Un hotel ocupado da techo a 45 personas sin hogar: “Nos quieren desalojar y no tenemos adonde ir”
En la segunda línea de mar del turístico municipio de Calella (Barcelona), el antiguo Hostal La Gaviota, rodeado de hoteles por los cuatro costados, es el único que tiene las luces de sus habitaciones encendidas. Ya es de noche y José Luis López, de 62 años, muestra a la luz de una pequeña bombilla la que es desde hace un año su casa: una habitación con una cama doble, sofá, un armario con ropa, una mesilla con el tabaco encima y una pequeña cocina y baño. “Aquí vivo desde hace un año, desde que me quedé sin nada”, explica este hombre, que perdió el piso tras abrir sin éxito un bar en esta localidad y quedarse sin ahorros.
Igual que José Luís, que no tiene ingresos de ningún tipo, otras 45 personas, la mayoría de origen inmigrante, varios jóvenes extutelados, dos personas con discapacidad y algunas familias enteras (con un total de tres menores de edad), ocupan las 25 habitaciones de este alojamiento turístico abandonado. A todas ellas les une la situación de emergencia social en la que están inmersas, sin casa y sin perspectivas de tenerla, puesto que muchos no tienen papeles ni mucho menos trabajo. También comparten ahora una misma preocupación: una orden de desahucio para el 6 de noviembre. “Nos quieren desalojar y no tenemos adonde ir”, resume José Luís.
La historia de este aparthotel que ha acabado dando cobijo a numerosas personas sin hogar se remonta a diciembre de 2016, cuando lo ocupó un grupo de jóvenes del municipio, de entre 18 y 26 años, para montar el Centro Social Okupado La Bruna, que a día de hoy sigue funcionando como tal. “Nos pareció simbólico ocupar un hotel en una ciudad que está totalmente privatizada por el turismo”, explicaba este lunes Cèlia López, una de las integrantes del grupo impulsor del proyecto.
Ubicado en la costa del Maresme, a una hora aproximadamente de Barcelona, Calella es un municipio de 20.000 habitantes orientado claramente al turismo, con 10.000 plazas hoteleras. En este contexto, y alegando la falta de espacios culturales y de encuentro para los jóvenes, ese grupo de activistas decidió entrar en un hostal de cuatro plantas que había permanecido desocupado desde principios de los años 2000 y que en algún momento adquirió la empresa Industrial Roige SA, la que ahora lo quiere desalojar.
Desde sus inicios, los integrantes del CSO montaron actividades culturales, charlas, conciertos… Como cualquier casa ocupada autogestionada. “Incluso hubo un grupo que daba clases de repaso gratuitas a unos 20 niños y niñas de Primaria. Había lista de espera”, explica Ariadna Llamas, otro miembro de la asamblea. Para esas y otras actividades usaron y siguen usando la planta baja del hotel, que consiste en un hall, un espacio que fue el bar, alguna otra sala pequeña que dedican a reuniones y biblioteca y, en el sótano, un gimnasio ahora en desuso.
Durante casi tres años, las habitaciones de los pisos de arriba permanecieron prácticamente vacías, aunque desde el inicio explican estos jóvenes que había vecinos de Calella con problemas de vivienda que les pedían poderlas usar para salir del paso. Siempre dijeron que no, hasta hace un año, alrededor de septiembre de de 2019. “Cuando llevas tantos años recibiendo a gente que te dice que no tiene donde vivir, al final acabas aceptando”, resume Llamas.
Empezaron con pocas personas, unas cuatro o cinco, entre ellas José Luís, casos todos ellos que se presentaban como temporales. “Pero los problemas de vivienda de la gente suelen ser crónicos, porque no tienen papeles, no pueden regularizar su situación y por lo tanto no logran contratos ni acceder a alquileres”, resume Llamas. En poco tiempo, los activistas vieron cómo se dirigían a ellos numerosas personas que estaban sin casa. Sin un criterio preestablecido, las fueron aceptando hasta que estuvieron todas las habitaciones ocupadas.
Los activistas explican cómo les llegaron en más de una ocasión personas e incluso familias derivadas extraoficialmente de servicios sociales, del Consejo Comarcal o de entidades como Cruz Roja. También acudieron a ellos jóvenes migrantes procedentes de centros de acogida de menores de la zona y que se habían quedado sin vivienda al cumplir los 18. “Hemos estado realizando una tarea de trabajadores sociales y el Ayuntamiento dice que ha mediado con nosotros, pero en realidad hemos estado solos frente a un problema de esta magnitud, con gente a la que deberían atender los servicios públicos”, denuncia Álex Ariza, otro de los activistas.
Ocupantes de hasta ocho nacionalidades distintas (Marruecos, Argelia, Francia, Colombia, Perú…) fueron alojándose en pocos meses en todas las habitaciones. Cada una de ellas cuenta con un baño y una pequeña cocina, aunque todo el mobiliario lo han ido reciclando de la calle y de donaciones, incluidos los fogones que tienen algunos de ellos. También neveras, sofás, mesas e incluso televisores. Lo único que no hay es agua corriente, con lo que tienen que ir a la fuente a buscarla.
Desde que alojaron a las primeras personas hasta hoy, sin embargo, la situación del hostal ha cambiado mucho. Al principio, plantearon normas para todos como asistir periódicamente a la asamblea conjunta o no sobreocupar las habitaciones. Pero pronto hubo quien se lo empezó a saltar. Los miembros de la asamblea del CSO reconocen que, dando cobijo a 45 personas con problemáticas sociales severas, han ido mucho más allá de lo que son capaces de gestionar. Más aún con una pandemia de por medio durante la que apenas han pisado el edificio y que les ha obligado a llevarles comida a los alojados casi a escondidas.
Sin reservas, Llamas explica que “ha habido gente conflictiva, que está mal y le ha dado igual todo, y gente que está en una situación vulnerable y arrastra problemas de salud mental o de consumos”. Episodios de ruidos por la noche, de peleas o incluso de reventa de algunas habitaciones entre los inquilinos les han obligado a ejercer de mediadores, tanto entre los propios ocupantes como con los vecinos, a quienes llegaron a enviar una carta cuando se multiplicaron las quejas.
Desde el Ayuntamiento (gobenado por JxCat y PSC), el concejal de Seguridad, Josep Torres, aseguraba recientemente en declaraciones a la televisión local que se han realizado alrededor de 30 actuaciones policiales en el inmueble. “La mayoría han sido por ruido, por música alta. Llaman los vecinos, acudimos y tratamos de solucionarlo”, explicaba. “Es normal que los vecinos estén angustiados y nerviosos”. Torres hizo referencia también a la presencia de jóvenes migrantes extutelados en el hostal, que han sido el blanco principal de las quejas de los vecinos.
Este diario contactó el martes con el Ayuntamiento para conocer su posicionamiento frente al desalojo, a lo que desde el consistorio se remitieron a un comunicado publicado por la tarde. En él, aseguran que la alcaldesa, Montserrat Candini, ha enviado una carta a la jueza responsable del caso para pedirle que aplace el lanzamiento por motivos sanitarios –debido a la epidemia– y para ganar “tiempo” para encontrar una “solución adecuada” para las personas vulnerables que viven en el inmueble.
Esta noticia de última hora ha cogido por sorpresa a los miembros del CSO la Bruna, a quienes el martes nadie del Ayuntamiento les había comunicado nada. Precisamente ellos venían exigiendo al consistorio que emita un informe de vulnerabilidad para los actuales inquilinos, para que se pueda paralizar el desalojo y que nadie se quede sin techo.
Desde el CSO La Bruna denuncian que durante todo el año el Ayuntamiento de Calella y sus servicios sociales han obviado la situación de emergencia de los ocupantes del hostal e incluso han evitado realizar los empadronamientos sin domicilio fijo a quienes lo han solicitado para poder recibir ayudas sociales. Han tramitado 19 solicitudes y solo se han formalizado tres, vencidas favorablemente por silencio administrativo, aseguran.
Una de las que está pendiente de padrón es Melissa, una mujer peruana de 38 años que recaló en octubre de 2019 en el CSO La Bruna, en una de las habitaciones que hay en el tercer piso. Ella llegó a Barcelona junto a otras cinco mujeres de su país con la promesa de un alojamiento que resultó ser una “estafa”, según explica. Sin ninguna dirección a la que acudir, cuenta que llamó a su país para que alguien le diera contactos en la capital catalana y, al final, dio con una peruana que conocía este hostal.
“No tengo familia, ni amistades ni la posibilidad de alquilar nada, no sé qué haré si nos echan”, explica desde su habitación. Una cortina hace de separador entre el dormitorio y lo que ha convertido en un diminuto salón, con sofá, tele y nevera. En la cocina, una vajilla y una despensa con la comida que le proporcionan desde Cáritas. Varios de los ocupantes del hostal han recurrido a esta entidad para abastecerse de alimentos, pero alerta esta mujer que en los últimos días también le han exigido el padrón como requisito para seguir optando a la ayuda.
Durante un tiempo y viviendo ya en La Bruna, Melissa logró encontrar un trabajo de cuidadora de una persona mayor de Calella. “Pero con la epidemia, me dijeron que ya no me querían más”, comenta. Ahora explica que se pasa el día buscando trabajos por Calella y los pueblos de la zona, incluso en Barcelona, y haciendo trámites.
Igual de crítico que ella con el consistorio se muestra Emanuel, que vive con su mujer embarazada y sus dos hijos (uno de 19, la otra de 11) en otro de los 25 pequeños apartamentos. Se suma a la conversación en la habitación de Melissa para explicar que acabó en este hostal después de encadenar cuatro realquileres en solo un año desde que llegó también de Perú. Ha pasado por habitaciones de pisos ocupados de El Prat, Cornellà y Barcelona, hasta recalar en Calella. En su caso, busca trabajo en el sector de la construcción, donde ha podido emplearse en algunos encargos en negro durante este tiempo. Pero advierte: “Cuando no tienes papeles, si te sale algo, cobras, y si no, te dejan tirado”. El 6 de noviembre, día del desalojo de La Bruna, su familia cumple su primer año en España.
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