de pobreza. Trump decía que los migrantes eran peligrosos y, por eso, no vimos a quienes se quedaron atrapados en la frontera...

La securitización es una de las posibles explicaciones del abandono radical y la desaparición, sí. Pero no es ni siquiera la razón principal, aunque sea la que nos parece más obvia porque nos permite identificar unos responsables. Cuando Marlaska justificó la masacre de Melilla porque había habido un “asalto violento”, nos intentó meter miedo. Al decir eso, encontramos culpables a quienes cargar la culpa y asegurar que Marlaska, la valla, Frontex o la Guardia Civil no son los responsables de la violencia. Y, habiendo encontrado un culpable, nos quitamos la responsabilidad que nos toca. Porque lo que no vemos es que el desprecio a los cuerpos que no pertenecen a nuestro mundo no es el problema: es la consecuencia de algo mucho más profundo.

Lo que realmente vale la pena analizar es algo en lo que todos participamos: esos aparatos, categorías y formas de percibir la realidad que, sin quererlo, nos hacen insensibles a la maquinaria del abandono. Ya no se trata de odio en forma de racismo o aporofobia, sino de una radical invisibilización. Las situaciones que sí vemos, como la de la valla de Melilla, no me preocupan tanto (aunque sea terrorífica) como aquellas que no vemos. Porque, si lo vemos, tenemos herramientas basadas en la solidaridad y la denuncia, pero si no lo vemos nadie va a actuar nunca.

En el libro es crítico con las políticas públicas. ¿No cree que vayan a solucionar este problema?

Somos herederos de una forma de ver el mundo, de la que no nos es fácil escapar. Las desapariciones de las que hablo son consecuencia de estas formas de (no) ver el mundo. Aunque sea con pretensiones bondadosas, nuestras políticas públicas tienen como consecuencia no deseada la generación de aquello que se quiere evitar. Por ejemplo, un parque es algo bello, un prodigio del orden moderno, necesario y útil para la ciudadanía. Pero, cada vez que hago un parque, estoy generando una diferencia entre lo que está parquizado y lo que no, además de que en el propio parque habrá lugares que quedarán oscurecidos y en los que se situarán personajes que no veré porque no entran en mis lógicas.

Eso es lo que hace la política pública: ordena la realidad cuando es fea, pero hay cosas que no se van a arreglar ordenándolas. Tenemos que situarnos radicalmente frente al problema y asumir que hay cosas que existen en el abandono y que no son recuperables ni ordenables. Podemos pensar en dignificar a esas personas, en construirles parques, pero esto no los va a hacer reaparecer de esa desaparición a la que los hemos condenado. No estoy llamando a la resignación, simplemente digo que tenemos que dejar de pensar esos mundos desde nuestra lógica de palabras bonitas.

Hay un caso que ilustra bien a qué se refiere cuando dice que las políticas públicas no son suficientes: en Brasil habla de una fosa común en la que se encontraron decenas de cuerpos cuya identidad no pudo descubrirse porque se trataba de gente que no existía en los registros.

Ese caso fue acojonante. La maquinaria de las políticas públicas para la dignificación se aplicó con toda su contundencia y buenas intenciones. Buscaron en archivos, cotejaron ADN... Todo. Pero después de los análisis, se encontraron con la brutal constatación de que esa gente jamás existió. Nunca fueron gente. Nunca habían llegado a existir, al menos para el Estado que ahora buscaba reaparecerlos. Y, como no habían existido nunca, no los consideraron desaparecidos; hemos creado una sociedad en la que hay gente que sólo existe cuando ya está muerta, pero en este caso tampoco era suficiente porque no tenían una identidad que darle al cadáver.

Si alguien desaparece, pero nadie le busca ¿ha desaparecido?

Esa es una de las características más poderosas de ese nuevo desaparecido y uno de los contrastes más brutales con el viejo desaparecido, que es el que tenemos en mi familia. Son desaparecidos en vida. Los desaparecidos de los setenta eran complejos, pero estaban lejos de la subalternidad, porque tenían discurso, narración y un campo político. También tenían el dolor propio del muerto vivo, del ausente presente. Pero en estos nuevos casos no hay ningún reconocimiento, no hay discurso ni lugar desde el que nombrarlos. La desaparición tiene que ver con lo perceptivo: tengo que percibirte para decir que has desaparecido. Por eso, creo que es muy poderoso decir que esas personas con las que nadie cuenta y a las que nadie cuenta son desaparecidos.

Durante un tiempo, los bebés robados en España tampoco tuvieron nombre y, hasta que no los nombraron, nadie empezó a buscarlos como lo que son: desaparecidos

¿Qué diría un jurista ante su nueva interpretación de 'desaparición'?

Diría que no son desaparecidos y que no se pueden acoger a las garantías del derecho internacional. Yo, hace años, habría opinado igual, pero creo que eso es menos importante que el hecho de que un nombre da visibilidad y presencia en el espacio público a situaciones que antes no existían. Durante un tiempo, los bebés robados en España tampoco tuvieron nombre y, hasta que no los nombraron, nadie empezó a buscarlos como lo que son: desaparecidos. Hablamos de gente descontada, que no tiene cuentos, ni cuentas ni a nadie que los tenga en cuenta.

Dice que, hace unos años, usted mismo se habría opuesto a su definición de desaparecido. ¿Qué ha cambiado?

Al principio estaba muy ligado a los galones: los míos eran desaparecidos originales, los de Uruguay y Argentina, de los de verdad, de cuando un Estado desaparece a sus propios ciudadanos. No soportaba cuando decían que los de la Guerra Civil española eran desaparecidos. Pero el cabreo se me fue pasando cuando me di cuenta de que estaba cortando las alas a nombrar las cosas que no se nombraban. Lo que empezó pareciéndome una usurpación, se ha acabado convirtiendo en una maravillosa maquinaria de pensar. Desde el campo del derecho y la justicia puede ser problemático, pero es genial que se permita nombrar el abandono radical.

¿Cómo se le hace justicia a un desaparecido?

Cuando se reclama 'verdad, justicia y reparación' o cualquiera de los lemas, es que esa situación por la que se pide justicia ya ha alcanzado una visibilidad muy potente. A mi lo que me interesa es lo que se queda al otro lado; no por buscar un culpable, sino por entender qué ha pasado. Y para eso, las categorías viejas no nos sirven: me parece bien buscar castigo, pero mi trabajo es analizar qué pasa con esa enorme cantidad de deshechos humanos y no humanos que ha generado nuestro mundo. ¿Justicia? Toda, pero se queda desesperadamente corto.

Hablar de desaparecidos para nombrar a la gente que nadie tiene en cuenta es una buena solución para quien lo ve desde fuera, pero ¿qué opinan estas personas en cuestión de que se les llame así?

Es una pregunta interesante y para la que no tengo respuesta. Llamar desaparecido a un indígena es complicado, moral y teóricamente. No existe ¿para quién? Es cierto que es cuestionable, pero está afectado por la invisibilidad y las políticas de abandono. Hablamos de gente a quienes se condena al olvido, pero no quieren ser olvidados. Yo no me he encontrado tensión usando el término, pero es cierto que una de las cosas más desesperantes para mí es que con el desaparecido no puedo hablar. He hablado con desaparecidos que han aparecido, pero no con los que siguen sin existir.  

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