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La mortalidad por COVID-19 en las macrorresidencias de Catalunya triplicó la de centros pequeños

Toma de muestras en una residencia de Catalunya

Laura Galaup

12 de septiembre de 2022 22:22 h

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La mortalidad por COVID-19 en los centros de mayores de Catalunya durante los primeros meses de la pandemia fue más elevada en las grandes residencias –aquellas con más de 150 plazas– que en aquellos centros con menor capacidad, según un estudio que se acaba de publicar en la revista Epidemiología. Sus autores concluyen que los fallecimientos entre marzo y abril de 2020 se triplicaron en las residencias de entre 150 y 200 plazas (12%), en comparación con las cifras de muertes en centros que tenían una capacidad que oscilaba entre los 30 y 70 usuarios (4%). 

Los resultados son más contundentes si se analizan las muertes de usuarios únicamente en aquellas residencias en las que entró el virus. En los centros con una capacidad de entre 30 y 70 usuarios, la mortalidad osciló alrededor del 6% y en las macrorresidencias, esa incidencia se elevó al 12%, aseveran los autores del artículo titulado Vinculación del tamaño de las residencias de mayores con la infección por Covid-19 y la mortalidad en Catalunya en marzo y abril de 2020.

Con estos datos, concluyen que el tamaño de los centros de mayores “fue un fuerte factor de riesgo de infección y mortalidad por COVID-19” en las residencias catalanas. Asimismo, destacan que el 98% de los centros con 200 camas registró al menos una muerte por coronavirus. Ese porcentaje se reduce en el caso de residencias con menos plazas. Entre aquellos geriátricos con una capacidad para 50 usuarios, el 70% de esos recursos constataron el fallecimiento de alguno de sus usuarios.

Más de 70 plazas: un “factor de riesgo”  

“A igualdad de condiciones como el tipo de gestión o la densidad de población, la entrada del virus y la mortalidad en las residencias con más de 70 plazas fue muy superior a lo observado en las residencias de 30 a 70 plazas”, señalan los investigadores en un comunicado. “Si afrontamos otra pandemia de estas características, con una infección respiratoria que se transmite fácilmente, tendríamos mucho mayor peligro de morir en las residencias grandes que en las que tienen entre 30 y 70 camas”, señala la epidemióloga María Victoria Zunzunegui, profesora de la Universidad de Montréal (Canadá) y coautora de la investigación.

Los investigadores recomiendan que las residencias de mayores tengan una capacidad de entre 30 y 70 camas, y en caso de que no sea posible, que se mantengan unidades de convivencia con esas plazas

Junto a Zunzunegui, en esta investigación también ha participado el epidemiólogo Fernando J. García-López, portavoz de la Asociación Madrileña de Salud Pública; François Béland, profesor de la Universidad de Montréal, y el periodista de Infolibre Manuel Rico. Es el mismo equipo que publicó en junio, en la misma revista, un análisis sobre el impacto de la pandemia en las residencias de la Comunidad de Madrid. Su conclusión fue que en los centros de gestión público-privada la mortalidad fue más elevada (21,9%) que en los centros de gestión pública (7,4%). 

Para llegar a esa conclusión, los investigadores analizan la mortalidad en diferentes modelos residenciales. Según los datos obtenidos por los investigadores a través del portal de transparencia, en Catalunya 3.887 usuarios de 965 centros de mayores fallecieron por COVID-19 o por síntomas compatibles con la infección en los meses de marzo y abril de 2020. La tasa de mortalidad en las residencias de mayores catalanas fue del 6,8%, un porcentaje que se eleva al 9,2% si se analizan únicamente aquellas residencias en las que entró el virus. 

3.887 fallecidos en 965 residencias

El artículo no incide en los motivos por los que el virus se propagó más rápido en las grandes residencias. “No tenemos datos para estudiar en profundidad cómo actúa el tamaño de las residencias sobre la mortalidad”, apunta Zunzunegui, que sí alude a estudios académicos internacionales para perfilar algunas razones, entre ellas la precariedad de las trabajadoras. Según apunta la epidemióloga que lidera la investigación, en las primeras semanas de la pandemia los empleados “no estaban protegidos y no sabían cómo prevenir y controlar infecciones porque nadie les había enseñado”. 

El segundo motivo al que alude son las bajas de los profesionales debido a los contagios: “Al reducirse el tamaño de la plantilla de trabajadores, empeoraron todavía más las condiciones de trabajo. Todavía había que hacer más cosas más rápido”. 

La incidencia acumulada es otro factor que puede contribuir al aumento de la mortalidad. Según los datos desglosados en el artículo de la revista Epidemiología, en las comarcas con una incidencia acumulada de 1.000 casos diagnosticados por 100.000 habitantes “la mortalidad por COVID-19 pasó del 6,2% en centros de mayores de 40 plazas al 18% en residencias con 200 camas”. “Las estimaciones de mortalidad más bajas se obtuvieron en centros con un rango de entre 30 y 70 plazas teniendo en cuenta todos los niveles de incidencia acumulada”, recoge el estudio. 

“Hemos observado que en las zonas en las que la incidencia es baja, el tamaño de la residencia tiene un efecto muy pequeño o nulo sobre la mortalidad. Sin embargo, cuando la comarca en la que está la residencia tiene una incidencia superior a 250 casos por 100.000 habitantes, la curva sube rápidamente. La mortalidad aumenta rápidamente con el tamaño de la residencia y eso es más cierto cuando mayor es la incidencia. Por ejemplo, en las comarcas donde la incidencia era superior a 1.000 la curva era muy empinada”, señala Zunzunegui. 

El papel de la incidencia acumulada en la dispersión del virus

Todos los patrones expuestos se tienen en cuenta para residencias con un mínimo de 30 usuarios. En centros con una capacidad mucho más reducida, la tendencia de la mortalidad fue diferente. Los investigadores indican que en estos casos, con una capacidad que se sitúa alrededor de las 20 plazas, “la diferencia de una o dos muertes” eleva la tasa de fallecimientos al 10% ó 20%.

Asimismo, reseñan que las residencias pequeñas experimentaron “más dificultades para prevenir muertes por COVID-19 en un momento de escasez general de pruebas de diagnóstico y posible falta de personal, ya que la ausencia de uno o dos trabajadores podría significar una reducción sustancial” de plantilla. 

Como conclusión, los investigadores recomiendan que las residencias de mayores tengan una capacidad que oscila entre 30 y 70 camas. En caso de que no sea posible porque el aforo es mayor, apuestan por que se mantengan unidades de convivencia con esas plazas. Además, emplazan a la comunidad científica a continuar indagando sobre los “los factores asociados” a la mortalidad en las “instalaciones de gran tamaño”.

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